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Alias 'César' | Foto: León Darío Peláez

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Los guardianes que cayeron: César y Gafas (video)

Los acueductos comunitarios rurales del Quindío se han convertido en una alternativa para obtener el líquido. Sus líderes ejercen una veeduría del recurso más vital para el hombre.

3 de julio de 2008

Durante 17 años, Inés Murcia, presidenta y representante legal de la Asociación de Usuarios del Servicio de Agua Potable y Alcantarillado del corregimiento La Virginia (Asuaacovir), de Calarcá, Quindío, ha luchado para que a los habitantes del municipio no les falte el servicio de acueducto. Nació en ese corregimiento hace 60 años y todos la conocen como la guardiana del agua.

Custodia un acueducto comunitario que empezó a construirse en 1985 y beneficia a alrededor de 1.200 habitantes. “Ese año cuando éramos pocos los que vivíamos aquí, nos dimos cuenta de que necesitábamos agua –recuerda–. Entonces se construyó una planta empírica de la mano del Comité de Cafeteros del departamento y de los habitantes del corregimiento. Ahí surgió la idea de organizarnos y agruparnos, pero la gente mostró resistencia porque todo lo quería gratis”. En los acueductos comunitarios no se cobra por el agua sino por el mantenimiento y el cuidado de los nacimientos. El cobro es uno de los mayores retos que tienen los representantes de las juntas de los acueductos comunitarios en todo el país.

El agua se capta en la quebrada El Salado, a pocos kilómetros del casco urbano de Calarcá. El municipio nunca se ha quedado sin ella desde que existe el acueducto y tiene un fontanero, Oliverio Martínez, quien hace 12 años se levanta a las cuatro de la mañana para subir hasta la Planta de Tratamiento de Agua Potable (PTAP) y verificar que todo marche bien. Inés Murcia, quien se encargó de legalizar el acueducto ante el Estado, dice con cierto orgullo y una tímida sonrisa que el agua también la motiva a levantase todos los días, “porque estar al frente de esto no es fácil, créame”.

Este tipo de alternativas ha transformado el valor que las comunidades le dan al agua y cambiado la realidad de las veredas. Los que antes eran agricultores, cafeteros y ganaderos hoy se dedican a promover la preservación y conservación de los recursos naturales que les brinda el campo, convirtiéndose en líderes para sus comunidades.

En Colombia existen más de 12.000 acueductos comunitarios y en el Quindío hay 52 identificados, pero no todos están legalizados. “Este año se está terminando la segunda fase del proceso de fortalecimiento de los acueductos rurales, que consiste en intervenir y mejorar los puntos de abasto. Se fortalecieron diez acueductos que ya son empresa, entre los cuales está el de La Virginia y el de Barcelona, siendo este último el más organizado administrativamente”, señala la Secretaría de Infraestructura del departamento.

Al otro lado de este corregimiento calarqueño hay una vereda llamada La Morelia, ubicada en uno de los municipios más turísticos del Quindío: Filandia. Aquí, el acueducto comunitario Arenales no cuenta con planta de tratamiento debido al tamaño y al número de usuarios tan bajos. Aun así, Matilde Sánchez, tesorera desde hace 20 años de la Asociación del Acueducto Rural Arenales, asegura que el proceso de construcción y transformación de la obra, que empezó en 1980, ha sido un puente para la unión y compromiso de los habitantes del sector. Cuenta que antes los caficultores sufrían mucho porque el café lo despulpaban en los tanques y lo sacaban en canastos, “todo enmielado”, para lavarlo en las cañadas.

Hace 40 años, los campesinos obtenían agua haciendo un hueco en una guadua, y lo poco que salía se usaba como recurso en las fincas. Hoy, después de mucho esfuerzo por parte de los habitantes de la vereda y del Comité de Cafeteros, tienen una represa con desarenador que les brinda el fluido a más de 130 personas. “Yo le digo a la gente que tenemos que cuidarlo, porque esta agua no nos la trae un río o una quebrada, como en otras veredas, sino que sale de un nacimiento que viene de una piedra pequeña en un barranco”, explica la tesorera.

El líquido que antes llegaba a la vereda era poco debido a la rocosidad de la represa. Fue entonces cuando empezaron a gestarse los problemas entre la comunidad: llegaban a la casa de Matilde diciendo: “Vea, usted me cerró la llave… vea, no me llega agua, ¿qué pasó? Solucióneme”. En 1996 comenzaron a ayudar el Comité de Cafeteros, la Alcaldía y el Fondo DRI para la Inversión Rural, que proporcionaron el tanque de abastecimiento de 26.000 litros y cambiaron todas las mangueras por tubería PVC.

En ese momento, el Comité de Cafeteros propuso crear la junta directiva del acueducto. La comunidad, cuenta Matilde Sánchez, se resistió porque debían legalizarse e implementar micromedidores en cada uno de los predios, cobrar por el mantenimiento de la represa y explicar qué se hacía con el dinero. Sin embargo, con seis personas lograron conformar la junta directiva y para 2011 se legalizaron.

A diferencia del acueducto de La Virginia, en La Morelia no hay computadores ni personas capacitadas en tecnología. Allí, los recibos de cobro se hacen a mano, las cuentas se llevan en un cuaderno y la tesorera va de casa en casa recogiendo el dinero, cada mes, para que el líquido no falte. “La gente a veces no agradece –dice–, siempre me echan el agua sucia viendo que uno lucha para que la agüita siga y les llegue a las casas sin problema”.

Matilde Sánchez, Inés Murcia, los fontaneros y los habitantes de las veredas que pusieron su trabajo para que el agua llegara a sus casas, eligieron hacerlo sin nada a cambio. Se trata de una vocación comunitaria de servir y cumplir con las normas que rigen el cuidado del agua por parte del Estado pero, sobre todo, es una cuestión de supervivencia que los convierte en agentes sociales de cambio.