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Historias invisibles

Los sonidos, olores y sabores de Medellín

Tras dos años de ausencia, el australiano Benjamín Ball regresó a Medellín. Lo único que lamentó fue que le cambiaran la olla de aguapanela por una botella de Coca-cola. Emotiva crónica de un regreso.

Benjamín Ball *
8 de abril de 2008

Soy australiano, pero viví en Medellín por 18 meses y además estoy casado con una paisa. Por eso creo conocer la ciudad y al regresar, después de dos años de ausencia, recuerdo sus sonidos, olores y sabores: los ventanales de madera tallada, la superficie resbaladiza de las baldosas de barro, los ‘eh ave maría pues’, los pitos y frenazos de carros y buses, los ‘qué tan charro’ y las redes intrincadas de cables de alto voltaje que pasan entre las casas tan cerca, como para usarlos como colgaderos de ropa.

Volver a una ciudad familiar es como cuando uno es niño y visita a los abuelos. Hay un olor indescriptible que se vuelve más íntimo y marcado con cada visita. En Medellín no es sólo un olor, sino más bien una sensación arrolladora. Desde la distancia es una ciudad de ladrillos rojos que se extiende hacia las empinadas paredes de un largo valle. La brisa que viene de las montañas del norte refresca la ciudad y sopla el humo negro arrojado por los buses coloridos y ruidosos, dejándola clara y radiante. Hay flores por todas partes. Así como también música, frutas y personas vendiendo algo –cualquier cosa– en las calles de la ciudad.

Crónica de un regreso

A los pocos días de llegar vamos a visitar a unos amigos en Los Mangos, arriba de Enciso, un barrio popular en las lomas orientales. Vemos niños jugando fútbol en calles tan pendientes que los buses suben asfixiados. Un equipo goza de una gran ventaja gravitacional, y al arquero del equipo de abajo le sobra motivación. Si deja pasar un gol la caminata para recuperar la pelota es bastante larga. Niños en bicicletas se pegan con una cuerda de la parte trasera de los buses para ayudarse en las lomas. Al parecer, nada ha cambiado.

Hasta que llegamos a la casa de nuestros amigos, la cual está bajo construcción perpetua. El techo ha avanzado un poco en estos dos años.

La costumbre en cualquier casa es ofrecerle algo al invitado. Tradicionalmente puede ser un ‘tintico’, o, si está haciendo calor, una limonada. La olla de aguapanela ha sido por mucho tiempo uno de los enseres indispensables en el fogón de cada casa colombiana.

Esta vez, sin embargo, nos ofrecen Coca-cola. Mi esposa y yo nos miramos desconcertados, y decimos medio en serio que no hemos viajado miles de kilómetros para que nos sirvan algo tan atípico y ubicuo como una Coca-cola. Pero un litro de Coca-cola se ha vuelto más barato que la aguapanela, nos dicen. Después descubriríamos por qué.

El bus a Altamira sale a las 7:30 de la mañana. Es un viaje de cuatro horas, subiendo, bajando, atravesando y rodeando montañas fértiles cubiertas de nubes. Mil capas de vegetación pintan el paisaje. El efecto total es un mundo de verde.

Altamira es un pueblito en el suroeste antioqueño. Es un puntico recóndito en el mapa, raramente visitado por alguien que no sea de ahí. El bus nos deja unos cuantos kilómetros abajo del pueblo en la casa de un amigo. Hacen parte de la misma familia a la que visitamos la tarde anterior. Tres hermanas de una familia casadas con tres hermanos de otra. Su árbol genealógico es más laberíntico que ‘Cien Años de Soledad’. Los libros de García Márquez – le he dicho muchas veces a la gente – son más reales que mágicos.

Al otro lado de la carretera destapada, Jesús, un hermano de las tres hermanas, está haciendo panela en el pequeño trapiche que fundó hace cinco años. Es un cobertizo abierto y grande con un techo alto y piso de barro.

Temprano en la mañana él cortó, con su hermano y dos amigos, suficiente caña de su cañaduzal para hacer la panela de un mes para las familias del lugar, más o menos cien pares. La maquinaria de José trabaja con gasolina, a diferencia de otros trapiches artesanales que he visto que trabajan con rueda Pelton, o incluso con una mula.

Hasta hace poco, Jesús operaba su trapiche durante todo el año. Ahorró por varios años para establecerlo, muchas veces trabajando en trapiches industriales más grandes. Debido a que el proceso de elaboración de la panela debe hacerse de una tirada, desde que se exprime la caña hasta que se seca el producto final, él trabajaba normalmente turnos de 20 horas, ganando menos de mil pesos la hora. “La única manera de aguantar un turno así es tomando mucho guarapo,” dice Jesús. También vendió unos cuantos cerdos que tenía y remplazó sus sembrados de café y frijoles por caña de azúcar.

Sin embargo, desde que una nueva ley sanitaria fue aprobada el año pasado, sólo pone a trabajar el trapiche una vez al mes para hacer panela para las familias de los alrededores. Él la intercambia por frijoles, huevos, tubérculos, plátanos, papaya y otros productos locales. Jesús ya no puede vender su panela, y está arruinado.

“El gobierno quiere que yo encierre todo el trapiche y compre poyos de acero inoxidable e instrumentos,” dice. “Eso costaría millones de pesos. ¡Y a verlos, pues!”

Mientras hablamos, uno de sus amigos barre el piso de barro. Es un lugar simple, pero se mantiene con dignidad. Me recuerda de otro piso de barro, en el rancho improvisado de una mujer desplazada en los altos de Medellín. Ella también barría el piso de tierra mientras hablábamos. “No hay que dejar que el polvo se acumule sobre el polvo,” me dijo con una sonrisa.

A vuelo de pájaro, la modernización de la industria es algo bueno. Pero los motivos detrás de la nueva ley de sanidad son turbios, y traen como resultado el monopolio de la industria de un producto básico. Los grandes ingenios de azúcar hacen más dinero, mientras los productores a pequeña escala se quiebran, y las familias colombianas deben economizar su uso de la panela. En el último año el precio de la panela se ha duplicado, aumentando más de mil pesos el par. Dado que dos terceras partes de los colombianos viven con menos de dos dólares al día, eso es un gran aumento.

El auge de la industria del etanol es otro factor detrás de la nueva ley, dice Jesús. El azúcar refinada y el etanol generan más ganancias que la panela, que es un producto más puro. “Los dueños de los ingenios quieren que la gente ya no compre panela,” dice.

En la tarde caminamos una hora por senderos embarrados para quedarnos con dos amigos cercanos, Mariano y su esposa Eumelia, madre de los once hijos con los que mi esposa pasó gran parte de su niñez, encaramada en palos de mango y mandarina. Eumelia ahora tiene 62 años, cinco bisnietos y más energía que una libra de panela.

Su casa es una mezcla incongruente de modernidad y tradición. Eumelia cocina en un fogón de leña. El techo es bajito y suspendido por paredes de bahareque. Una red de cables trepa por las montañas para dar electricidad a los bombillos y al pequeño televisor que tiene un viejo aro de bicicleta suspendida de una guadua por antena. La ducha es un balde de agua con una totuma.

Eumelia me cuenta que cuando toda la familia vivía en la casa, solía hervir un par de panelas cada día en una olla grande. Mariano todavía empieza el día con un tinto al amanecer, y se lleva un termo del agua energizante cuando va a trabajar en su terreno.

Me invita a trabajar con él hoyando para sembrar palos de café. El terreno es empinado. El trabajo es duro. En el tiempo que me lleva hacer un hueco, Mariano ya ha hecho cuatro. Lo miro descansar y sorber la aguapanela de su termo, y espero que la próxima vez que vuelva –quién sabe cuándo– Mariano no tenga una botella de Coca-cola en su cinturón, entre su machete y su carriel.

* Benjamín Ball es estudiante de periodismo en la Universidad de Tecnología de Sydney. “He vivido en Medellín por un par de años y ya soy paisa ‘Honoris Causa’. También soy fotógrafo y he estado desarrollando un proyecto que se puede visitar aquí

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