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Los desvaríos de la doctrina del mal menor

Rodolfo Arango*
15 de agosto de 2004

El desafío terrorista pone a prueba la justificación y la estabilidad de los regímenes democráticos. Un enfoque hobbesiano o schmittiano parte de una lógica implacable: en estado de naturaleza -al que algunos teóricos igualan los estados de excepción- no hay derechos; prevalece el más fuerte. En esta circunstancia, el gobierno está investido de todos los poderes necesarios para conjurar la crisis. Qué medidas se adopten, con qué intensidad y en qué circunstancias, son decisiones que quedan a discreción del detentador de la fuerza. Para este enfoque, al igual que en el pensamiento místico y religioso, la razón humana se suspende, y otro plano de justificación se impone en el ejercicio del gobierno: la salvación de los valores absolutos en los que se cree y profesa 'justifica' el empleo de todos los medios necesarios para alcanzar dicho propósito (lucha santa). En oposición a Hobbes, Kant sitúa la legitimidad (¡no la legitimación!) del poder estatal en el reconocimiento y respeto del valor intrínseco de la persona. Para la filosofía kantiana el respeto de la libertad y la dignidad humanas es una premisa necesaria de la vida en civilidad; ella no acepta la instrumentalización del otro. Condición de posibilidad de la democracia es la libertad de la persona y el reconocimiento de su igual valor, lo que supone tomarse en serio los derechos individuales, incluso en estados de excepción.

Michael Ignatieff propone la doctrina del 'mal menor' como justificación de la política antiterrorista (Lesser Evils, New York Times, 2 de mayo de 2004). Esta se basa en tres premisas: la lucha contra el terror por parte del gobierno estadounidense requiere necesariamente la violencia (coerción, operaciones encubiertas, engaño, incluso la violación de derechos); la doctrina del mal menor justifica hacer excepciones al Estado democrático de derecho, ya que para derrotar el mal se necesita también hacerlo (mediante la detención indefinida de sospechosos, el uso de coacción durante el interrogatorio, la muerte selectiva, la guerra preventiva); la utilización de la doctrina del mal menor debe estar bajo el control de instituciones libres y democráticas.

La doctrina del mal menor defiende, sin apoyo en referencia teórica alguna, un análisis coste/beneficio como criterio de decisión política en la lucha contra el terrorismo. La acción justificada admite ocasionarles daño a culpables o inocentes para prevenir un mal mayor. Este se iguala con la explosión de bombas nucleares, químicas o biológicas, el uso de aviones comerciales como armas de destrucción masiva, la toma de rehenes, etcétera. Su tesis es una mezcla de realismo, pragmatismo y utilitarismo político. Puesto que la doctrina del mal menor pretende ser una justificación moral del uso de la coerción oficial, tema central de la filosofía moral y política, ella merece ser analizada para determinar hasta dónde es racionalmente defendible a partir de dichas disciplinas.

Lo primero que debe anotarse es que la 'justificación' de una política no tiene que ver con la legitimación de un régimen, sino con su legitimidad. La legitimación consiste en la aceptación de la regla de reconocimiento (Hart) del sistema político por las autoridades y parte de la población. En contraste, la legitimidad designa la concordancia de los principios sustentados en la regla de reconocimiento del sistema con los principios de la moral crítica o ética (Ernesto Garzón Valdés, Calamidades, Gedisa, Barcelona 2004, pp. 138 ss.). Confundir legitimación con legitimidad lleva a aceptar que cada sistema político, sea el nacionalsocialista, el del apartheid o la dictadura latinoamericana, determina sus propios criterios de legitimidad. Pero ello es un error. La aceptación de un régimen por parte de la población es un factor empírico, del que no puede derivarse una conclusión normativa como es la legitimidad. El nacional socialismo de Hitler encontró en su momento legitimación en amplios sectores de la población alemana; pero no podía pretender tener legitimidad, puesto que ésta presupone la conformidad de las actuaciones del poder institucionalizado con los principios de una moral crítica.

La doctrina del mal menor es inaceptable como criterio de justificación de los actos del poder estatal. Ello por las siguientes razones: se basa en premisas que se revelan como falaciosas o insuficientes; deja más interrogantes abiertos que los que contribuye a resolver, y carece de sustento teórico, esto es, no se preocupa por discutir e invalidar los argumentos en su contra, con lo cual renuncia a su defensa racional.

Según la primera premisa, la lucha antiterrorista exige necesariamente el uso de la violencia. Tal afirmación refleja una dosis de realismo, recibido con beneplácito por una población asediada o por personas que han sufrido directamente la acción de los violentos; la idea subyacente sugiere que la imposición de la violencia estatal es la forma más eficaz de combatir el terrorismo. Se pretende así impedir que los terroristas saquen ventaja de su irrespeto al sistema normativo mientras los ciudadanos de bien quedan inermes. Tal argumento, pese a ser seductor, es inaceptable, ya que plantea una disyuntiva falsa entre terrorismo estatal o destrucción parcial o total de la población. El uso de medios terroristas -la tortura, el asesinato selectivo, la privación de garantías procesales mínimas- por el Estado, como lo recuerda Martha Crenshaw citada por Garzón Valdés (p. 164), no sólo es aborrecible, sino que tiene efectos desastrosos para la estabilidad del sistema político.

La segunda premisa de la doctrina del mal menor, además de reconocer que el uso de la violencia por el Estado es necesario, también acepta que ello está mal y que desconoce los principios del Estado de derecho. Tal proceder se justificaría en que hacer el mal no era la intención querida y en que el mal infligido es menor a las consecuencias devastadoras que se pretende evitar. Ejemplos de la aplicación de la doctrina del mal menor serían: la decisión de torturar para saber dónde está la bomba; la orden de disparar contra un avión comercial secuestrado por terroristas, dada la alta probabilidad de que sea utilizado como misil; las detenciones masivas para atrapar posibles terroristas, o la intervención indiscriminada de las telecomunicaciones privadas para capturar sospechosos y minar así las bases de apoyo a movimientos terroristas o subversivos. Tres argumentos apoyan la tesis de la necesidad de la violencia extralegal: la doctrina del doble efecto (esgrimida por la ética tomista), la imposibilidad de identificar al enemigo y la presencia de un caso trágico. Según la doctrina del doble efecto, si la intención del gobernante no era asesinar, torturar, etcétera, sino garantizar la seguridad de la población, entonces hacerlo, pese a estar mal y ser moral y jurídicamente indebido, no genera responsabilidad. Como bien lo ha anotado la crítica filosófica, la doctrina del doble efecto resulta insostenible, puesto que deja en manos del agente la determinación de sus 'reales' intenciones al cometer un delito. El mismo Herodes no habría tenido la intención de sacrificar a los recién nacidos, sino de preservar su reino. Por su parte, la imposibilidad de identificar a los terroristas lleva a la adopción de medidas preventivas indiscriminadas que afectan a toda la población, lo que acaba minando finalmente la seguridad colectiva que se pretende proteger. Finalmente, la evocación del caso trágico para justificar medidas extremas tampoco resulta una tesis convincente, cuando el Estado mismo recurre al asesinato selectivo, la tortura, las capturas colectivas, etcétera. El uso del terror estatal termina por socavar las propias bases de justificación de la organización política, lo que permite vencer argumentativamente al anarquista cuando interroga por qué no ha de ser mejor el no-Estado que el Estado; es precisamente por el respeto a la autonomía del individuo, su inviolabilidad y la necesidad de limitar el poder coactivo estatal mediante la implantación de un sistema de justicia independiente e imparcial que controle los actos del gobierno e impida que éste, en vez de cumplir con su papel de ejecutor de las leyes vigentes, se convierta en contendiente de la lucha por el poder.

La tercera premisa, de la que parte la doctrina del mal menor, somete su aplicación al "control de instituciones libres". Se pretende así limitar el poder exorbitante del ejecutivo mediante la deliberación democrática. Sus decisiones se someten al escrutinio público y al control judicial. No obstante, tal garantía resulta superflua cuando se ha aceptado que contra el terrorismo es necesario violar los derechos fundamentales y desconocer la legalidad. Si tales conductas son posibles, no es claro qué papel deba cumplir el control democrático. Por el contrario, es un contrasentido pensar que la violación de los derechos y libertades puede legitimarse por la aceptación que tales medidas obtengan de la población mayoritaria. Tal es una concepción formal de la democracia que permite incluso negar sus condiciones de posibilidad, a saber, la libertad individual de sus gestores y destinatarios. El control judicial en estas circunstancias no infunde legitimidad alguna al criterio del mal menor. El que sea una decisión legislativa la que enumere los casos en que puede eliminarse selectivamente a una persona, la manera como ha de ser torturada o los derechos de los que puede ser privada en nada cambia los efectos destructores que tales decisiones tienen sobre la legitimidad política del Estado. Además, la vaguedad del término 'instituciones libres' permite que dicho control se ejerza a posteriori, cuando el daño ya ha sido cometido, o se haga por instituciones no independientes, como cuando tribunales marciales deciden sobre la legalidad de la detención de civiles o ejercen las funciones de policía judicial.

La doctrina del mal menor deja más interrogantes abiertos que los que contribuye a resolver. Ella no ofrece ningún criterio para calificar una acción de buena o mala, así como tampoco para dimensionar en qué medida lo es. Ello puede depender de la perspectiva asumida al abordar el caso: una foto de insinuaciones sexuales y cuerpos desnudos es quizás irrelevante para un protestante mientras puede ser un mal aborrecible para un musulmán. La doctrina del mal menor acoge intuitivamente una cierta concepción del mal, sin afrontar el problema de su fundamentación filosófica ni asegurarse de lograr un consenso mínimo en la sociedad entre personas racionales y razonables (Rawls) o entre los potenciales destinatarios de tales medidas (Habermas). Por otra parte, la doctrina del mal menor justifica las guerras preventivas (como en el caso de la agresión de Estados Unidos contra Irak), con lo que se desconoce el derecho internacional, lo cual es visto simplemente como un mal menor. Al hacer esto se rompe el consenso entre países con culturas e intereses diferentes y se impone una concepción del bien. Tal doctrina termina así defendiendo un particularismo moral al igual que el fundamentalismo: ambas doctrinas creen tener la justicia y la verdad de su lado, lo que haría que su actuar estuviera justificado sin necesidad de procedimientos de acuerdo generalmente aceptados por todos los potenciales afectados.

Lo que más desconcierta de la doctrina del mal menor es su falta de fundamento teórico. Los dilemas que plantea la lucha antiterrorista para el sistema democrático de derecho son resueltos, con una mezcla de realismo y candor, de forma intuitiva. La doctrina del mal menor se inspira más en la reacción que en la reflexión. La cercanía a la línea de fuego (aquí es recomendable leer al Ignatieff novelista) no es la mejor consejera de decisiones sabias. Pensar y actuar en caliente, de cara a las heridas sufridas o como testigo del horror engendrado por el terrorismo, no contribuye a enfrentar adecuadamente el problema. Combatir el terrorismo requiere entender qué lleva a una persona a convertirse en terrorista y adoptar medidas para eliminar las condiciones objetivas que propician o favorecen tal conducta. La irracionalidad del terrorista debe enfrentarse con las armas de la razón y la prudencia. Incluso desde una perspectiva pragmática focalizada en los resultados, es claro que la política de imposición de los propios intereses mediante la fuerza no logra prever, y menos controlar, la diversidad y multiplicidad de consecuencias que genera, a corto, mediano y largo plazo, el ejercicio arbitrario del poder.

Los medios con que se puede dotar al Estado en la lucha contra el terrorismo deben respetar los derechos humanos. Para asegurar que el Estado no se rebaje a la condición de terrorista, es necesario además someter las decisiones del ejecutivo a una instancia de control judicial imparcial que garantice su sujeción a los principios constitucionales e internacionales de derechos humanos. Esto porque la garantía de los derechos y libertades individuales es uno de los fundamentos de la seguridad para todos. La inalienabilidad de los derechos humanos busca precisamente impedir que el individuo, sea culpable o inocente, pueda ser sacrificado en el altar de los bienes o intereses colectivos.

En la búsqueda de medios eficaces en la lucha contra el terrorismo es necesario no caer en la tentación de aceptar medidas radicales como las detenciones indefinidas, la negación del debido proceso, la tortura, las muertes selectivas, etc. Tanto el legislador, al establecer los medios legales, como el ejecutivo, al disponer de ellos, deben ponderar los fines de la seguridad con la restricción razonable y proporcional de los derechos y libertades individuales dentro del marco del derecho internacional y nacional. La jurisprudencia de la Corte Constitucional Colombiana es, a estos efectos, una muy buena consejera.

La paradoja de otorgar poderes exorbitantes al Estado para asegurar su efectividad contra los terroristas consiste en que esta decisión fomenta el terrorismo estatal y, con ello, refuerza el fenómeno que pretende combatir. Una efectiva lucha contra el terrorismo tiene que cumplir con la doble exigencia de afianzar la legitimidad del sistema - lo cual sólo se logra mediante el respeto de los derechos humanos - y de deslegitimar el uso del terrorismo. El fortalecimiento de la capacidad investigativa del Estado; el aumento de los salarios a los miembros de la policía y la fuerzas militares; su mejor y mayor instrucción; la mejora en el intercambio seguro de información en materia penal; un sistema efectivo de protección de testigos; el aumento en la calidad de la educación legal de los funcionarios públicos; la inversión en investigación científica en las áreas de criminalística, sociología, antropología e historia; la intensificación en la cooperación y coordinación de las funciones de prevención por parte de los órganos de control (Procuraduría General de la Nación, Defensoría del Pueblo), son sólo algunas medidas adecuadas para tal fin. La experiencia del paramilitarismo en Colombia como instrumento de lucha antiguerrillera, o la estadounidense en Abu Ghrail y las prácticas de tortura que pretenden legalizarse (A. Lewis, Making Torture Legal, The New York Review of Books, Julio 15, 2004), deben servir para deshacerse de la tentación de echar por la borda los derechos humanos en la lucha antiterrorista. En este sentido, valdría la pena leer con atención los comentarios de Ronald Dworkin (Terror and the Attack on Civil Liberties, The New York Review of Books, Noviembre 6, 2003; ibidem., What the Court Really Said, Agosto 12, 2004), jurista y filósofo político ampliamente reconocido, en relación con los recientes fallos de la Corte Suprema de Estados Unidos (Hamdi v. Rumsfeld; Rumsfeld v. Padilla; Rasul v. Bush), en vez de acoger las tesis infundadas del novelista y publicista Ignatieff. Muy a pesar de la acogida que éste tiene en algunos círculos de la dirigencia colombiana, su posición teórica refleja más el sentir de una población asustada, amenazada y desorientada, que una tesis de filosofía política y moral que tenga la capacidad de pasar por el tamiz de la razón.