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Una noche en la casa de los travestis

Lujurioso, libertino, seductor y misterioso el sector de Barbacoas en Medellín tiene fama de impenetrable. En él conviven la mayor concentración de travestis de la ciudad que son controlados por grupos ilegales. ¿Qué pasa una noche en Barbacoas?

15 de noviembre de 2006


8 p.m.
La casa de los travestis de Medellín es un hotel sin nombre. Y a las 8 de la noche es un hotel en tinieblas. Sólo una luz neón da cuenta de que allí hay gente. La entrada es como la de cualquier hotel pobre del centro. Una diminuta carpa azul alumbrada por dos luces incipientes y, cuatro pasos más adentro, una puerta de madera en arco con rejilla. Encima de la puerta hay un letrero blanco con letras negras que les advierte a los menores de 18 que tienen prohibido el ingreso. La puerta nunca está completamente cerrada y para entrar basta gritar: “¿Hay cuartos?”.

Apenas comienza la noche para los travestis. No saben de la vida salvo en la noche. Son los noctámbulos por excelencia de Medellín. Por el lobby de su casa, de 40 centímetros de ancho por tres metros de largo, comienzan a desfilar, uno a uno, en una competencia por la falda más ceñida y más corta. Para los travestis todas las noches son de gala.

Salen y escogen puntos estratégicos para rentar sus cuerpos en las cuatro esquinas más sigilosas y extravagantes del centro: en Barbacoas. Algunos prefieren las paredes de los locales abandonados y sin dueño, otros las esquinas más oscuras y desoladas pero, la mayoría, caminan media cuadra hasta La Raza, un bar de vallenatos y cervezas que se ha convertido en el lugar predilecto para comenzar la jornada.

10 p.m.
Yesenia y Pamela acaban de llegar al hotel. Se bajaron de un taxi Chevette con vidrios oscuros y detrás de ellas, la estela de humo de marihuana. Están riéndose como locas y olvidan cerrar la puerta del carro. Yesenia viste una falda diminuta de rayas horizontales azules y blancas y su pintalabios está regado hasta la barbilla: “hay querida, hay querida que frío tan malparido”, grita entre risas mientras empuja la puerta del hotel y llega hasta el espejo al final del pasillo. Pamela, con un abrigo blanco que le cubre todo el cuerpo, la sigue y con el codo va rozando toda la pared como buscando no caerse.

Las dos han llegado de una jornada extenuante y buscan un breve descanso en el hotel sin nombre. Buscan en su bolso otro pucho de marihuana para recuperarse y calentar sus cuerpos. Cuando lo encuentran y señalando una de las cuatro habitaciones del primer piso, le preguntan a Carolina*, la recepcionista, “Oiga pelada, ¿alguien vive en esta?”. Carolina les contesta que no y Pamela abre la puerta de un manotazo.

Aquello donde entran no es una habitación. Es su guarida, un cubil. Sus dimensiones son de dos por tres metros y el techo es tan alto que la pintura no alcanzó a cubrir los rincones de las esquinas más elevadas. Una cama cuadrada con sábanas harapientas y una mesa de noche desvencijada ocupa más de la mitad del cuarto. Hay poco espacio para moverse y las paredes azules y anaranjadas están repletas de manchones más oscuros, algunos con la silueta de la palma de la mano. Hay un pequeño televisor de perilla colgado de una de las paredes cuyo único canal es Hot TV y la programación consta de tres programas: mis vecinas ninfómanas, el cuarto de las rubias y sexo en la ciudad para principiantes. No hay necesidad de moverse para comenzar a sudar en aquellos cuartos. El único ventilador disponible no funciona y salvo algunos cuartos del segundo piso, ninguno tiene ventanas. La luz es amarilla y todo da la sensación de estar curtido.

Ni Pamela ni Yesenia tuvieron que dar un centavo para entrar al cuarto. Después de tantos hombres que dejaron en el hotel un billete de 10.000, resultaría desconsiderado por parte de la administración cobrarles a sus promotoras número uno.

Al cabo de 40 minutos las dos vuelven a salir al pasillo. Dejan la puerta abierta y sacan de la nevera de Coca Cola, dos botellas de agua. Para Pamela y Yesenia, esta es apenas la primera estación de la noche.

1 a.m.
El mayor entretenimiento para los travestis es hablar de ellos mismos. Bufarse de su situación y de sus cuerpos. Al igual que las mujeres, les preocupa saber lucir lo que traen y más que a las mujeres, a los travestis les interesa vender lo que traen. Pero hay un caso particular en Barbacoas. Se trata de Yirleny: un hombre negro, joven y alto que decidió quedarse en la zona a pesar de que sólo tiene una pierna.

Es imposible ignorar su presencia. Las muletas brillan tanto como su pierna musculosa y las trenzas de su cabeza alcanzan el color del cobre lustroso. Nadie sabe cuánto dinero se hace por noche, es el travesti más callado de Barbacoas y uno de los que menos utiliza el hotel.

A la 1:30 de la mañana baja desde el Parque Berrío, a una cuadra de Barbacoas, con paso acelerado. Nadie sabe qué le ha pasado pero no quita la mirada del suelo, enfurecido. Cuando llega La Raza, entra empujando a los demás y todos lo siguen hasta que se sienta en una de las mesas. El negocio del sexo toma un receso y los clientes no tiene otra opción más que cruzar y dar otra vuelta a la manzana hasta que Yirleny termine su historia .

2 a.m.
Es la hora de mayor agite en la casa de los travestis. Entran y salen tantos hombres que nadie en la ciudad se ha atrevido a calcular cuánto dinero maneja el negocio del sexo en Barbacoas. Las cifras oscilan entre 5.000 y 40.000 pesos el rato con un travesti. Esto sin contar con los 10.000 del hotel. “Todo depende del marrano, mi amor”, dice Pamela y agrega que ellos también tienen en cuenta si el marrano está borracho, drogado o si es muy viejo.

En ocasiones, en ese ambiente de penumbra, aguardiente, sexo y seducción la belleza parece residir en las maliciosas sonrisas de los travestis. Cada uno de ellos, cuando se trata de enganchar a un cliente, sabe con exactitud qué lado de su cuerpo exhibir, qué decir y cómo concretar. A la hora del cortejo, las palabras son un desgaste.

Carros, motos y transeúntes merman la velocidad cuando cruzan por Barbacoas. Nunca se detienen. Las señas y unas cuantas palabras bastan para concretar la cita que minutos después tendrán en el hotel, en otra residencia del centro, en los mismos carros o, incluso, en las aceras más ocultas.

4 a.m.
El aire frío de la madrugada comienza a golpear los párpados y ya muchos travestis están tendidos en los catres de la casa con los cuerpos desgastados. Aunque ya cumplió con la meta de la noche, Pamela parece intranquila. Para ella, el aire de la madrugada es un aire de emboscada. Cada nuevo hombre que se le acerca tiene el porte de un paramilitar. Cada uno de sus pasos y gestos están siendo controlados por un grupo ilegal que, muchas veces, se ha autodenominado ‘Convivir’. Son los encargados de cobrarles, cada sábado, una cuota de 30.000 pesos para que puedan seguir rentando su cuerpo.

Pamela sabe de la historia de otros travestis que por no dar la cuota han sido violados y golpeados por miembros de este grupo. “Nos violan por maricas”, dice Pamela, mientras se retoca los labios en uno los baños del hotel. Los travestis hablan poco de ello. Prefieren ocultarlo y seguir pagando la vacuna que denunciar y exponerse a la muerte. Lo más paradójico del fenómeno es que a tan sólo dos cuadras de Barbacoas queda uno de los CAI más grande la ciudad, el del Parque Bolívar.

6 a.m.
Como sucede con los vampiros y las lechuzas, los travestis odian el sol. Pamela, sin embargo, sonríe y se toma el último aguardiente de la jornada antes de entrar al hotel. “Pelada voy pal’ cuarto”, le dice a la recepcionista mientras saca del resorte de su falda los 72.000 pesos que esta noche le ha dado su cuerpo.

Pamela no dice que sufre pero se le nota. Sobre todo a estas horas cuando el hotel va adquiriendo un tinte cotidiano. Un tinte mal elaborado, de abandono y rutina que logra camuflar el agite nocturno. El escritor brasileño Millor Fernándes, escribió alguna vez: “Toda alegría es así: ya viene envuelta en el fino papel de una tristecita”. A diferencia de la creencia popular, los travestis nunca están alegres: sonríen a menudo, es cierto, pero se trata de sonrisas de coquetería, no de alegría. Ellos han elegido inscribirse en la facultad del sufrimiento y vivir en una atmósfera casi incógnita, casi funeraria, que los golpea hondo todas las noches.

*Los nombres originales se omiten por seguridad de las personas.