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EN MARCHA BOGOTA 39

Los asesinos prudentes

Margarita Valencia escribió para Arcadia el siguiente artículo que pasa revista a todos y cada uno de los escritores elegidos por el evento literario Bogotá 39. La editora los leyó a todos y presenta aquí su tajante veredicto. ¿Goza de buena salud la nueva literatura?

Margarita Valencia
23 de agosto de 2007

Hay una pila de libros en el escritorio: es la obra de gran parte de los escritores de Bogotá39, selección hecha a partir de más de trescientos candidatos. Su reunión en agosto de 2007 celebra la designación de Bogotá como Capital Mundial del Libro. Celebra también la buena salud de la literatura latinoamericana: aunque faltaron algunos nombres entre los elegidos, y también faltaron algunos de los elegidos en la pila, la masa física es impresionante. Además de alta, la pila es apetitosa: hay varias joyas en ella, y eso ya es tranquilizante y emocionante. Es una pila sustanciosa: hay muchos escritores en ella, y aunque algunos aún no han encontrado la veta, están lejos del genio, o nunca serán mejores, de la mayoría se puede decir sin temor que son creadores. Y eso también es emocionante y tranquilizante. Algunas cosas los hermanan: son esos puntos en común los que quisiera resaltar, quizás con el ánimo de justificar una lista que siempre será caprichosa. Veintiocho escritores en un mes: he corrido la maratón. Emprendí la tarea con hambre pero sin muchas expectativas. La terminé satisfecha. No de todos tengo algo qué decir y habría que achacar ese silencio a las inevitables afinidades del lector.

Del boom a McOndo y el crack

¿Cómo no empezar con el boom? En la primerísima página de su inevitable Historia de la literatura hispanoamericana, de 1954, Enrique Anderson Imbert hizo la cuenta de los autores hispanoamericanos que habían hecho una “contribución efectiva a la literatura internacional” y no llegó a veinte: deplorable. Rulfo había publicado Pedro Páramo y Borges ya era el secreto mejor guardado del continente, pero quizás entre los diez que no nombra Anderson Imbert estaban ellos, y Silva, y Barba Jacob, por ejemplo. No sabemos y no importa. El caso es que después fue el boom. García Márquez, Vargas Llosa, Fuentes, Carpentier (Carpentier es uno de los escritores más interesantes e ignorados de esa generación). No hay para qué alargar la lista. En menos de veinte años el guarismo de la contribución efectiva de la literatura hispanoamericana a la literatura internacional cambió radicalmente; empezamos a existir, y de qué manera.

“La… aproximación a la literatura que esbozó Borges y que hoy representan autores tan aparentemente disímiles como Cortázar y García Márquez ha hecho tabla rasa de credos, de valores y de nombres que hasta hace poco parecían falsos, pomposos, arbitrarios, lo que sea, pero asimismo, desalentadoramente sólidos”. Con estas palabras expidió Hernando Valencia Goelkel la cédula de ciudadanía de la generación que alcanzó su mayoría de edad a finales de la década de 1960 –cuando esta que nos ocupa hoy empezaba a nacer– y que aportó a la literatura del continente “el desenfado, una de las formas más altas de libertad”.

Después vino la academia, la responsabilidad, la madurez, la seriedad, la entronización: el pasado Congreso de la Lengua en Cartagena celebró desaforadamente los ochenta años de Gabriel García Márquez y los cuarenta de la aparición de Cien años de soledad, pero ninguno de los muchísimos discursos mencionó la osadía con la que García Márquez había tratado el español y su capacidad para hacerlo decir cosas que no había dicho nunca con unos giros y unos ritmos hasta entonces desconocidos.

Quizá la razón de este silencio hayan sido las agrieras que no tardaron en reemplazar la maravillosa juerga del boom, y el talante avinagrado que suele acompañarlas. Cuesta trabajo recordar la fascinación que produjo la lectura de Cien años de soledad la primera vez (y la segunda, y la tercera…) a la luz de la “frivolización que de sus obras hicieron sus imitadores”, de la caricaturización que creó esperpentos, “no solo de la literatura sino del continente latinoamericano”. La cita es de Ignacio Padilla, de “McOndo y el crack: dos experiencias grupales”, uno de los textos publicados a raíz de la reunión de doce jóvenes escritores latinoamericanos que promovió en Sevilla Adolfo García Ortega, de Seix-Barral. En tono de reflexión madura, Padilla revisa sus tropelías pasadas y explica que la “artillería juvenil de los autores y los textos de McOndo y del crack no iba en modo alguno dirigida a los representantes del boom…” No sobraba la aclaración, porque a diferencia de ellos –más cautos y más prudentes en todo–, los militantes del boom prescindieron de sus padres sin piedad y empezaron el mundo a partir de cero, sin una tradición que los esclavizara.

McOndo, la antología elaborada por Alberto Fuguet y Sergio Gómez, se publicó en Barcelona en 1996, e incluía cuentos de diecisiete autores hispanoamericanos (el único que repite en Bogotá39 es Leonardo Valencia) nacidos después de 1959, en particular entre “1959 (que coincide con la siempre recurrida revolución cubana) y 1962 (que en Chile y en otros países es el año en que llega la televisión)”. Ese mismo año, en agosto, se leyó en Ciudad de México el Manifiesto Crack. Sobre ellos se pronuncia con afecto y buen humor la escritora mexicana Elena Poniatowska: “Los seis miembros del crack: Jorge Volpi, Pedro Ángel Palou, Vicente Herrasti (quien había vivido en Edimburgo y escribió sobre Escocia), Ignacio Padilla, Ricardo Chávez Castañeda y Eloy Urroz irrumpen en la escena con violencia: ‘Vamos a apostar por la novela ambiciosa, la novela total, la que busca crear un mundo autónomo en el lector, la que rescriba la realidad, una novela que verdaderamente diga algo’ […] La verdad, los escritores del crack le tiraron siempre a la sofisticación, a escribir sobre temas internacionales, que interesaran en Alemania, Francia, Italia e Inglaterra. Habían leído a Broch y a Musil, traducidos por sus abuelitos literarios: Pitol y García Ponce. (Eran un poco esnobs, la verdad). Imposible permanecer tras la cortinita de nopal que tanto enfureció a José Luis Cuevas. Una vez profesionalizada la carrera de escritor por Carlos Fuentes, ellos se lanzan a las grandes avenidas. Nada de Allá en el rancho grande, nada de color local.”

La generación de Bogotá 39

Sé bien –porque asistí a la presentación de la idea por parte de los organizadores del Festival Hay de Literatura y a su posterior adopción por parte de la Secretaría de Cultura– que fue el azar el que quiso que el tope superior de edad de los elegidos para el grupo fuese de 39 –no de 40, la propuesta inicial–, o sea los nacidos en 1968 (seis nacieron ese año; dos el año siguiente; dos, en 1981; y el resto, en la década de 1970). No deja de ser significativo, sin embargo. La generación del 68 “dejó humor, melancolía y desastre”, dice Enrique Vila-Matas, y la fecha aun representa con gracia a una generación más o menos comprometida con Marx y/o Timothy Leary, el amor libre (¿?) y los bluyines de marca. Es preferible mayo del 68 al narcotráfico y Fidel Castro, su verdadero legado.

También en el 68 se cumplen los quince años que prescribe Ortega y Gasset para que una generación separe a los escritores de Bogotá 39 de Roberto Bolaño (1953 - 2003), su héroe indiscutido. La numerología nos favorece. Porfiemos. Hay cuarenta y un países en América Latina y el Caribe, en los cuales se escribe en cinco lenguas oficiales: español, holandés, portugués, inglés y francés. Entre los escritores hay representantes de diecisiete países que escriben en inglés, español y portugués (si bien los dos que escriben en inglés no representan países en donde se hable el inglés oficialmente). Siete son mujeres, dato que hay que mencionar porque las cinco escritoras leídas forman un conjunto con más oficio, que aborda los temas con más conocimiento y profundidad, se arriesga más, suena menos pedante, se divierte más escribiendo y es más divertido de leer: el libro de cuentos de Claudia Hernández no se parece a ninguno de los otros, y tampoco la novela policíaca de Gabriela Alemán. Pero estas dos últimas y Pilar Quintana padecen editores locales que no quieren o no pueden promoverlas con más entusiasmo. Tres han ganado premios. Dos son cubanas.

Sin embargo, la voz más contundente es, a mi juicio, la del chileno Alejandro Zambra, autor de Bonsái y de La vida privada de los árboles.

Muchos (pero no todos) publicados por editoriales españolas: Alfaguara, Seix-Barral y Mondadori, y las independientes Anagrama, Funambulista y Lengua de Trapo, y viven en Europa o Estados Unidos. No obstante, solo se consiguieron libros de seis de ellos en una primera ronda de librerías. (No estaba, por ejemplo, En busca de Klingsor, una novela excepcional que mereció el premio Biblioteca Breve en 1999, cuando Jorge Volpi apenas tenía treinta y un años.) Bogotá 39 tendría que ser un campanazo para lectores y editoriales, que provoque una mejora sustancial en la distribución de jóvenes autores.

El miedo y la vida tal como es

La preocupación política que permeaba (y también moldeaba y deformaba) la literatura latinoamericana desde sus orígenes empezó a desdibujarse en la narrativa de finales del siglo xx, reflejo del desencanto y una cierta indiferencia o cinismo que reemplazaron el activismo de los sesenta y los setenta.
 
“En gran medida –escribió Bolaño–, todo lo que he escrito es una carta de amor o de despedida a mi propia generación, los que nacimos en la década del cincuenta y los que escogimos en un momento dado el ejercicio de la milicia, en este caso sería más correcto decir la militancia, y entregamos lo poco que teníamos, lo mucho que teníamos, que era nuestra juventud, a una causa que creímos la más generosa de las causas del mundo y que en cierta forma lo era, pero que en la realidad no lo era”.

Los jóvenes protagonistas de las novelas de los sesenta y los setenta, como los de ahora, se reunían en bares y fumaban y bebían y, si tenían suerte, se iban a la cama; los protagonistas jóvenes de las novelas del siglo xxi además fuman marihuana o se chutan o inhalan cocaína con más desvergüenza que los de los setenta. Pero mientras que aquellos vivían protegidos por la certeza expresa o implícita de que a la vuelta de la esquina los esperaba el futuro que ellos mismos estaban creando, a los de ahora nada los protege, nadie los espera. La marihuana, la cocaína y el basuco (en ese orden) compartieron el camino con la revolución durante unos años, pero inevitablemente el sueño de la revolución se esfumó entre el dinero fácil de la cocaína o los vapores de la resaca (dos caras de la misma moneda) y resultó ser igualmente efímero. La patria, por supuesto, desapareció y fue reemplazada por el barrio. Y el escenario nacional cedió su lugar a la relación minuciosa y obsesiva de la vida cotidiana, una vida llena de frustraciones, de la pesadez de la vida urbana, de la lentitud del no futuro. Los artistas del medio siglo se sentían héroes cuando creaban (o cuando hablaban de crear mientras fumaban baretos); los artistas de comienzos del siglo xxi son desempleados que se preocupan por el arriendo el mes entrante, cuando no tienen que cuidar de una generación de padres que nunca maduró –a pesar de lo cual sigue espetándoles su falta de compromiso, sin admitir que se quedaron enganchados en una izquierda tan beligerante como ingenua, y en la fantasía del sexo fácil.

De allí la justeza de la apreciación de Bolaño cuando escribe: “¿De dónde viene la nueva literatura latinoamericana? La respuesta es sencillísima. Viene del miedo. Viene del horrible (y en cierta forma bastante comprensible) miedo de trabajar en una oficina o vendiendo baratijas en el paseo Ahumada. Viene del deseo de respetabilidad, que sólo encubre al miedo”.

El miedo es el protagonista principal de Parece que va a llover, de Ricardo Silva (Colombia, 1975). “Este es el miedo. Lo ocultamos durante años como si se tratara de un monstruo en las alcantarillas, […]pero ha vuelto así sin más, como si se tratara del escenario de nuestras vidas… ”. Juana Villegas, la protagonista, tiene miedo de su fracaso profesional, tiene miedo de su próximo matrimonio, tiene miedo de haber perdido para siempre al amor de su vida, tiene miedo de abortar.

El miedo es también el protagonista de la novela de Wendy Guerra (Cuba, 1970), Todos se van, narración en forma de diario que empieza en 1978, cuando la escribiente tiene nueve años, y termina en 1990: “A veces me gustaría ampliar las páginas del diario a gran escala y exponer las hojas en esta galería […]. Mi madre se moriría de miedo”. A diferencia de Antonio Ungar (Colombia, 1977) en su breve novela de infancia Las orejas del lobo, Guerra logra crear la ficción de una voz infantil que crece contra el telón de fondo de una Cuba cada vez más malograda; de la estirpe de Las cenizas de Ángela, Todos se van no tiene, sin embargo, una gota del sentimentalismo y el melodrama de aquella, de modo que resulta genuinamente pavorosa en su desolación: “Estoy en La Habana, lo intento, trato de avanzar cada día un poco más. […] De este lado sigo escribiendo mi diario, invernando en mis ideas, sin poder desplazarme, para siempre condenada a la inmovilidad”.

Si en La Habana es la condena, en México es el anhelo, pero el motor allá y aquí es el miedo: “Estoy devastado”, confiesa el narrador de Hombre al agua, de Fabrizio Mejía Madrid (México, 1968) –una novelita muy desigual, a ratos brillantísima–. “Tengo la sensación de que estoy viviendo mis últimos días en esta ciudad”; una ciudad donde “nunca hemos tenido espacio”, donde “nunca hay vacíos”, donde el yo se disuelve entre la multitud, y sin embargo Urbina conspira para que alguien –un desconocido, un amigo, da lo mismo– se vaya y le deje su lugar: “El hecho es que si tan solo uno de esos se fuera de la ciudad yo podría quedarme con su empleo. Suena simple. Pero no lo es, porque para que el sujeto en cuestión se vaya de aquí, debe sentir un profundo miedo”.

El asfalto y el humor

Los personajes literarios de Bogotá39 tienen miedo de conseguir un empleo o de no conseguirlo. Tienen miedo porque saben que la vida es difícil y no tienen sueños grandilocuentes donde refugiarse. Saben, asimismo, que toda situación es susceptible de empeorar y tienden, los más sabios, a la inmovilidad, con la esperanza de pasar desapercibidos. Hay más Bartlebys por centímetro cuadrado en la literatura latinoamericana actual de los que hubiera podido soñar Melville; o Vila-Matas, que es el otro héroe literario de esta generación. Pero en su versión contemporánea y urbana brota por todas partes el humor, un ingrediente escasísimo entre los escritores de generaciones anteriores. Sin embargo es un humor que a veces tiende a estancarse en el chiste, y por ende en la caricatura y en el lugar común.

Los colombianos, en particular, exhiben la odiosa tendencia al chiste y el estereotipo como una barrera contra la realidad (lodosa y difícil). Parece que va a llover, de Silva, sería una novela perfecta de no ser por la tendencia del escritor al humor insustancial e irritante de niño bien de colegio privado. Leer Recursos humanos, de Antonio García (Colombia, 1972) es como leer a un Kafka que se nos hubiera quedado en el bolsillo del pantalón y hubiera padecido lavadora, secadora y plancha. El chiste parecería eximir al autor de la ironía, de la tarea pesada de pensar a los personajes más allá del nombre y de la ropa, y de unas actitudes sacadas de las comedias de televisión de los setenta. García escribió esta novela gracias al Programa Rolex de Maestros y Discípulos, bajo la tutela de Mario Vargas Llosa: un premio que puede llegar a ser una manzana envenenada, a juzgar por la unanimidad alrededor de la calidad de la primera novela de García (Su casa es mi casa).

La novela de Pilar Quintana (Colombia, 1972), con el muy comercial y engañoso título de Coleccionistas de polvos raros, es espléndida hasta que la autora decide volver la suya una novela de Laura Restrepo meets Jorge Franco, con niños bien, narcos, señoras y otros exponentes predecibles de una colección de estereotipos pretendidamente graciosos o significativos: “El Mono Estrada menor se monta en su Ford Explorer rojo Marlboro y el Mono Estrada mayor en su Nissan Pathfinder azul medianoche”, etcétera.
Otro aire, más liviano y al mismo tiempo más mordaz, se respira en Cien botellas en una pared (Ena Lucía Portela, La Habana, 1972, Premio Jaén de Novela 2002), una novela que se burla del horror habanero para poder mostrarlo sin repelencias, y crea una Lazarilla moderna y entrañable que pasa hambre, es golpeada y maltratada por amigos y enemigos, y aprende que los sobrevivientes siempre serán hermanos, cualquiera que sea su condición.


De qué hablamos cuando hablamos  de amor (y de thrillers)
 
La vida cotidiana, ese viscoso fluir de las horas sin sentido en la ciudad, es el terreno común de la literatura de Bogotá39. Y fluye bastante bien, siempre y cuando no hablemos de amor (o de sexo, o de las dos), terreno en el cual muchos se empantanan. El que más, Gonzalo Garcés, en su novela Los impacientes (Argentina, 1974, Premio Biblioteca Breve 2000). Si Ricardo Osorio, de Recursos humanos, es una caricatura de los mandos medios en el mundo industrial, los personajes de Los impacientes, Mila, Boris y Keller, son la caricatura de la juventud latinoamericana. Boris es músico (el artista comprometido con su arte y el amigo bondadoso), Keller es filósofo (muy petulante) y ella… ella escribe ocasionalmente en un periódico, pero lo que importa es su pasado tormentoso, sus profundos conflictos (“…con esa media sonrisa que podía significar conmoción, meditación profunda o la más desolada indiferencia”) y su bonitura, ¡faltaba más! Los tres van y vienen por un escenario urbano neutro y sin personalidad, y se ocupan sin mucho entusiasmo de formar un triángulo amoroso cuyo fundamento afectivo y sexual parece tomado de una película de soft porno. Garcés juega a las muñecas con los personajes de su novela, absolutamente investido de la seriedad de su papel de adulto.

En el otro extremo, Bonsái y La vida privada de los árboles, de Alejandro Zambra (Chile, 1975), exhiben una inteligencia afectiva excepcional (en esta y en las generaciones anteriores), apareada con un gran refinamiento literario. Zambra cuenta historias complejas y seductoras sin muchos aspavientos, y es contenido y preciso; registra minuciosamente, como en un documental a la manera de la National Geographic, la vida emocional de sus personajes –hombres y mujeres jóvenes normales, sin mayores distintivos– y el proceso de escribir sobre ellos. El resultado son dos novelas cortas, muy sobrias, muy bellas, con una belleza reposada que se deja examinar una y otra vez.

El centro definitivamente ha sido colonizado por las mujeres, mucho más perspicaces y finas a la hora de sondear en el peligroso terreno de las relaciones afectivas y del sexo: Ena Lucía Portela pasa por toda la gama de las relaciones sexuales con genuino desenfado y mucha gracia, e impone su ritmo en una sociedad en la que “mucha gente desprecia a los maricones”. Wendy Guerra describe con suma inteligencia las redes que tejen los adultos en la vida de su diarista, y sabe contar lo que ve sin melindres y sin opacidades. Pilar Quintana, en su retrato de La Flaca, protagonista de Coleccionistas de polvos raros, prescinde de todo lo que hizo la fama de Rosario Tijeras: el melodrama histérico, el malditismo, el vudú del sicariato. Tiene implantes de silicona, pero no son el centro de su ser. Tiene un apartamento que paga el novio narco, a quien sedujo para huir de su destino. Y no tiene nada más: “La Flaca se mantiene sola todo el día. Se aburre. Sale a la calle. El sol le pega en los ojos y los tipos le echan piropos. Sonríe y cuando se da cuenta ya está hablando con uno. Lo invita a su apartamento, no con la intención de tener sexo, sino para pasar un rato en compañía de alguien que no se llame John Wilmar. Pero tarde o temprano, de un modo u otro, el tipo se lo termina pidiendo y La Flaca, dándoselo”.

María Gabriela Alemán (Ecuador, 1968) también se siente muy a sus anchas en el escabroso mundo del sadomasoquismo, alrededor del cual arma una novela policíaca sólida y creíble. Y a pesar de que se pierde un poco en la historia secundaria (un padre alcohólico con un oscuro pasado nazi), describe con tino el medio universitario en el que se desarrolla la trama, tan sórdido como el ambiente de perversiones sexuales debidamente aderezado con el discurso académico acerca del deseo.

Body Time es la más conservadora (en lo formal) de las policíacas, sobre todo si se la compara con Uñas asesinas, novela corta de Rodrigo Blanco Calderón (Venezuela, 1981), una especie de Ventana indiscreta muy contemporánea, con mucha marihuana, y con un humor que no desmerece a Hitchcock de ninguna manera.

Y ya que el amor quedó atrás y aparecieron los thrillers, habría que hablar de Abril rojo, de Santiago Roncagliolo (Perú, 1975, Premio Alfaguara 2006), una novela interesante que se arriesga en lo formal (y trastabillea) y que además sondea en la historia de su país con ánimo de denuncia, en lo cual resulta una voz aislada en su generación (a excepción de Wendy Guerra).

El grito de independencia

Abril rojo es, sin embargo, una novela de largo aliento, sustanciosa y bien estructurada, impulsada por el ánimo de contar una historia que debe ser contada: la de los muertos anónimos de América Latina. Roncagliolo hace honor al propósito expreso del grupo del crack de crear novelas ambiciosas, que reescriban la realidad y que digan algo. Eso lo clasifica, junto con Juan Gabriel Vásquez, entre los seguidores de Jorge Volpi (México, 1968); su novela, En busca de Klingsor –que hurga en el tema de las investigaciones atómicas durante la Segunda Guerra Mundial–, marcó un hito generacional y dio el grito de independencia de su generación contra los esperpentos narrativos que los precedieron. Además Klingsor es una novela al modo clásico, casi un ejercicio intelectual, mesurado y profesional, que busca obligar a sus compañeros de generación a retomar el camino que perdieron sus antecesores. Otro tanto se puede decir de Los informantes, de Juan Gabriel Vásquez, que explora el tema de los inmigrantes alemanes en Colombia durante la Segunda Guerra Mundial.

El territorio mínimo del cuento

Pero en ningún terreno como en el del cuento es más evidente cuán desencaminados iban los padres. “El escritor puede –y debe– apropiárselo todo”, recomendó Valencia Goelkel; “pero requiere un territorio mínimo anterior en torno al cual pueda producir su anexión”. Hay grandes cuentistas en América Latina: Quiroga, Felisberto Hernández, Ribeyro y Onetti, para mencionar a los más obvios; Cortázar, tan desasido de los cánones, tan innovador e irreverente; y Borges, por supuesto, el gran Borges, a quien no se podía leer en los setenta porque la izquierda –con tanta ignorancia como tontería– lo puso a encabezar su lista negra. Los escritores jóvenes leen a Borges y también leen a Cortázar, pero a veces parece que los leen sin apropiarse de su sentido del humor. Quizás por eso cuando los imitan acaban sonando como un Borges circunspecto, que se toma más en serio su bagaje cultural que a sus lectores, o como un Cortázar más empeñado en ser original que en divertirse.
 
Hay grandes cuentistas latinoamericanos, pero no hay una escuela que sirva de territorio mínimo. De allí que tantos de los autores contemporáneos parezcan concebir el cuento como un ejercicio aburrido entre novelas; o peor aun –y siguiendo el mal ejemplo del buen Bolaño en Putas asesinas– como una buena manera de servir a la mesa los sobrados de la última novela; de allí también que tantos de estos malos cuentos sigan sonando patéticamente iguales a los malos cuentos de los setenta, apresurados, tramposos, sin iceberg que los mantenga a flote. Los cuentos de John Jairo Junieles (El temblor del kamikaze) evocan también los cuentos de los setenta, usualmente atravesados de una nostalgia floja, pero no caen en la bobería y se salvan por un toque de poesía aquí y allá que obliga al lector a olvidar ciertas asperezas, ciertos baches, y a dejarse llevar por las historias.

Pero es también aquí, en la región del malhadado cuento, donde los escritores se arriesgan más y de donde salen más fortalecidos. Los cuentos de Rolando Menéndez (Cuba, 1970), De modo que esto es la muerte, carecen a veces de la insistencia en la perfección que exige el género, pero anuncian a un escritor seguro de sí mismo, que no teme equivocarse. Los cuentos de la primera parte, “Hambre”, son efectistas, pero Menéndez a ratos logra deshacerse de la maldición de las tres últimas líneas en unos párrafos bien logrados, como este que aparece en el primer cuento sobre un cuatrero improvisado: “Según tengo entendido, se empieza por los perniles para asegurar la mejor parte. Luego se despanza, y ahí es donde dicen que el animal se estremece porque están sacando lo suyo. Dicen que los pulmones siguen respirando fuera de la vaca. Pero hay que despanzar (…)” (p. 12). Después va perdiendo el camino y empieza a deshilacharse en textos largos y tediosos que no van en realidad a ninguna parte.

No es el caso con De fronteras, de Claudia Hernández (El Salvador, 1975), innegable discípula de Cortázar: “Es incómodo que a uno le haga falta un brazo cuando tiene un rinoceronte…” empieza este volumen de dieciséis cuentos muy breves, que también acaba con un muy cortazariano “Manual del hijo muerto”: “Muéstrelo a familiares y amigos. Reparta fotografías de cuando vivía. Llore cada vez que alguien mencione su nombre”.

Pero en las cien páginas que van de un párrafo al otro, Cortázar solo aparece en el tono juguetón y la falta absoluta de ampulosidad, que marcan un contraste brutal con los temas que ocupan a Hernández: la muerte, la terrible soledad e inclemencia de la vida urbana, la indiferencia, y de nuevo la muerte. La sociedad que retrata sin aspavientos y sin editoriales es una sociedad corrompida hasta la médula, que se ha acostumbrado al mal olor:

“No sospechamos la noche anterior que el fino goteo que fue engrosándose se tratara de copos de caca que terminarían por alfombrar las calles, cubrir las ramas de los árboles, ocultar el pasto de los arriates… Tampoco sabíamos a quién llamar para que removiera esa sustancia que no dejaba salir nuestros automóviles y nos retrasaba para llegar al trabajo”. (“Lluvia de trópico”, p. 69)

También Pedro Mairal (Argentina, 1970) retrata despiadadamente una sociedad en decadencia en el cuento “Hoy temprano”, la descripción más precisa posible de la historia latinoamericana de los últimos veinte años –“los años pasan hacia atrás cada vez más rápido”– escrita con la economía de recursos de una tira cómica.
Los cuentistas más sobresalientes del grupo son los dos que escriben en inglés: Junot Díaz (República Dominicana) y Daniel Alarcón (Perú, 1976). “Tenía que pasar tarde o temprano”, escribe Alberto Fuguet, y Bolaño lo respalda cuando dice que “la patria de un escritor no es su lengua o no es solo su lengua sino la gente que quiere”. Tanto en Alarcón como en Díaz se ve la robusta tradición anglosajona del cuento, y el dominio de un oficio concebido como oficio, no como talento ni como inspiración, aunque a ambos les sobra de estos dos. También se ve por dónde van sus afectos: “República y Grau”, de Alarcón, cuenta la historia de un niño que empieza su vida profesional sirviendo de lazarillo de un ciego en una esquina limeña: “Se levantaron temprano en una mañana fría de cielos bajos y plomizos, y se dirigieron al centro (…) El ciego usaba un bastón de punta roja y conocía bien la ruta, pero apenas llegaron dobló el bastón y lo dejó en el separador. Sus pasos se volvieron inseguros, y Maico entendió que la pretensión había empezado”.

Díaz, por su parte, se ha ido adueñando de un territorio que va de República Dominicana a Nueva Jersey, una servidumbre por donde transitan de aquí para allá y de allá para acá los hábitos, los giros lingüísticos y las lealtades y adscripciones que tanto escandalizan a los puristas de ambos lados. Nada de eso preocupa a Junot Díaz, que se concentra en escribir los mejores cuentos de su generación. Acaba de aparecer su esperada novela, que promete estar a la altura de sus mejores cuentos.

El oficio del escritor

No estaría completo este fresco de Bogotá39 si dejara pasar el tema de la escritura, que salta en cada página: Eduardo Halfon (Guatemala, 1971) le dedica todo un libro, El ángel literario, un bonito texto que se enreda en formalidades –que ya resolvió, entre otros, Sebald– como las fronteras entre la ficción y el ensayo. De nuevo, fueron Bolaño y Vila-Matas quienes desbrozaron ese camino para los más jóvenes: “Yo vi La noche”, dice Vila-Matas, “y empecé a adorar la imagen pública de esos seres a los que llamaban escritores. Me gustaron, en un primer momento, Boris Vian, Albert Camus, Scott Fitzgerald y André Malraux. Los cuatro por su fotogenia, no por lo que hubieran escrito”. Zambra le sigue el juego cuando Julián, el personaje de La vida privada de los árboles, confiesa que quiere ser escritor, “pero ser escritor no es exactamente ser alguien”.

Y sin embargo hay escritores en Todos se van, en Una larga fila de hombres, en El temblor del kamikaze, en El ángel literario, en Cien botellas en una pared, en Bonsái… La lista es demasiado larga. El punto es que a estos escritores de Bogotá39 les preocupa el oficio.

Sus antecesores del boom se estaban inventando el mundo y asumieron la responsabilidad de narrar a América Latina, de crear a América Latina en el mundo a partir de su narración. Fracasaron, por supuesto. Estos escritores jóvenes, prudentes asesinos de sus padres, no quieren inventarse nada; solo quieren ser buenos escritores. Entienden que lo suyo es la ficción, no cambiar el mundo: “La novela en sí, a su juicio, era un género para tontos y mostrencos, verracos, mongoloides… que se mecían en el columpio de la idiotez con la necia esperanza de ser engañados”, escribe Portela.
Bolaño explicó en Caracas, en su discurso de aceptación del Rómulo Gallegos, que una escritura de calidad es “saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío”. Pero esa es una instrucción que vale para vivir, que es lo que les preocupa a los escritores de esta última generación. Por eso no son grandilocuentes (al menos no lo son deliberadamente). Por eso prefieren un tono menor, sin frases para la posteridad. Y esa es su marca y su gracia. El escritor inglés Jim Crace empezó una conferencia hace un par de años con la siguiente declaración: “Soy un escritor heterosexual blanco de los suburbios; una especie en vía de extinción”. Bromeaba, por supuesto. Crace sabe que la presencia de la literatura inglesa en el mundo quizás depende de pieles más oscuras, de prácticas sexuales menos ortodoxas, de vidas más escandalosas. Pero también sabe que la savia de la literatura inglesa son los escritores como él.

Me da gusto constatar que, por primera vez en la historia de la literatura latinoamericana, tenemos una armada de “escritores heterosexuales blancos de los suburbios”. Si perseveran, ninguno de ellos tendrá que volver a su patria chica en un tren amarillo cargado de lagartos y ministros, ni tendrá que padecer penosos homenajes nacionales con ex presidentes y reinas de belleza. Si perseveran, tendremos literatura latinoamericana para rato.