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Para comerte mejor

Gustavo Gómez, editor de la revista SoHo, se le midió a experimentar en carne propia el periodismo de suplantación que ha promovido su revista. En exclusiva para semana.com se hizo pasar por vendedor de una tienda de productos sexuales. Descubrió un par de cosas sobre tamaño, textura, sabor y olor en la cama.

Gustavo Gómez Córdoba*
30 de marzo de 2003

Joey Stefano es uno de esos tipos que la gente conoce por sus amigos. Y Joey Stefano sabe hacerse querer de sus amigos. Por eso los adula, los consiente, los besa y los penetra. Graba películas repletas de tan particulares manifestaciones de aprecio y las distribuye en un planeta que tiene forma de testículo y dentro 6.000 millones de espermatozoides que ganaron la carrera. The best of Joey Stefano/Friends cuesta 115.000 pesos en DVD, pero la gracia no es comprarlo sino venderlo. Traté de hacerlo en Real Identification, una de las sex shops mejor surtidas de Bogotá (¿uno de los sex shops mejor surtidos?... siempre hay problemas de género en las tiendas de artículos sexuales). En fin: traté de hacerlo en una(o) de las(os) sex shops mejor surtidas(os) de Bogotá, en el corazón de la zona rosa, ya casi roja de putillas baratas. No pude. Para vender un DVD de cine rojo hay que tener amplio conocimiento de las aberraciones humanas, y saber leer los gustos del cliente en la cara, y elegir el momento preciso para que el comprador se sienta aconsejado y no acosado, y tener a la mano un par de exclamaciones que no se revelen tan falsas como los orgasmos de Stefano... y, claro, encontrar a alguien dispuesto a gastar 115.000 pesos en siete erecciones de la estrellada estrella porno. No logré venderle a nadie el DVD, pero tuve algo de crédito en el clímax fílmico de un mensajero (no exagero) que dejó lo mejor de sí en la tienda.

Lo llamaremos Asdrúbal, para no vulnerar su intimidad como él la vulneró en la trastienda. Allí, protegido por una pared donde cuelgan penes que caminan, vaginas de cuerda, encendedores grabados con frases que calientan y estilográficos en forma de escroto, están las cabinas de video. Asdrúbal, de quien diremos no usaba media blanca con zapato negro ni corbata angosta de lana, pagó 7.000 pesos y se fue directo a la cabina uno para disfrutar de La hija del Chupacabras, una instructiva cinta que trata de las posibilidades infinitas de diversión que hay en las granjas de Minessotta. El billete de cinco y las dos monedas de mil le garantizaron una silla, un televisor y una caja de Kleenex. Puso el pasador y se encendió una bombilla que indica cómo dentro de la habitación hay un caballero explorando sus púdicos centímetros. Habría podido quedarse toda la película, pero los mensajeros no tienen tiempo que perder. Son muy rápidos, eyaculan precozmente para que no se les venza la hora judicial en Paloquemao o les cierren el banco. Gastó 20 minutos y un par de paños faciales. Vuelve mañana. Agradeció la atención prestada y la poca atención que le prestaron sus vecinos de cubículo. A poco de cruzar la puerta le regaló una mirada cariñosa a los casi 30 centímetros de Rocco, el rey de los vibradores.

Rocco Siffredi, colega de Joe Stefano (aunque éste se especializa en amigos y, aquél en amigas), tiene un falo muy apetecido por los amantes de cine porno, al punto que cierta firma norteamericana comercializa un vibrador inspirado en su anatomía. El pene de Rocco es de tan mayestáticas proporciones que el adminículo exhibe la leyenda "tiene el 70 por ciento del tamaño original". Con el otro 30 por ciento cualquier mortal haría maravillas. No así las clientas del sex shop. Una de ellas se pasea por la sección de vibradores, en predios de Rocco, con su novio. Basta una sonrisa para abordarlos. Para espantarlos. Son estudiantes, pero se ve que estudian poco. Ella está encantada con las texturas; él acomplejado por los tamaños. Los hay sesgados a la izquierda y con más venas que una hoja (45.000 pesos), de silicona en transparente morado (101.000 pesos) y con pivote flexible (85.000 pesos). Espacio de sobra para las grandes maravillas de la tecnología de catre: Eurasian Comer (una perilla hueca le permite "eyacular" agua del grifo), Hot Cock (déjelo en el microondas 10 segundos y tendrá otros tantos de macroplacer), Private Woody (pasta con aspecto de madera), Soft Touch (entre erecto y reposado), Waterproof (para usar en la piscina... aunque todo vibrador funciona en lugares húmedos) y las joyas del reino vegetal, los Veggie Vibes, imitación banano y pepino, tan naturales que pasarían por mercado de quincena en el frutero de centro. Me corro hacia la parejita. La parejita se corre (en España haberlos hecho "correr" habría sido un éxito... ¡el vendedor del mes!). Los dejo solos para que le saquen gusto con el tacto a las perfectas líneas del banano, a las ampollas del pepino, a las carnes sintéticas de Rocco; a su timidez mal disimulada. Giran la base del Clit Teaser y descubren que tiene tantas velocidades como la Oster de mamá. Si bajaran los dos escalones del salón descubrirían en la sección de revistas qué es en realidad una "licuadora". El gringo se les adelantó.

Es un perfecto redneck. Me parece verlo cazando zombies en alguna película de George A. Romero. ¡Horror!: la camisa es de cuadros y lleva tirantes. Tiene qué ser de Kansas pero no te cansas de adivinar su cuna. Me envían a atenderlo. Es amable. En Bogotá todo hijo de Kansas que no habla español es amable. En Kansas todo hijo de Bogotá que no habla inglés es insignificante (no-significante). Hojea la Playboy, pero termina regalándole ojos y latidos a Manila, una revista de factura criolla que parece habitada por extrovertidas damiselas que harían pareja con Asdrúbal (no en la cabina, por supuesto, donde están prohibidos los dúos y apenas permitido el Kleenex). Lo atiendo bien para que hable bien de los "salvajes" en Kansas. Le muestro el último ejemplar de Psychonet, pero no entiende el titular de portada: "Vampiros quieren chupártelo todo". Yo tampoco lo entiendo. La revista está sellada. Lo acompaño a la caja. Paga y sale justo cuando entra la señora paisa del celular en el cinto. Había estado rondando la vitrina por largos minutos antes de decidirse a entrar. La recibimos en la puerta. Parada entre los vibradores y las películas le lanza una mirada al lugar. Estudia con detalle el muñeco inflable de 494.000 pesos, las chupas para los pezones, el Anal Ecstasy Kit, los masturbadores de caucho masculinos y el volumen uno de Abuelitas jubiladas. "Creí que sólo vendían ropa interior, pero veo que es una tienda muy completa", dice, mientras estira el brazo para tocar el corselete del maniquí. Lo remata un primoroso calzón rojo con abertura vaginal. "Entrega inmediata", le confirma una de las vendedoras, pero la señora no entiende si habla de envíos a domicilio o de sexo rápido. Puede ver muy bien en la pared el cartel de "por razones de higiene no se aceptan cambios ni devoluciones" y aquel otro de "anorgasmia, disfunción eréctil, trastornos de eyaculación, consulte a nuestro director científico, el doctor tal y tal". Pide medirse el conjunto. Se detiene junto a la sección de ropa sadomasoquista, pero no es la clase de dama que sorprendería al marido con máscaras de cremallera, esposas en cuero (más bien esposas "en cueros") o sostenes con punteras metálicas. "¡Brutas, dejé la billetera en el hotel!". La excusa perfecta. Huye. Diez minutos más tarde está de vuelta para llevarse el corselete. Mañana por la noche su esposo será el hombre más feliz del mundo... o quizás el más decepcionado.

Es un día corriente en el sex shop. Treinta clientes, y la tarde apenas muere. Edades: entre los 20 y los 35. Muchas parejas, una docena de mujeres solas, escasos mirones. La tienda tiene poca competencia en Colombia. Serán 20. Nada si se las compara con las 200 que operan en España y que facturan el 70 por ciento de sus ventas en el renglón de alquiler de películas pornográficas (Adeline Arénaga, 45 años, fundó la primera en 1977, y tuvo que librar una batalla que le ganó derechos legales sólo hasta 1982). Nadie se hace rico con un sex shop, pero no se ha visto al primer gerente alcanzado con lo del arriendo y los servicios. El sexo, aunque lo niegue el Dane, sí hace parte de la canasta familiar.

Entra un veinteañero con dos quinceañeras. Les piden cédula y no la tienen. Sale un veinteañero con dos quinceañeras. Dos caballeros reciben explicaciones sobre las virtudes de los aceites estimulantes, que tienen más sabores y olores que una bolsa de caramelos. Todo les da risa. No son gays. Trabajan juntos. El uno no hace nada y el otro es su asistente. Vienen a pasar la tarde entre vaginas artificiales y penes tan atractivos como el Chubby (que es suavecito y, con una letra extra, "suavecoito"). Gozan cuando la dependiente les revela con voz estimulante que "no deben usar los aceites en los genitales porque pueden ser muy irritantes". Señalan los lubricantes a base de agua. Valen 8.000 pesos y sí resisten el paso de una lengua tan curiosa como la de ellos. Compran cualquier preservativo barato y lo pagan con monedas. Pronuncian sex shop como "sé-chó". Los preservativos les van a durar meses. Más serio es el hombre calvo con sobre de manila que espera lo atiendan. Saca de él una película, tal vez Two cocks in the same hole o Sexterminator. No sé, no alcancé a ver. El sí alcanzó a verla y viene a cambiarla. Pagando 7.000 pesos puede reemplazarla por otra cuantas veces quiera. Antes de irse toma uno de los volantes ordenados en la mesita que está cerca al afiche de Perform Factory ("shows de arte erótico y fetichismo... artistas profesionales en danza, circo y cabaret"). Pregunta por un sitio para parejas. Le informan que es de parejas gays. Como asqueado, suelta el volante y se despide. El de videos es el único "reproductor" con que comparte alcoba. Es un cliente asiduo; es un misterio asiduo.

El que sigue. Tiene pantalones camuflados y saco de alguna holgura pero no la suficiente para posar de rapper. Y el radioteléfono, enorme, en la mano derecha. Gafas de impertinente oscuro, para que nadie le siga los ojos en la conversación. En la mano izquierda lleva una mujer. La novia, la amiga, la esposa, la compañera. El radio es más grande que ella, y suena más. Preguntan por las bolitas de satisfacción vaginal y anal. La explicación es cruda, repugnante: "Al principio, mientras se acostumbra, usted debe meter las bolitas en un preservativo y anudarlo. Entonces sí puede introducírselas, y cuando consiga el orgasmo tire del preservativo y recupere las bolitas. Puede lavarlas y reutilizarlas". La escena está completa con el joven que reclama porque las gotas compradas ayer no estimularon a su pareja. Para él también hay palabras con filo: "¿Ella sufre de frigidez, no será que hubo contacto físico inadecuado?". El del camuflado está convencido y paga por las bolitas con la idea de que un hombre con muchas bolitas mejora el desempeño en la alcoba. El otro parece insatisfecho con las explicaciones y promete volver después para gastarse más pesos y menos besos. Toma ejemplo del vecino de mostrador y alcanza a decir que la próxima vez lo acompañará su mujer (que puede ser, cómo no, la mujer de otro).

Ahora la tienda está desierta de clientes pero llena de objetos dispuestos a introducirse en todos los orificios del próximo visitante. Después de un par de horas recorriéndola da la impresión de que el sexo es algo sucio, fétido y pegajoso. Se debe, obvio, a que el sexo en realidad es algo sucio, fétido y pegajoso. Pegajoso rima con delicioso. Fétido y sucio no riman con nada. Por eso es tan difícil escribir poesía erótica, y eso a pesar de las combinaciones de cajón: pezón-corazón, vagina-hemoglobina, erección-adicción, vibrador-flirteador. Otra obviedad: en las tiendas de sexo venden de todo para el sexo pero ninguna vende sexo. A menos que por sexo pueda entenderse una mano, una cabina reservada y una caja de Kleenex. ¿Está claro, Asdrúbal?

*Editor de la revista Soho