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Paramilitarismo

Los Señores de la Guerra

El investigador Gustavo Duncan lanzó este martes su libro "Los Señores de la Guerra, de paramilitares, mafiosos y autodefensas en Colombia". Semana.com presenta la introducción de este trabajo que facilita el entendimiento del fenómeno paramilitar en el país

20 de febrero de 2007

Los errores de juicio en los hombres de poder se pagan caro, muchas veces con la propia vida. La mañana que lo iban a matar, Carlos Castaño sabía no sólo que sus días como líder de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) eran un asunto del pasado, sino que en su ambición por someter a todos los ejércitos privados del país había cometido una cadena de errores que no demorarían en pasar su cuenta de cobro.
 
Su margen de maniobra se estrechaba a medida que las diferentes facciones de autodefensas lo superaban en capacidad de combate, influencia política y lo más preocupante, recursos para financiar la guerra. Las constantes denuncias que hizo sobre la infiltración del narcotráfico en las autodefensas no habían tenido el efecto esperado: ni el Estado, ni las fuerzas sociales, y ni siquiera la presión del Gobierno de Estados Unidos, habían logrado reducir el poder de sus competidores dentro del movimiento. Más bien, habían producido un ambiente cargado de desconfianza y repudio hacia él. Los demás líderes de los ejércitos privados que ahora consolidaban su poder sobre extensas regiones del país, no podían tolerar que Castaño, quien también era un peso pesado del narcotráfico, se encargara de comprometer su expansión justo en ese momento, en medio de negociaciones con el Estado para desmovilizarse. Existían, además, recurrentes rumores y evidencias que lo señalaban como futuro informante de la DEA luego de una entrega negociada a los tribunales de Estados Unidos.

Por eso, cuando su escolta había sido reducida y se encontraba a instantes de ser asesinado, la respuesta a sus reclamos de ‘por qué se atrevían a matarlo si él era el líder de las autodefensas’ no pudo ser más contundente. Jesús Ignacio Roldán alias ‘Monoleche’, un paisano suyo a quien conocía muy bien, apenas atinó a decirle “yo solo cumplo órdenes de El Profe”, y le descargó el proveedor de una pistola 9 milímetros. El Profe no era cualquier personaje, era su hermano mayor, Vicente Castaño, quien lo había protegido durante los últimos años de los otros jefes de autodefensas que tenían buenas razones para querer liquidarlo.
 
Ambos habían repetido multitud de veces “uno puede renunciar a todo, menos a un hermano” para demostrar mutuamente su cercanía, pero los delirios de Carlos Castaño, junto a los errores de apreciación sobre el futuro de las AUC y su papel en ese futuro, habían llevado a una situación límite. Los demás jefes llegaron al punto extremo de plantearle a Vicente que no tolerarían más las interferencias en sus asuntos y sus intentos por retomar un papel protagónico. La decisión fue definitiva, no habría lugar para nuevas dilaciones ni dilemas, Carlos Castaño era hombre muerto.

Bien fuera por su megalomanía o por sus convicciones, el asesinato de Castaño fue producto de un error de juicio elemental. Pretender romper el carácter atomizado de los ejércitos y proyectarlos bajo un mismo propósito e identidad ideológica, estaba fuera de toda lógica. En las regiones colombianas no estaban dadas las condiciones para que las facciones de autodefensas fueran una organización cohesionada, ni existían los motivos para catapultar un proyecto ideológico de sociedad más allá de la esfera local. De hecho, las constantes renuncias a la dirección del movimiento, según él debido a la resistencia de los demás jefes a abandonar la producción y tráfico de drogas, escondían una realidad contundente: que su liderazgo frente a la opinión pública no correspondía al poder real que poseía dentro de la organización y que el papel que había jugado en darle una disciplina militar y política a los ejércitos privados nunca había logrado cuajar dentro de una estructura unificada jerárquicamente.
 
Las autodefensas eran ante todo ejércitos fragmentados, que cumplían funciones de Estado en un territorio, y bajo el mando de un ‘hombre fuerte’ en lo local, necesariamente vinculado al narcotráfico. Los ‘hombres fuertes’ podían unirse para negociar con el Estado a manera de una coalición de poderes regionales, pero al mismo tiempo sus ejércitos se enfrascaban en sangrientas batallas por la disputa de un territorio.

Sin embargo, el fracaso de Carlos Castaño en su intento de unificar los ejércitos e imprimirle un fundamento político sólido, sería más decisivo que aquella organización ideal a la que pretendía llegar. Sin su esfuerzo los grupos paramilitares, escoltas de narcotraficantes, milicias campesinas y demás escuadrones armados, jamás hubieran alcanzado la disciplina y la complejidad suficiente para apropiarse del Estado de regiones enteras y proyectarse en el escenario político nacional. Había logrado convertir unas estructuras de coerción privada al servicio de terceros en verdaderas organizaciones militares, capaces por fuerza propia de imponer el monopolio de la violencia, la justicia y la tributación en un territorio. Los terceros que antes controlaban aparatos armados pequeños y dispersos, ahora eran sometidos por ejércitos que poseían miles de tropas regulares, que contaban con su burocracia para gobernar regiones enteras, y que hacían elegir sus congresistas y funcionarios en el gobierno central.
 
Y es que quien quiera que reduzca el fenómeno de las autodefensas a un simple proyecto contrainsurgente, o a puros narcotraficantes, o a facciones criminales de que se despojaron del control del establecimiento, está pasando por alto sus profundas implicaciones en la configuración del Estado y la sociedad en Colombia durante los inicios del siglo XXI. Desde que Carlos Castaño y los demás miembros de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU), a mediados de los noventa, introdujeron una nueva doctrina para la construcción de ejércitos privados al servicio de los ‘hombres fuertes’ de las comunidades y difundieron su creación, un nuevo orden social se impuso en muchas de las regiones rurales y semiurbanas del país. Se trataba del Estado de los Señores de la Guerra, de toda una revolución en las relaciones de poder, de una nueva forma de extraer tributos, de regular la economía, de administrar justicia, de brindar protección, de organizar la prestación de servicios básicos y de ejercer el monopolio de la coerción.
 
Las sociedades resultantes podían ser violentas, desiguales y precarias en su legitimidad, pero esto no impidió que se reprodujeran a velocidades vertiginosas, y que constituyeran un desafió sin precedentes a la consolidación de la democracia y a la construcción de economías modernas.

Fue así que mientras que en Bogotá y un puñado de ciudades se experimentaba un interesante proceso de modernización de la democracia, de inclusión de la ciudadanía y de diversificación económica, en las sociedades donde se impusieron los Señores de la Guerra se eliminaría cualquier posibilidad de participación política y de desarrollo de un capitalismo dinámico. Cualquier figura individual o colectiva que pretendiera participar en las elecciones sin el consentimiento del jefe local de las autodefensas era sistemáticamente eliminada. Cualquier empresa legal que mostrara perspectivas de acceso a mercados competitivos era extorsionada, obligada a asociarse con ellos o expropiada. A manera de los nobles feudales, los dueños de los ejércitos decidían quién podía gobernar, bajo que reglas se distribuía el poder político, la propiedad y la producción económica entre los miembros de la comunidad. Las relaciones entre individuos y grupos sociales estarían en adelante atravesadas por la intervención minuciosa de sus intereses, de su visión de lo que debía ser la sociedad y de sus aspiraciones de reconocimiento.