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PELLO OSPINO: La voz que clama en el desierto del sur del Magdalena

Fabio Fernando Meza rescata la labor de, quien talvez, es el único ciudadano ambientalista que vela por el desierto del sur del Magdalena.

Fabio Fernando Meza
3 de junio de 2008

Ha llorado tanto o más que los mismos cuerpos de agua desaparecidos en toda la región. Llora a la par de los bosques en la agonía que le causa el hacha asesina. Siempre está vestido de luto y refleja en su mirada escrutadora de horizontes la preocupación por la causa perdida. Está quedando sin voz de tanto profetizar lo que pasará si seguimos contaminando nuestro mundo otrora cercado de selvas vírgenes, y al que hoy la mano atrevida del hombre le ha rasgado el vestido intentando violarla por lo que la ha dejado casi desnuda.

Tiene los bolsillos del pantalón llenos de códigos y leyes, lo que le permite defender su pensamiento y misión; los de la camisa, lleno de sueños, ilusiones y esperanzas. Su calzado es la espada de lucha que lo acompaña todos los días a recorrer el mundo descontaminándolo de tanta basura tóxica. La mochila que carga su hombro izquierdo, vive repleta de materiales no biodegradables que encuentra a la orilla de los cuerpos de agua, dentro de ellos, y en los pastos verdes de la zona. Por lo general, uno lo ve recogiendo algo que está en el suelo y lo lleva a su casa, donde hace muchos años ha construido una montaña de botellas, latas, plásticos y demás desechos.

A él, poco le importa que su esposa lo coja por el cuello de la camisa reclamándole no tener ya espacio en el patio amplio ni siquiera para de madrugada agacharse ella a orinar, ya que le da pavor caminar al baño lejano de la casa que ahora queda detrás de la montaña que su esposo sigue alimentando.

La única satisfacción de este guardián del medio ambiente es ver todo el horizonte limpio, resplandeciente y despojado de tanta contaminación, así sea por el día que ya agoniza. Mañana será igual o peor para su alma.

Es una leyenda viva, adorador del dios de las madrugadas y de la brisa, del amo de la claridad. Para mi es un santo, por eso lo venero.

Cuando niño, yo quería conocer a este Robin Hood criollo, que desea morir respirando aún aire puro, y dejarnos esa herencia invaluable; que vive a escasos cuarenta y cinco minutos de San Fernando Magdalena, mi tierra. Vino buscando fortuna desde su Buenavista natal, ubicada en el departamento de Sucre y sólo encontró desdicha; y ha aprendido tanto a convivir con esa desdicha, que la añora cuando ella se cansa de acompañarlo y él humildemente le ruega que vuelva.

Lo buscaba en en las fiestas de danzas y disfraces del carnaval de la seño Gloria, mi madre; en las historias de libros ajenos, en los caminos llenos de melancolía, en las noches de mala luna, en los ladridos de los perros, en la escoba de las brujas de Talaigüa Viejo, en los conjuros y oraciones benéficas, en el nido de las hormigas, debajo de las bateas que en el pasado servían de prisión de los galápagos capturados en verano, en la corteza de los árboles, en las arrugas que el rayo de la tormenta le pinta a las nubes en la cara, en la nueva luz artificial de Jaraba, el pueblo donde él vive; en los tediosos días del mes de enero, en los días envueltos en papel de aluminio que trae el mes de diciembre, en el quince de mayo, en el primer aguacero del año, en el alma vallenata de Isyoli, en las procesiones de aurora de Yolima, en los poemas del profesor Ramón Delgado, en las gigantescas cargas de leña de Toño García, en el pincel y la paleta del gran pintor sanfernandero Ángel David, en la raya perfecta de los pliegues de los pantalones y camisas que plancha el médico Édgar Ruíz Aguilera, en el rumor de voces risueñas que lleva la quebrada, en los sancochos de pescado del Brujo de Batatal; en el espíritu dicharachero, siempre alegre y jovial del corazón grandote del señor Gerenaldo García, y no encontraba a Pello Ospino. ¡Qué vaina!

Pero el milagro que le rogué a San Isidro Labrador (patrono de nosotros los campesinos, y de quien el defensor del medio ambiente es poco amigo) que me hiciera, se cumplió en Batatal. Ahí estaba. Era él con su mochila llena de sueños sin realizar, con sus abarcas desgastadas por la oscuridad, pero con el orgullo y la dignidad intactos.

Le pedí muy humildemente que me permitiera ser su amigo y servidor; que me permitiera ser tocado por su halo de grandeza, compartir su sueño de un mundo mejor, su deseo de preservar el medio ambiente y de amar más a la tierra; que me enseñara a ser y pensar. Que me permitiera contemplar el sol en las noches y la luna brillando en los medio días, que me invitara a soñar despierto con un mundo mejor y de amor, que me enseñara a mandar las penas que agobian al corazón, al carajo.

No fue fácil, lo confieso. Pero insistí tanto que se dio por vencido, y hoy, con el corazón henchido de orgullo, puedo gritar que soy amigo de la voz que clama en el desierto, que soy amigo de un ser humano espléndido que vive de la finca Batatal a tres tabacos bien fumados sobre un burro; que soy amigo del hombre que al verme un día afligido por culpa de una pena de amor, me recomendó dos tragos largos de Oxitetraciclina L.A. un antibiótico que sirve para burros y caballos, pero que a mi me bastaron para inmunizarme contra toda futura desilusión; que soy amigo del cazador de ilusiones, del hombre de la fuga de capitanejos, que soy amigo del ánima en pena que transita a altas horas de la noche por los caminos llenos de serpientes porque solo a esas horas es que puede entablar un diálogo sincero con la naturaleza, donde ella le cuenta sus cuitas y tristezas.

Sí, tengo el honor de ser amigo de Pello Ospino, la única persona sobre la faz de la tierra delante de la que soy capaz de quitarme el sombrero y hacerle una venia, bien merecida por lo demás. Ese que vive allá donde no hay mar ni hay truenos, allá donde en muchas ocasiones, las brujas lo han sacado dormido de su hamaca y lo han llevado volando riendose a carcajadas a un bosque de árboles espinosos dejándolo allí; el que vive allá donde todos los días del año es viernes santo a la una de la tarde del siglo dieciocho. Sí, el que vive allá en un rincón de la población de Jaraba, sur del departamento del Magdalena, desde donde él mira entristecido en noches sin luceros, el futuro incierto de la flora y de la fauna del municipio de Santa Ana.

Cuando celebré mi último cumpleaños, el único deseo que le pedí a Dios fue que en algún rincón del universo hubiera otro Pello Ospino para poder así salvar al mundo. Creo que Dios no me escuchó.