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"Sólo en la cárcel del Buen Pastor de Bogotá, que tiene 1.000 internas, asiste un siquiatra una vez por semana".

DRAMA

“Las presas en Colombia están en condiciones deplorables”

Un informe de la Procuraduría retrata la dramática realidad que viven hoy miles de mujeres en las cárceles de Colombia. La situación de las reclusas es deprimente. Ni siquiera les dan toallas higiénicas. Hay explotación laboral, drogadicción y un hacinamiento inhumano.

Juan Esteban Mejía Upegui
25 de enero de 2007

Las 3.593 reas que hay en el país viven mal. La frase es corta pero su significado encierra un drama inmenso que la mayoría de los colombianos ni siquiera pueden imaginar.

Y la afirmación de que sus condiciones de vida diaria sean deprimentes no es una simple frase al azar sino la conclusión de un exhaustivo informe que realizó la Procuraduría General de la Nación en 56 de las 62 cárceles de mujeres que hay en Colombia.

La idea del estudio era evidenciar si en aquellas reclusiones se estaban respetando los derechos de las prisioneras. Pero los análisis arrojaron sorprendentes irregularidades. En aspectos tan cotidianos como el aseo, los servicios sanitarios y la salud, quedó claro que no hay garantías para una vida digna.

Resulta que a las mujeres reclusas no les suministran, ni siquiera, toallas higiénicas. Los pocos implementos de aseo con que cuentan son entregados a manera de recompensa por buen comportamiento o en fechas especiales, pero sin ninguna periodicidad.

En algunas ocasiones, la procedencia de los materiales para el aseo proviene de donaciones de instituciones privadas o de iglesias. Las razones que le dieron las directivas de los centros penitenciarios a la Procuraduría por la falta del suministro de esos implementos, fue la escasez de presupuesto.

A eso se suma que los sanitarios y las duchas deben ser compartidos por varias reclusas y, en ocasiones, ni siquiera tienen puerta. A la hora de comer, las cosas no mejoran. Los espacios donde ellas toman sus alimentos diarios son sucios y desordenados.

En materia de salud, la Procuraduría encontró que sólo en dos cárceles hay ginecólogo. En las otras, son médicos generales los encargados de aliviar todas las enfermedades de las reclusas. Sólo en la cárcel del Buen Pastor de Bogotá, que tiene 1.000 internas, asiste un siquiatra una vez por semana.

Hacinamiento, drogas y poder

Todo esto ocurre a pesar de que la Corte Constitucional dice que el Estado debe satisfacer las necesidades de las personas privadas de la libertad “a través de la alimentación, la habitación, el suministro de útiles de aseo, la prestación de servicios de sanidad, etc”.

Esta norma termina de infligirla la sobrepoblación que se presenta en los pabellones y las habitaciones donde duermen las reclusas.

Se dice que en las cárceles de mujeres hay un total de 4.259 cupos y sólo están ocupados 3.593. Sin embargo, la Procuraduría encontró que esos puestos se refieren al número de camas que hay. Es decir, si por ejemplo en una habitación de cuatro personas, acomodan cuatro camarotes, hay ocho cupos, pero en realidad se duplica la población para esa habitación.

Esa situación hace que 60 de cada 100 presas ocupen dormitorios compartidos por más de cinco personas, cuando las habitaciones son hecha para máximo cuatro ocupantes. Los mayores hacinamientos están en cárceles de Yopal, Santander de Quilichao, Ocaña, Arauca, Medellín, Sincelejo y Viejo Caldas.

En esos pequeños espacios, conviven mezcladas mujeres que apenas están sindicadas y otras que ya cursan sus condenas, sin ningún tipo de clasificación para separar las unas de las otras.

Eso permite que mujeres que han resultados culpables de delitos, compartan el mismo sitio con otras que, quizá, son inocentes. En ese panorama, la Procuraduría encontró que la mayoría de las condenadas están allí por delitos relacionados con estupefacientes.

Tal vez, esas relaciones de reclusas sindicadas y condenadas por estar involucradas con las drogas son las causantes de que mujeres que, sin ser adictas antes de ingresar, adquirieron el vicio dentro del penal. Tal situación ha desencadenado en círculos de poder, donde hay reclusas que regulan, incluso, la distribución de los pocos implementos de aseo.

La Procuraduría estableció que aquellas mujeres que se volvieron adictas terminaron convirtiéndose en correos en el interior de la cárcel para poder pagar las deudas con quienes les proveen la droga.

El tema de la drogadicción no es ajeno a las autoridades. Ellas prestan atención, pero con tratamientos que se basan en un medicamento llamado Rovotril, que genera dependencia si no está bajo una estricta supervisión médica, que no se ve en las reclusiones.

Por si fuera poco, lo único que se ha implementado para la prevención del consumo son requisas delante de todas las demás internas.

Precisamente, ante este tipo de medidas, la Corte Constitucional dice que “no es razonable que las autoridades ordenen (…) intervenciones corporales masivas e indeterminadas, a fin de confirmar sospechas o amedrentar a posibles implicados, así fuere con el propósito de mantener el orden y la seguridad, cualquiera fuere el lugar (…)”.

Para la Procuraduría, este no es el único método que utilizan en las cárceles de mujeres para obtener información sobre las reclusas. Allí, las directivas suelen usar informantes anónimos que dan partes constantes sobre las actividades de las otras presas.

La actividad representa varios peligros. Por un lado, si el informante es descubierto por las demás reclusas, pude recibir reprimendas de todo tipo. También puede ocurrir que aporte información falsa para involucrar a otros internos en hechos que no han cometido. “Esa medida puede generar tensión, suspicacia y violencia”, opina la Procuraduría.

Explotación laboral

En ese ambiente viven las reclusas y en medio de un limbo en el que no tienen nociones de su situación jurídica, a pesar de que deberían estar al tanto de sus procedimientos. No conocen las posibilidades de acceder a beneficios como permisos o libertad anticipada.

A este respecto, se encontró que en menos del 30 por ciento de las cárceles, hay una oficina jurídica encabezada por un abogado titulado y en la mayoría de los casos no cuenta con el apoyo de más profesionales en derecho.

En el resto de las cárceles, sucede que las oficinas jurídicas están bajo el mando de personas sin formación jurídica o, simplemente, no existe quién las coordine.

La falta de información sobre sus derechos ha permitido la explotación laboral de las reclusas. Dentro de los penales, ellas suelen emplearse en actividades manuales como la elaboración de tarjetas, flores, muñecos de peluche y actividades de aseo y cocina.

“A quienes trabajan para contratistas externos, por ejemplo, en maquilas o como parte de procesos de producción o empaque, se les remunera por piezas terminadas, y en promedio, a pesar de trabajar ocho horas diarias, el pago no alcanza a los 100.000 pesos mensuales”, anota la Procuraduría.

Otras mujeres que trabajan en jardinería, reparación de las instalaciones y aseo, reciben de parte del Inpec un salario de 2.000 pesos diarios. Sólo las que trabajan en la cocina tienen como remuneración un salario mínimo mensual.

Por su parte, las mujeres que trabajan en artesanías, deben conseguir los materiales y comercializar sus productos por medio de sus familias.
Todo esto, hizo que la Procuraduría, al final de la investigación, concluyera que “las condiciones de respeto y garantía de los derechos humanos de las mujeres privadas de la libertad son aún precarias”.