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Portada de "Magazín al día" en la que aparece la ex diva de la televisión Virginia Vallejo.

Opinión

Las tetas de Virginia

Antonio Caballero, columnista de ARCADIA, comenta sobre el último libro de la ex presentadora de televisión, Virgina Vallejo... y sobre sus tetas

9 de noviembre de 2007

Lo pueden ustedes ver en la fotografía: Virginia Vallejo, que es una mujer muy bella,
se hace retratar desnuda pero no muestra las tetas. No es que eso sea obligatorio, por supuesto. Pero ¿para qué, si no va a revelar nada, se desnuda ante el fotógrafo? Lo mismo pasa con el libro que acaba de publicar contando a medias su largo romance con el difunto asesino y narcotraficante Pablo Escobar. Como dice el escritor Óscar Collazos en su columna del periódico, “sus verdades más profundas no están en lo que dice; están en lo que calla”.

O sea: en las tetas.
Entonces ¿para qué escribe el libro? (O, en lo que se refiere a lo que queda oculto, ¿por qué lo publica ahora? ¿Y quién fue su, digamos, corrector de estilo?).

El principal motivo de la autora es, claro, el de satisfacer su narcisismo.

Rara vez, desde que aparecieron las memorias del general Tomás Cipriano de Mosquera (y no excluyo ni siquiera el Soy libre de Álvaro Gómez Hurtado), se había visto en Colombia un libro tan desaforadamente megalomaníaco como este de Virginia Vallejo. Solo cabría compararlo, si acaso, con La rabia en el corazón de Íngrid Betancourt. Hasta en el título: Amando a Pablo, odiando a Escobar, pensado en inglés (Loving Pablo, Hating Escobar) con la edición norteamericana en mente, como el de Íngrid está traduciendo del francés (La rage au coeur) con miras al público de Francia. El texto, por su parte, está redactado en un castellano neutro (“auto” en vez de “carro”, por ejemplo), con los colombianismos subrayados por una advertencia (“para decirlo en buen colombiano”), para así facilitar una difusión continental: si algo aprendió Virginia Vallejo de los negocios de su novio es que el mercado global es uno solo. Y ese texto, larguísimo, se puede desglosar en tres aspectos: el de los chismes sociales, el de las charlas líricas y el de las revelaciones sensacionalistas, que es el más esperado de los tres.

Los chismes se refieren a con quién se acostaba –o, más bien, a quién quería acostarse con– Virginia Vallejo: la presentadora de televisión más famosa, más deseada, más inteligente, más elegante, más culta, más sofisticada, más íntegra, más linda, más distinguida, más, más (salvo este último “más”, todos los demás calificativos son de la propia autora). Y la lista es larga: aparte del propio Pablo Escobar (un hombre físicamente feo, pero con un corazón de oro) figuran en ella todos los multimillonarios de Colombia y del extranjero, sean narcos caleños o príncipes sicilianos, banqueros o cerveceros o magnates de la prensa, todos unidos en una misma loca pasión unánime por la diva (este calificativo también es de su cosecha). Con la excepción de un hijo de ex presidente colombiano dueño de una revista, “alto y bello” pero “de hielo”, a todos la generosa diva les dijo que sí.

Las charlas líricas (a veces soliloquios de la autora librada a sí misma, a veces sesudas conversaciones con los asombrosamente cultos Pablo Escobar y Gilberto Rodríguez Orejuela) son verdaderamente abrumadoras: Renoir y Walt Whitman, el número áureo de Fibonnaci, Toscanini y la forma correcta de comer espárragos, la “petite histoire” (el chisguetito en francés es de la autora) de las grandes familias colombianas, unas flores llamadas phalenopsis (¡orquídeas, so ignorante!), el último teorema de Fermat, las canciones de John Lennon, la revolución sandinista, Napoleón y Josefina, los pobres, Joseph Conrad, Neruda, Nicolás Gómez Dávila, el mercado de diamantes en Amberes, las subastas de arte de Sothebys, el aire diáfano de la “Hacienda Nápoles” en Puerto Triunfo, The Economist, la pintura de El Greco, los restaurantes de Lucerna y de Nueva York. Y están intercaladas de tórridas escenas de pasión erótica en las que Pablo y Virginia luchan desnudos ante un espejo por la posesión de una pistola Beretta, convertida ella en una bellísima estatua de oro, o caen rendidos de deseo sobre un vasto lecho de sábanas revueltas:

“Me arranca la parka (de Hermès), desgarra mi blusa (de Thierry Mugler), me zarandea como a una muñeca de trapo y comienza a violarme mientras gime y aúlla... Soy profunda e inmensamente feliz”.

El tercer aspecto, el de las revelaciones estremecedoras de la única persona que conoció los más ocultos secretos y las más altas complicidades culpables del más implacable y terrible criminal de toda la historia humana, son bastante decepcionantes. A veces sale por ahí Enrique Sarasola, el difunto millonario amigo del ex presidente del gobierno español Felipe González, o Iván Marino Ospina, el difunto dirigente del M-19, o Gloria Gaitán, la hija del difunto Jorge Eliécer. Cosas así. Se cuentan historias ya sabidas sobre la financiación de viejas campañas presidenciales en Colombia por el dinero de los narcos o sobre remotas guerras entre el cartel de Cali y el de Medellín, o alguna anécdota insustancial sobre Rodríguez Gacha, ‘el Mexicano’. Pero no hay nada nuevo. Nada interesante. Quiero decir: no sale ninguna teta en la fotografía.

Salvo una: la que tiene la cara del doctor Álvaro Uribe Vélez, actual presidente de la República, cercano amigo –cuenta la autora– de Escobar. “Sin él, Pablo no sería archimillonario; y sin Pablo, Alvarito no sería senador”. Y es curioso que de todas las muchas tetas que sin duda tiene ocultas Virginia Vallejo, como la diosa Artemisa de los efesios, sea justamente esa la única que haya escogido mostrar. Ella o su, digamos, corrector de estilo: el funcionario de la DEA o de la CIA, del Departamento de Estado o del Internal Revenue Service de los Estados Unidos que le ayudó a la diva a redactar su novela de amor en su refugio de Miami, y que, a cambio de garantizarle el privilegio de testigo protegido de la justicia norteamericana, seleccionó entre sus recuerdos los que podía y los que debía contar. Y los que todavía no.