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Una Colombia de soldados

La única selección que ganó un título de Copa América contó con una depurada técnica y una gran disciplina táctica, pero su gran virtud estuvo en el coraje que puso en cada uno de los partidos.

Mauricio Bayona
22 de junio de 2007

Cuando se tiene un equipo al que no le hacen un solo gol en un torneo como la Copa América, es porque algo anduvo muy bien. O bien, porque la puerta se supo cerrar a tiempo o porque no se presentaron profundos abismos en la táctica y la estrategia. Esa fue la Colombia de 2001, una selección de mayores hermética e inteligente para defender su área, y viva y audaz para saber cómo demoler la contraria. Una combinación precisa que trajo el resultado de ganar este importante torneo por primera vez en la historia de nuestro fútbol, sin interesar el festival de críticas que trataron en vano de desacreditar la Copa después de la ridícula e inesperada renuncia de Argentina de no participar en ella.
Colombia siempre lució alentada. Como si por ejemplo, Iván Ramiro Córdoba y Mario Alberto Yepes tuvieran que ganarse un puesto que desde años atrás les pertenecía. No fueron defensas. Fueron soldados. Guerreros de una Selección que, dirigida por Francisco Maturana, el técnico que aún hoy ha ganado más títulos en Colombia que cualquier otro, salía a la cancha con la tranquilidad del que juega banquitas en una plazoleta de barrio y no en un estadio.

Esa Colombia jugaba bonito, pero sobre todo, esa Colombia ganaba. No en vano, por nombrar uno de sus delanteros, Víctor Hugo Aristizábal, el polémico pero excelente jugador paisa, comandó durante todo el torneo la tabla de goleadores de un campeonato que, como la Copa América, nunca ha sido poca cosa, todo lo contrario, el más antiguo en la historia del fútbol.

Era una selección más vertical, pero sin dejar a un lado ese deambular por todo el campo, de pases cortos pero mortales y de la tenencia del balón que siempre caracterizó el fútbol de Francisco Maturana. Un equipo que parecía respirar con el corazón y la razón de sus jugadores y no con sus pulmones. Un equipo que sin afán ni ritmos diabólicos, envolvía a sus rivales paso a paso, sin correr y sin prisa, como lo hacen los buenos toreros antes de entrarle al toro con la espada.

El 2001 de Colombia en su Copa América no fue un equipo de grandes y protagónicas estrellas. Era un único ejército, sin generales de muchos soles en su solapa o destacados coroneles. Un solo batallón de soldados que desde el comienzo entendieron la misión de ganar una Copa que se jugaba en casa.

Giovanni Hernández, por ejemplo, ese menudito jugador, bajo, frágil y de carita de cordero, fue un monstruo de muchas piernas y cabezas. El centro, el punto de partida de Colombia para el ataque, el que pensaba más rápido que unos y otros, el que gambeteaba en pocos centímetros y el que con su cintura convertía en mermelada defensas y líneas de contención enteras.

Pero Hernández no galopaba solo. Freddy el ‘Totono’ Grisales, andaba en 2001 en sus mejores días. Era un futbolista, del que llaman los especialistas, de ida y vuelta. Pero era más que eso. Un tanque de guerra para contener las intenciones ofensivas del rival y un leopardo para avanzar a aniquilarlo. Era una mezcla de varias cosas. De coraje y de ganas, de talento, por supuesto. Un volante de los que ya no hay muchos en Colombia, con distancia milimétrica para patear desde lejos, con gol y con llegada.

A ellos se sumaban varios en esta manada de soldados rasos. David Ferreira, tan alto como un bolardo, pero no de cemento sino de caucho. Un jugador ingenioso y rápido de pensamiento, buen socio para Hernández al momento de atacar, amigo del fútbol abierto y bonito.

Colombia era compacta. Subía y bajaba como en bloque, sin rupturas catastróficas y siempre con el orden de un comando que se mueve entre la selva, sin movimientos bruscos y sin prisa. Una Colombia bien pensada era la de Maturana en 2001. Con gladiadores como John Restrepo y Juan Carlos Ramírez, que en vez de piernas parecían tener espadas para arrebatarle el balón en el medio al enemigo. Eran soldados de primera línea, los que más ponían la cara y los de la misión más sacrificada. Dos jugadores con el corazón tan grande como el de un rinoceronte y cargados con la voluntad del que nunca fallece, de esos pocos a los que nos les develaba el protagonismo sino el sacrificio.
Colombia adelante era tan rápida y sorprendente como el viento, y del que nunca se sabe con exactitud para qué lado sopla, con esa manera de cambiar sin previo aviso y sin caminos ni rumbos calcados y reconocidos. Con ese modo de sorprender.

Esa era la Colombia de 2001 en la Copa América. Con el inteligente hombre de área que era Aristizábal o con ese toro negro y armonioso que fue en ese año el costeño Eulalio Arriaga, un jugador único que parecía chueco y sin soltura pero que al final era todo lo contrario. Un caballero, un mago del gol que, junto a otros como Jairo Castillo o Elkin Murillo, sabía desmoronar las defensas contrarias, sus arqueros, sus tácticas y su estrategia.

Una Colombia guapa, entera y entregada a una tierra que nunca paró de apoyarla fue la del 2001. Con un arquero que hoy ya anuncia su retiro. Ese Óscar Córdoba, con más brazos que un pulpo cuando estaba entre los tres palos y con la serenidad del que sabe al pie de la letra su oficio. Al que no toca decirle nada nuevo, el que entiende en pocas palabras lo que sabe hacer, el que impone respeto.

Esa era la Colombia de 2001. Una Colombia de soldados, sin tantos escalafones ni pergaminos para unos u otros. Era una sola Colombia. Un único país. Por eso, entre otras cosas, ganó la Copa América. n