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Historias invisibles

Mi amigo de la India

Ratnam Babu ha dedicado los últimos 23 años de su vida a darle esperanza a miles pescadores y niños de un “lugar donde solo habita la desdicha”. La periodista Carolina Eslava escribe sobre la aventura a su lado.

Carolina Eslava D’Isidoro *
8 de abril de 2008

Ratnam es uno de los más de mil millones de habitantes de la India; habla Telegu, una de las 22 lenguas oficiales reconocidas por la constitución de su país; pertenece a uno de los dos mil grupos étnicos dispersos a los largo y ancho del territorio compuesto por cerca de 638,596 aldeas y 23 ciudades; y además es uno de los 24 millones de cristianos que adoran a un solo dios.

La primera vez que hablé con él por teléfono fue para confirmar mi viaje a la India. Me dijo, en su inglés entre cortado, que yo era bienvenida a visitar el lugar y que estaban rezando para que yo tuviera un buen viaje. Lo había contactado tres semanas antes para pedirle permiso de visitar a los niños de su orfanato durante las navidades.

Al llegar al aeropuerto de Hyderabad, una ciudad localizada en el centro de la India, tras nueve horas de vuelo desde Londres, Ratnam me estaba esperando con un cartel de colores que tenia mi nombre por si me perdía entre la multitud, y con un collar de flores hecho por las mujeres de la aldea. A primera vista no tenía nada en particular que lo destacara entre sus compatriotas hindúes. Lo había visto en fotos: bajito, de tez morena achocolatada, con una barba negra un poco espesa, un pantalón negro y una camisa blanca que dejaba entre ver una barriga ovalada, descalzo, parado junto a muchos niños también descalzos y a muchos ancianos de mirada triste.

Allí tomamos un taxi hasta un hotel cercano. Hyderabad, también conocida como Bhagya Nagaram, la ciudad de las riquezas, parecía un lugar silencioso y encantador en horas en que sus seis millones de habitantes dormían en la madrugada.

Ratnam me dio algunas instrucciones antes de que nos fuéramos a nuestras respectivas habitaciones: ponerle el candado a la puerta, no abrirle a nadie, excepto a ellos, pues viajaba con otros dos hombres, e intentar descansar.

Mi habitación tenía una ventana enrejada que daba a una calle estrecha que dejaba ver, en medio de la oscuridad, algo de la arquitectura exótica de esta ciudad que al día siguiente me llenaría de asombro y hasta de cierto miedo.

A las once de la mañana Ratnam golpeó mi puerta. Se veía agotado. Me invitó a desayunar. Cuando salimos del hotel me desperté de un golpe. Hyderabad se convirtió en una ciudad ruidosa donde buses, ‘autorickshaws’, búfalos y seres humanos luchaban por cruzar las calles. Hombres y mujeres deformes tendidos sobre el pavimento esperaban limosna, vendedores ambulantes de toda clase de agolpaban en las calles y algunos se aseaban en publico con chorros de agua que salían de grifos colocados en algunas esquinas. Mientras tanto yo me agarraba de los brazos de Ratnam, quien solo repetía con una sonrisa y con mucha dulzura “alabado sea el señor hermana”.

En el restaurante comencé a familiarizarme con las costumbres del lugar. Los hombres con mujeres deberían sentarse en el segundo piso y los hombres solos en el primer piso, no sentados, parados. Nos sentamos en el segundo piso, desde donde se veían alrededor de un centenar de hombres comiendo de pie, rápido y con las manos.

Caminando, de regreso al hotel, tuve mas tiempo para conocer a Ratnam, mientras sorteaba a los transeúntes para salvar mi vida cruzando la calle. Caminaba lento, sin preocupaciones, como si paseáramos por una isla del caribe, como si Hyderabad fuera un paraíso terrenal.

En la noche la ciudad pareció enloquecerse. Los vendedores ambulantes eran incontables y todos le anunciaban sus productos a gritos a una multitud que era más lo que miraba que lo que compraba. Pero el principal centro de atracción no eran los vendedores, ni lo que vendían, si no yo. Al parecer no muchos extranjeros visitan el lugar y yo les despertaba cierta curiosidad.

A las nueve de la noche nos dirigimos a la estación de tren donde había muchos mendigos. Algunos dormían y otros se arrastraban por el suelo. Ratnam permanecía en un silencio casi imperturbable. Mientras esperábamos el tren, la gente se acercaba a hacerme preguntas que no entendía. Querían saber de mí y de mi procedencia. Ratnam no me quitaba la mirada como protegiéndome de los intrusos.

Nos esperaba un largo viaje. La noche impedía ver los pueblos a lo largo de la carrilera. Ratnam y yo intentamos dormir sobre las sillas del tren, separados por menos de un metro de distancia. Hacia frío y los olores del baño penetraban el interior del vagón.

Al salir el sol una mujer robusta se sentó junto a Ratnam con su esposo y su hijo. ¿De dónde viene?, me pregunto en inglés. Soy colombiana y vivo en Londres, le dije. “Los ingleses cometieron atrocidades en la India y aquí no los queremos”, respondió. Yo guardé silencio. Su esposo me contó que él era un experto en misiles que trabajó para el gobierno británico. La mujer sacó un frasco donde guardaba una salsa roja espesa y una olla llena de arroz que comenzó a servir con las manos. Me ofreció de comer y luego de aceptar y comer, tuve que tragarme una manzana casi entera para aliviar la picazón en la lengua.

A las seis de la mañana llegamos a la aldea de Guntur, en el corazón del estado de Andhra Pradesha, a 40 millas al norte de la Bahía de Bengala, y a noventa minutos del Océano Índico. Por Guntur pasa el legendario río Krishna y en su cielo había una nube que cubría los campos de arroz que se alcanzaban a divisar desde el tren. Los niños del orfanato se abalanzaron para saludarme, me llenaron de flores y cantaron canciones. En los próximos días me aprendería casi todos sus nombres y conocería algunas de sus historias.

Ratnam me llevó a la casa donde dormiría durante los próximos treinta días. Allí compartiría con seis personas más. Era una habitación oscura, con una sola ventana que daba a un jardín sin flores y donde escucharía diariamente a una mujer que lavaba la ropa golpeándola fuertemente contra una roca en el suelo.

El primer domingo de mi llegada parecía un día especial. Me puse un sari azul que Ratnam me compró especialmente para la ocasión. Cerca de 400 personas -los más desposeídos de todos los pobres- caminaron durante horas hasta la iglesia para darme la bienvenida y para recibir los alimentos que Ratnam les ofrece cada ocho días. Todos me rodearon, me tocaron y me dijeron palabras que no entendí. A la hora de comer me ofrecieron alimentos de su propio plato para que yo comiera en sus manos pero, definitivamente, no pude aceptar.

La semana siguiente me enfermé. Comencé a temblar de frío, y, cada vez que intentaba levantarme de la cama, me caía inmediatamente. Ratnam tuvo que llamar al médico de la aldea que por poco me lleva al hospital. Estuve dos días en cama intentando recuperarme.

Días después, ya recuperada, comenzó mi verdadero peregrinaje. Con Ratnam visitamos la casa donde viven sus padres, rodeada de cocoteros y en cuyo patio colocaron el ataúd del hijo menor que falleció hace cuatro años cuando lo mató un rayo durante el monzón. La aldea estaba formada por ranchos pequeños y oscuros colocados sin ningún orden sobre una superficie de tierra amarilla con árboles y hormigas que los habitantes adoran como dioses. En aquél lugar había tanta miseria, que en ningún momento pude compararlo con los pueblos coloridos de Colombia.

Después visitamos muchos enfermos que esperaban las oraciones de Ratnam. Le dimos la unción a los moribundos; asistimos a bautismos y también celebramos la extracción de agua limpia desde las profundidades de la tierra porque, increíblemente, en ninguna de las aldeas había alcantarillado. En nuestro recorrido por los pueblos vecinos se sentía un olor casi insoportable. Mas tarde vine a saber que el setenta por ciento de la población de la India vive en las zonas rurales y solo el diez por ciento tiene baños.

Durante las noches llegábamos agotados a la casa a cenar con arroz, la dieta diaria que yo intentaba combinar con algún tomate para darle mas sabor, hasta que un día Ratnam, preocupado por mi aparente falta de apetito, me trajo un cangrejo negro extraído del río Krishna.

El día de Navidad no faltaron los apagones en la aldea donde la electricidad viene y se va todo el tiempo. Salimos con velas encendidas cantando y visitando todas las casas y ranchos de los pobres. El caserío parecía un pesebre alumbrado solo por la luna y por las llamas de unas velas que se movían con el viento. La oscuridad cubría la miseria y los dolores de sus habitantes, que dormían hasta ocho en un mismo cuarto.

Los niños se convirtieron en mi único refugio en ese mar de pobreza y olvido. Pasaba las tardes jugando con ellos, les enseñaba geografía -ninguno sabía ubicar a la India en el mapa-, y un poco de inglés con acento latino. Corríamos a lo largo de la calle sin pavimentar en compañía del perro, que le ladraba a cualquiera que se me acercara, y nos regresábamos en el lugar donde comenzaban a salir las serpientes con las que los trabajadores de los campos de arroz tienen que enfrentarse a diario.

Una semana antes de mi partida un policía vino a buscarme al orfanato. Quería saber si estaba involucrada en actividades religiosas y en Telegu comenzó a interrogar a algunos de los presentes. Ratnam tuvo que llamar a los hombres de influencia de la aldea para que atestiguaran a mi favor. Por un instante me vi tras las rejas y un terror se apoderó de mí al pensar que nunca saldría de aquel lugar.

Al poco tiempo me enfermé del estomago tres días consecutivos y de nuevo comencé a temblar, bajé de peso rápidamente, sentí la ropa muy floja y una gran tristeza se apodero de mi.

La noche de mi despedida estuvo llena de lágrimas y de tristeza, pero también de una cierta angustia por dejarlo todo atrás. El médico de la vereda y el dueño del campo de arroz del final de la calle, donde viven todos los hindúes de alta casta, vino a decirme adiós con su esposa. Ratnam y los niños lloraron durante más de una hora y el perro con el que corríamos por las calles no quería alejarse de mi.

Un día le pregunté a Ratman si aceptaría irse a vivir en una mansión con piscina en alguna parte del mundo, y rotundamente me dijo que no. Sentí un inmenso cariño por este hombre que sin quejarse y sin descanso ha decidido cargar con todos esos pobres en este lugar donde solo habita la desdicha.

Han pasado varios meses desde mi regreso de la India y aún me persigue el recuerdo de todos esos niños corriendo por las calles sin zapatos cantando felices como si fueran los mas ricos del mundo.

* Periodista colombiana. Actualmente vive en Londres.

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