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"¿Necesitamos más muertos para que nos paren bolas?"

Laura Zapata*
10 de marzo de 2003

Nueve meses y seis días no han bastado para que Matilde olvide el día en que sintió que, literalmente, llovían balas en Napipí. Y no es porque su memoria se niegue a dejar atrás el atardecer del 6 de mayo de 2002, cuando la fuerza pública, luego de los hechos ocurridos en Bellavista (Bojayá), abrió fuego contra el pueblo en un enfrentamiento con la guerrilla de las Farc. Es porque los techos de las casas y las paredes

de la iglesia diariamente dan fiel testimonio de los hechos.

Hoy una estela de luz penetra por el techo de zinc del hogar de Matilde, donde atiende 13 niños como madre comunitaria. Su casa es tan sólo una de las 153 que resultaron afectadas por los impactos de proyectil en medio de los combates. Casi un año después, al igual que las demás, su casa tampoco ha sido reconstruida.

"Después de la masacre de la iglesia de Bellavista las Farc se vinieron para la zona rural de Napipí. Cuatro días después, como a las 5:30 de la tarde, vimos la nodriza de los militares subiendo por el río. Todo el mundo salió corriendo a esconderse en las casas porque temíamos que nos pasara lo mismo que a la gente de Bellavista. Tocaba escampar la vida", recuerda hoy Matilde, recorriendo el pueblo donde ha vivido sus 39 años, territorio titulado colectivamente a esta comunidad afrocolombiana como uno de los 120 Consejos Comunitarios locales que conforman el Consejo Comunitario Mayor de la ACIA (Asociación Campesina Integral del Atrato).

"Cuando escuchamos la balacera nos metimos debajo de las camas para protegernos. Los que estaban en la calle se metían en la primera casa que veían, y los de las casas ribereñas salían a buscar escondite en otras más resguardadas porque los militares no desembarcaron sino que disparaban desde el río. Nunca entendimos por qué empezaron a dispararnos. Ellos dicen que le respondían a la guerrilla, pero es que la guerrilla no estaba dentro del pueblo", manifiesta con un rastro de indignación en su voz. "El tiroteo duró como dos horas. Cuando ya la cosa se serenó y se retiraron los helicópteros, fue muy triste salir y ver cómo había quedado el pueblo, todo abaleado", recuerda Matilde.

El 17 de mayo de 2002, junto con sus dos hijos, su madre y su abuela, salió de Napipí hacia Quibdo huyéndole a la guerra. "En Quibdó nos recibió la Red de Solidaridad Social. Allá paré dos meses y tuve que regresar porque Bienestar Familiar dijo que las madres comunitarias que no estuvieran en su hogar, lo perdían. Durante los dos meses la Red nos dio la comida: arroz, lentejas, aceite, atún, panela, y una colchoneta. Al principio nos recibieron bien, pero al final ya uno tenía que rogar para que nos dieran el bocadito de comida", evoca Matilde, quien regresó a Napipí con su hija de 8 años. A su hijo de 21 años, lo dejó en Quibdó donde una hermana. "Mejor que se quede allá porque aquí la tentación de la guerra es muy grande". Ahora sueña con que su hijo acceda a una de las becas que el Icetex abrió para que jóvenes colombianos menores de 25 estudien medicina en Cuba durante 5 años.

Pero en Napipí no sólo la Iglesia y las casas continúan averiadas. Actualmente 200 niños que intentan ganarle el pulso al analfabetismo, que en el departamento del Chocó, de acuerdo con el DNP, en 1999 alcanzó niveles de hasta el 19.9% duplicando el promedio nacional de 8.3%, aún esperan que se cumplan las promesas de Juan Pablo Montoya, la figura del automovilismo mundial, quien en noviembre de 2002 viajó a la zona como embajador de buena voluntad de la Unicef.

Aquel día el pueblo se vistió con su rostro. Hoy, tres meses después, las jóvenes afrocolombianas aún lucen coquetas las camisetas con la imagen del piloto bogotano. Aunque ya se han acostumbrado a las frases prometedoras de quienes los visitan, esperan que las palabras de Juan Pablo no sean cantos de sirena.

"Cuando vino Juan Pablo habló muy bonito. El pueblo estaba feliz de conocerlo. Dijo que nos iba a ayudar para recomponer la escuelita, que está muy caída y sin pupitres. Aquí viene mucha gente a visitarnos, pero nunca pasa nada. Tenemos la esperanza de que Juan Pablo nos cumpla. La Unicef dijo que en enero de este año comenzaban las obras. Creemos que no han empezado porque en el país las cosas arrancan bien es desde febrero, porque la gente en enero todavía anda rumbeando", afirma Matilde.

Esa misma esperanza la comparte Manuel , quien como maestro de escuela, añora ver a los niños de Napipí estudiando en buenas condiciones, incluso en medio del conflicto. Aunque reconoce que en una guerra los enfrentamientos entre actores armados son normales, no concibe que las balas apunten a los civiles. Por eso espera que las gestiones de las misiones humanitarias que han visitado la zona después de la grave infracción al DIH por parte de los actores armados que cobró la vida de 119 civiles en Bellavista, arrojen algún resultado.

"Aquí vino un señor alto y mono de la ONU (Anders Kompas), el 10 de mayo. Le contamos la muerte de una mujer de 22 años que fue alcanzada por una bala en su casa al frente del río. Y de otro señor que quedó herido de gravedad en la cabeza por una esquirla de un tiro. Le mostramos el hueco que dejó una granada de mortero que fue lanzada en la cancha de fútbol, y los tiros en las casas. Le insistimos que no era justo que la fuerza pública disparara a la loca sin tener en cuenta que había población civil. Era imposible que los helicópteros no hubieran visto desde el aire que en el pueblo había gente", señala Manuel.

"Esa noche nadie pudo dormir. Teníamos miedo porque tanto la nodriza como las Farc andaban rondando y en cualquier momento podía haber un enfrentamiento mayor. Los niños lloraban de susto y de hambre porque había bloqueo en el río y no llegaban alimentos. Hubo casas que se hundieron porque se metieron hasta 50 personas y sólo se oía las tablas crujir. Al otro día, a las 10 a.m., escuchamos de nuevo la nodriza y otra vez a escondernos. Los militares comenzaron a disparar pero nadie les respondía porque la guerrilla ya no estaba. Eso fue muy duro para nosotros porque, si nadie les disparaba, ¿por qué lo hacían?", pregunta Manuel.

Hoy Napipí continúa a oscuras. Desde marzo de 2002 la única planta de luz con la que cuenta el pueblo está averiada. Sin fluido eléctrico, los napipeños intentan distraer con una partida de póker o dominó el miedo que les genera el acecho de los violentos. Sin acueducto, rezan constantemente a San Pedro para que no les quite la lluvia, único medio para conseguir agua potable. Y sin alcantarillado, una construcción rústica de madera sobre el río Atrato, les sirve como letrina. Esta situación refleja por qué la población del Chocó registra, de acuerdo con el DNP, un índice de NBI del 82.8%, casi duplicando el promedio nacional de 45.6%; un índice de Calidad de Vida del 27.9%, frente al promedio nacional de 39%; y el índice de Pobreza Humana del 21.9%, el más alto del país.

"Aquí no sólo nos ha golpeado la violencia sino el abandono estatal. No tenemos acueducto y el alcantarillado está a medias, en la mayoría de las casas apenas colocaron las tasas. El agua buena la tenemos cuando San Pedro quiere colaborarnos. Cuando no quiere, toca coger el agua del río y echarle harto limón y un poquito de clorox, o tomarla de las cangrejeras, unos pozos de donde brota agua, pero en verano la cosa se complica porque se secan. Y sin luz es más berraco soportar esta situación. Hay que acostarse temprano porque pica mucho mosquito y toca meterse al toldillo. Además, la falta de luz aumenta el miedo. Cuando los niños escuchan un ruido ahí mismo pegan el grito y cada vez que pasa un avión la gente corre a esconderse. El pueblo ya no es el mismo", asegura Manuel.

Y no puede serlo, entre otras, porque después de los hechos de mayo de 2002 la mitad de su población se desplazó hacia Quibdó y Vigía del Fuerte. El último censo de población realizado en septiembre fue desolador: para ese momento, de 1.350 habitantes en Napipí quedaban 650 personas. "En septiembre vino la Red de Solidaridad, los llevamos casa por casa y se comprometieron a reparar las viviendas que resultaron afectadas por las balas. Sacamos una lista de cada beneficiario con lo que se le iba a entregar y todavía estamos esperando", señala Manuel a quien le duele, como a la mayoría de los habitantes de Napipí, el olvido tras las promesas.

"A uno le da rabia porque los señores del gobierno hablan muy bonito por televisión, vienen aquí y nos endulzan el oído, pero parece que su política fuera mantenernos engañados y marginados. Sería mejor que nos dijeran de una buena vez que no tienen voluntad. Aunque fue por una circunstancia muy dolorosa, este caso le dio la vuelta al mundo e hizo que se mirara al Chocó y pensamos que sería la oportunidad para salir del cajón. Por eso nos preguntamos: ¿Por qué nos tienen tan olvidados? ¿Acaso necesitamos poner una cantidad bien grande de muertos para que ahí sí nos paren bolas?", señala indignado Manuel, quien a sus 27 años hace parte de Aprona (Asociación de Jóvenes Progresistas por Napipí).

"Nosotros sabemos que a esta zona hoy la miran internacionalmente. Por eso a los actores armados les pedimos que nos dejen vivir como siempre lo hemos hecho: pobremente pero en paz. Sin edificios, sin supermercados, sin grandes inversiones pero tranquilos. Que podamos trabajar, desembarcar los alimentos, ir a pescar, ir a las parcelas a sembrar".

Esa esperanza de paz la plasman diez jóvenes de Napipí que conforman el grupo de rap "Las extrellas del Killat". Con sus alias bien puestos, Jhank Blak, Jhasson Mank, Willy Blak, Prachi Mank, Jhoki Mank, Chaka Mank, Ariel Blak, Yei Mank, Eymi Mank y Yerci Mank , se resisten a aceptar que la guerra sea su único destino. Estos jóvenes, con edades que oscilan entre los 11 y los 19 años, prefieren, como sus hermanos de raza neoyorquinos, narrar su cotidianidad en improvisados cantos que modulan con la gesticulación y la indumentaria propia de los raperos norteamericanos, pero con un norte claro: validarse como grupo étnico en el país.

"Me dicen negro y yo me siento feliz/ Esa es mi raza y qué me van a decir/ Negro soy yo, soy de Napipí/Le canto a las yanis que me gustan a mi"?entona Jhank Blak, de 16 años quien avanzada la noche aún no siente el cansancio de estar levantando desde las 5:00 a.m para ir a pescar con su padre.

"En este país hay que pensar diferente/Porque acá en el Chocó murió mucha gente/Se los dice Willy Mank que es un rapeador/En este país tenemos que pensar mejor"?continúa rapeando un pequeño de 11 años, quien asegura asistir al colegio, pero a quien sus compañeros desmienten. "Es que le da pena decir que no está estudiando", reconoce Chaka Mank, de 15 años.

El canto de Jhoki Mank es contundente: "En Napipí-Bojayá sucedió una tragedia/ Todo eso pasó por la maldita guerra/ Eran las seis de la tarde un gran caso sucedió/ En el pueblo de Napipí una granada estalló/ Se prendió la guerra y lo que se escucha es punto 50 y también las M 60"...

Sueñan con tener 20 metros de tela color azul cielo para confeccionar los uniformes de la agrupación. También, con una grabadora de CD, 5 micrófonos, una extensión, 10 casetes virgen, 5 CDS de pista, un piano y una guitarra eléctrica que les permita realizar su música con mayor profesionalismo. Pero lo cierto es que, con o sin estos elementos, el canto de estos diez jóvenes resume el clamor de las comunidades afrocolombianas en medio de la confrontación armada:

"No queremos violencia sino que reine la paz.

Porque los niños cuando ven disparar el corazón se les quiere estallar.

En el pueblo de Napipí no creímos que eso iba a pasar.

La mayoría de la gente se tuvo que desplazar.

Pero soy negro y me siento feliz.

Esa es mi raza y qué me van a decir"


*Periodista de CODHES