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Kenzaburo Oé

La Presa

Álvaro Robledo
18 de abril de 2007

Un día de principios de agosto de 1945, los japoneses escucharon a través de una máquina nueva (la radio), la voz de dios. Este dios-emperador, en el primer acercamiento verbal que tenía en la historia del Japón con sus súbditos, no traía buenas noticias: venía a decirles que en verdad no era dios. No pertenecía a una dinastía solar, era otro hombre más, de carne y hueso, que no podía garantizarle la victoria a su pueblo en una guerra de hecho perdida tras la caída de las bombas de Hiroshima y Nagasaki.

La Presa de Kenzaburo Oé (1935), novela corta que lo hizo merecedor del prestigioso premio Akutagawa para jóvenes escritores, haría decir a uno de los jurados, Yukio Mishima, que “la cúspide de la literatura japonesa actual hay que buscarla en Kenzaburo Oé”. Tiempo después, su adaptación sería llevada al cine por Nagisha Oshima. ¿Por qué tanto revuelo ante una novela que ocurre en una aldea de viejos campesinos, aislada en una tierra de nadie, contada a través de los ojos de un niño huérfano de madre, y que de refilón ve pasar ante sus ojos uno de los acontecimientos más significativos del siglo XX, la Segunda Guerra Mundial?

Oé ha dicho que cuando escribe imagina un espacio mítico, anterior a la Historia, un valle al fondo de un bosque, en la isla de Shikoku, donde creció, probablemente el escenario en el que se lleva a cabo La Presa. Dice querer inventar una verdad, un universo donde lo sagrado pueda sobrevivir. Eso sagrado que los japoneses de su generación sintieron les fue arrancado por una guerra que era sólo “para entonces una majestuosa leyenda mantenida durante demasiado tiempo y carente de atractivo, (y que) vomitaba un aire corrompido”. Y lo sagrado no lo dice por la pérdida del valor imperial, aún cuando esto sea sintomático de la nueva manera de ver al mundo a la que tuvo que atenerse el Japón: cambiar los dioses del hogar por una nueva realidad, no carente de solemnidad religiosa, que llegaba en aviones enemigos, “pájaros de una especie rara”. Esa realidad será la llegada de un avión a la isla de viejos cazadores, quienes toman por ‘presa’ a un gigante negro que apestaba como un buey, de quien los niños dirán: “aquel soldado negro era para nosotros una especie de magnífico animal doméstico, una bestia genial”, quien termina convirtiéndose en algo que llena por completo la vida cotidiana de los niños de la aldea hasta sus finales consecuencias.

En la transición entre dos mundos, entre lo urbano y lo rural, lo masculino y la ausencia de lo femenino, Oé nos habla de ese cambio (no sólo en lo externo), que fue tarea obligada para los japoneses de su generación, sin sus viejos dioses y obligados a recibir lo que traían los extranjeros victoriosos. No en vano pregunta: ¿quién hubiera imaginado jamás que aquella guerra tuviera que llegar hasta nuestra aldea?