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Reelección y abstención

La senadora Piedad Córdoba defiende su propuesta de abstenerse de votar en las próximas elecciones presidenciales si Álvaro Uribe es candidato.

Piedad Córdoba Ruiz*
15 de mayo de 2005

La reelección presidencial viene afectando la vida nacional desde que se propuso su implantación en Colombia. El Congreso lleva dos años girando en torno al tema, con notoria parálisis de sus demás tareas. El gobierno, sin querer queriendo, orienta todas sus acciones hacia su objetivo de volver a ganar las elecciones.

Mientras tanto, las garantías para la oposición brillan por su ausencia. A pesar del trastorno tan grande que significa la reelección para las instituciones nacionales, la ley de garantías no avanza por la reticencia del gobierno a ceder sus privilegios.

El Ministro del Interior acaba de decir que el gobierno no renunciará a la transmisión por televisión de sus maratónicos consejos comunitarios dizque porque no puede renunciar a gobernar ni puede abandonar su programa de gobierno. ¿Acaso las transmisiones televisivas hacen parte de los 100 puntos de gobierno del presidente Uribe? ¿O es que el programa de gobierno no se puede realizar si no hay televisión? No. Lo que sucede, sencillamente, es que no hay mejor campaña política que repartir la plata del presupuesto cada semana, con televisión a bordo durante más de 10 horas continuas -van 940 horas de televisión en directo- cuyo costo altísimo también es parte del presupuesto nacional.

Y el gobierno sigue diciendo que combate el clientelismo.

Esa es una muestra más de que el presidente-candidato no hará a un lado los privilegios que le reporta su investidura para su nueva campaña.

Hasta ahora no hay claridad sobre temas tan importantes como el manejo electorero del presupuesto por el presidente-candidato. Ni sobre el proselitismo político de los más altos funcionarios del Estado, que obviamente será a favor de su jefe (¿o alguien cree que un funcionario hará campaña a favor de un candidato que no sea su jefe?). Ni sobre el acceso a la televisión en condiciones equitativas (¿cómo pueden compararse las 10 horas que cada 8 días emplea el Presidente en sus consejos comunitarios con los 5 minutos semanales que la organización electoral dará a los demás candidatos? Y eso sin hablar de los espacios que las cadenas y emisoras le abrirán por ser el Presidente, ni de los espacios que el propio Presidente se tomará con arrogancia, como sucedió cuando irrumpió en un programa radial para descalificar al senador Héctor Elí Rojas).

Tampoco hay claridad sobre el límite al monto de los aportes que podrán hacer los particulares a las campañas (¿alguien cree que un empresario aportará los mismos recursos al Presidente -que lleva todas las de ganar- que a los demás candidatos?).

Tampoco hay límites para los nombramientos a dedo de funcionarios cuyo mayor mérito es su parentesco con los parlamentarios que apoyan la reelección (ante las críticas a esta muestra rampante de clientelismo, el Presidente dijo que ya no nombrará más parientes de parlamentarios, y estamos seguros de que así será: ya les cumplió a todos sus favorecedores y no hay más puestos que ofrecer). Menos aún hay claridad sobre las garantías para que todos los candidatos puedan hacer sus campañas a lo largo y ancho del territorio nacional, sin la interferencia de los grupos paramilitares que coaccionan a los electores.

Las garantías no son cosa de poca monta. Si los propios asesores presidenciales están diciendo que hoy por hoy no hay quién le gane al Presidente y que éste no necesita pegar un afiche para lograr su reelección, esa es la mejor prueba de que el ejercicio del poder representa por sí solo una inmensa ventaja frente a los demás aspirantes.

En tales condiciones, ¿qué sentido tiene presentar candidatos distintos al Presidente en las próximas elecciones presidenciales? El libre juego democrático implica que más de una de las opciones sometidas a consideración del electorado tenga posibilidades reales de llegar al poder, lo cual quiere decir que por lo menos ejecuten sus campañas en pie de igualdad. Pero si solo una de esas opciones reúne todas las ventajas, las demás se convierten en convidados de piedra que lo único que hacen es legitimar la farsa en que se convierten las elecciones.

Por eso he propuesto que el Partido Liberal se abstenga de presentar candidato en la próxima campaña electoral a la Presidencia si el estatuto de garantías no ofrece eso, garantías que despojen al presidente-candidato de las ventajas que le da su cargo. Es decir que el Presidente no pueda utilizar el presupuesto con fines electorales, que haya límites al proselitismo de sus funcionarios, que haya acceso equitativo de todos los candidatos a los medios de comunicación, que todos tengan las mismas posibilidades de financiación y, en fin, que el ejercicio abusivo del poder no sea el soporte de la reelección, como todo parece indicar que va a suceder.

Si no hay esas garantías, la mejor alternativa es marginarse de una contienda que podrá llamarse como se quiera, menos contienda democrática.

* Senadora