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Salvatore Mancuso durante una de sus audiencias libres ante un Juez de Justicia y Paz.

EL AÑO DE LA VERDAD

Sólo 44 paras han rendido versiones libres de 3.000 que se postularon a Ley de Justicia y Paz

A dos años de expedida la norma y pasados apenas seis meses desde su aplicación, los colombianos se preguntan para qué ha servido. Análisis de la Fundación Ideas para la Paz, FIP.

María Victoria Llorente y Juan Sebastián Ospina
2 de agosto de 2007

Un balance del actual proceso de la Ley de Justicia y Paz debe partir del examen general de dos cuestiones: qué se quiso lograr con su expedición y qué se ha podido conseguir hasta el momento. En cuanto a lo primero vale recordar que la Ley de Justicia y Paz se originó como un instrumento de paz que ofrecía incentivos y beneficios para los grupos paramilitares que comenzaron a desmovilizarse en noviembre de 2003. En este caso, a diferencia de las experiencias de los 80 y 90 en donde la búsqueda de la paz fue a través de la negociación, reconociéndoles su carácter político a los grupos que decidieron desmovilizarse, los beneficios jurídicos y políticos creados por la Ley 975 no concedían dos medidas de negociación ya “clásicas” en Colombia: la amnistía y el indulto. Esto porque una norma previa, la Ley 782 de 2002, excluía de sus beneficios a quienes hubiesen cometido delitos de barbarie o de lesa humanidad. Así, la Ley de Justicia y Paz se construyó con dos objetivos: por un lado, facilitar los procesos de paz y reinserción de miembros de grupos armados al margen de la ley que hubieran cometido delitos atroces, de ferocidad o barbarie, y por el otro, incorporar las garantías de la tríada de elementos de la justicia transicional, es decir, los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación.

La segunda cuestión relevante para un balance de la Ley 975 tiene que ver con señalar lo que se ha avanzado hasta el momento, amén de la desmovilización de 31.000 miembros de las AUC. Luego de dos años de promulgada y de apenas seis meses de aplicación, los hechos demuestran que se está haciendo lo que se puede con lo que se tiene. De los cerca de 3.000 excombatientes de grupos paramilitares que se postularon a Justicia y Paz, tan sólo 44 han realizado versiones libres de las cuales cuatro ya terminaron y hay programadas para este semestre otras 264 versiones. Por otro parte, se han registrado 70.000 víctimas ante la Fiscalía, de las cuales 23.000 están acreditadas dentro de los procesos en curso y tan sólo unas 3.000 cuentan con algún tipo de representación legal. Claramente el ritmo lo están imponiendo los procesos judiciales y al paso que vamos tardaremos años por no decir décadas, en alcanzar los objetivos de la justicia transicional.

Dentro de este contexto un aspecto que suscita enorme preocupación es el de la reparación integral a las víctimas que propende por la restitución, la indemnización, la rehabilitación, la satisfacción y la garantía de no repetición. En efecto, de las pocas cosas en las que parece haber consenso en relación con el balance actual de la Ley de Justicia y Paz es que la vía judicial se encuentra desbordada, mientras que la reparación a las víctimas no da más espera. Más aún cuando se evidencia un desequilibrio entre la atención que por parte del Ejecutivo están recibiendo los victimarios y la que se destina a las víctimas. Sin desconocer que la reintegración de más de 40.000 excombatientes de grupos paramilitares y guerrilleros tiene gran cantidad de problemas, al menos se ha diseñado un programa específico para ello, el cual se ha incorporado como parte del Plan de Desarrollo e Inversiones 2007-2010. En contraste, las víctimas enfrentan barreras para acceder a la justicia no sólo por la complejidad de los requisitos que deben llenar para acreditarse como tal ante la Fiscalía, sino además por la insuficiencia de recursos con que cuenta el sistema para proteger sus vidas y para facilitarles representación legal dentro de los procesos.

Sugerir que se requiere con urgencia diseñar alternativas de reparación a las víctimas que operen de manera complementaria a la vía judicial, se cae de su peso. Existen ejemplos en América Latina de reparación administrativa como el peruano, el chileno, el argentino y el guatemalteco de los cuales se pueden sacar lecciones de gran utilidad. En el caso colombiano, está tomando fuerza esta línea y así lo indicó la propia Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación en sus recientes recomendaciones sobre la materia.

De acogerse esta recomendación que, sin duda agilizaría parte del proceso de resarcir a las víctimas en los daños que han sufrido con ocasión del conflicto, resulta indispensable diseñar un sistema en el cual se armonicen la reparación judicial con la de carácter administrativo. Idealmente se requería de un Plan Nacional de Reparaciones que tenga una mirada comprensiva sobre ambas vías y sus respectivas medidas. En el diseño de dicho plan habría que establecer como mínimo cuáles son los vasos comunicantes entre ambas vías. Al respecto hay experiencia internacional que sugiere que lo más indicado es que ambas vías sean mutuamente excluyentes, con lo cual las víctimas escogen a cuál acuden al menos en materia de indemnización.

Por último, hay que tener en cuenta que un plan de esta naturaleza requiere que el compromiso del gobierno nacional frente a la problemática de las víctimas asuma una forma más visible y concreta. La idea de que haya un Alto Consejero para las Reparaciones equiparable al Alto Consejero para la Reintegración, planteada por el presidente de la CNRR recientemente, sin duda merece ser estudiada con cuidado. Más allá del simbolismo que conlleva la creación de una oficina de esta naturaleza, la mera lógica indica que es preferible para el ejecutivo que tome la iniciativa y se involucre activamente en el Plan antes que se crezca de manera impredecible para el erario la deuda con las víctimas del conflicto interno en Colombia.