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Viaje al Olvido

Crónica de viaje por el río San Juan en Chocó, donde comunidades negras e indígenas abandonadas por el Estado y en medio del conflicto no tienen servicios de salud, ni profesores, resisten a bloqueos alimentarios, y a la posibilidad de tener que abandonarlo todo en cualquier momento.

Natalia Carrizosa*
12 de febrero de 2006

Martes 20 de diciembre.

La Excursión por la Vida y los Derechos de las Comunidades Negras y los pueblos Indígenas del río San Juan, organizada por la Diócesis de Istmina y la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados ACNUR, buscaba alertarnos sobre la terrible situación humanitaria en que se encuentran los habitantes de las poblaciones ribereñas del Chocó.

En el río San Juan, el abandono del Estado es latente. También la guerra que se intensificó desde que las autodefensas del Bloque Héroes del Chocó incursionaron a mediados de los 90 a disputarle a la guerrilla el control de los cultivos de coca en este corredor estratégico hacia el Océano Pacífico. Más de 1000 civiles han tenido que desplazarse en los últimos dos años. Y las recientes inundaciones que arrasaron con los cultivos de pancoger no ha hecho más que empeorar las cosas.
 
Entre los expedicionarios había representantes de la oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos,  agencias de cooperación internacional, diferentes ONGs, la Defensoría del Pueblo y Acción Social. En total éramos unas 100 personas en nueve embarcaciones.

Navegamos tres horas por el mar picado en medio de un aguacero. Íbamos tapados con chaquetas y bolsas impermeables, pero el agua se colaba por cualquier orificio de la ropa y llegaba hasta los huesos. Al llegar a las siete bocanas por las que el río desemboca en el Pacífico, la lluvia cesó un momento y salió el sol. Entonces pude salir del caparazón de mi chompa y observar un paisaje perturbadoramente bello. El agua ya no era de color verde pantano sino marrón. El mar se fue haciendo más estrecho y liso hasta convertirse en un río de unos 600 metros de ancho por el que la lancha se deslizaba suavemente. La selva a lado y lado parecía infinita. Los árboles, tantos y tan verdes, llegaban casi a la orilla del agua. El río era un camino nítido como rasgado por una cuchilla. Cada media hora una garza, una chocita con un tendero de ropa de colores o unos niños empujando una canoa rompían la dulce monotonía.

¿Muere realmente un indígena si cae y nadie lo oye?

No tuve que esperar mucho para constatar el abandono del Estado. En Unión Balsalito, una comunidad Wounaan, las casas eran quioscos sin paredes con techo de paja. Los niños andaban descalzos por entre los charcos. Para celebrar nuestra llegada, en una maloca, varias mujeres bailaron con el brasier puesto, contrariando sus tradiciones. Mientras tanto, yo hablaba con Magnolia, una indígena de unos treinta y siete años. Me contó que tres días antes de nuestra llegada un hombre había muerto porque lo picó una culebra y en el puesto de salud  no tenían suero antiofídico. Durante la reunión, el profesor se quejó de que sólo la mitad de los niños iban al colegio porque faltaban maestros. No tenían un solo balón de fútbol para jugar.

Unos minutos después, cuando atracamos en Docordó, apenas escampaba. Mientras escurría el agua de mi camisa en un corredor, los oficiales de los diferentes organismos de la Onu, ya estaban instalados en los cuartos y se veían frescos, mientras doblaban sus chaquetas impermeables azul claro con el símbolo blanco. Hacían juego con las maletas, las gorras y los chalecos multibolsillos, también contramarcados con el símbolo de la organización. Después de tener malos pensamientos contra el grupo que tenía la mejor lancha, los mejores lugares para dormir, los mejores contactos para entrevistas, caí en la cuenta de que los representantes de la ONU y otras agencias humanitarias internacionales, a diferencia del Estado, pero también de los periodistas, sí estaban pendientes del Chocó.

La conciencia de esto me llegó mientras observaba el acto cultural de Docordó. Habían montado una tarima sobre una empantanada cancha de fútbol donde los niños del pueblo hicieron la representación de un noticiero llamado Notilitoral. "Gracias, Jimena," decía una niña de trenzas, después de que la que interpretaba a la presentadora le pasaba el micrófono. "En efecto, el Ministerio de Educación acaba de aplazar el envío de 10 maestros expertos en etnoeducación .. Los habitantes piden la entrega de un cargamento de semillas para remediar las perdidas ocasionadas por las inundaciones. Eso es todo desde aquí, sigan ustedes en estudio". Mientras el público se reía con los errores de lectura de la presentadora, yo pensaba que nada de lo que pasaba en Notilitoral sería noticia en un medio masivo de comunicación. Los noticieros tienen cosas más importantes que revelar, como el último detrás de cámaras del Reality de celebridades.

Al acabarse Notilitoral me fui a buscar a Olmer, el motorista de la lancha ambulancia. A Olmer lo despiertan a veces a las dos de la mañana para que transporte un enfermo con urgencia a Buenaventura porque no lo pueden tratar en el centro de salud de nivel uno del pueblo. En la lancha de carpa roja van los familiares del paciente y una enfermera equipada únicamente con un botiquín de primeros auxilios.  "Cuando el paciente va grave uno le da despacito a la lancha", me explicaba. Yo no podía dejar de imaginarme un paciente adolorido cruzando en lancha por el paso del tigre, un tramo que le hace honor a su nombre por la bravura del mar. Yo tuve que pedir una bolsa porque creí que me iba a vomitar. Me contó el caso de una bebé de un año que se quemó todo el cuerpo con una lámpara de aceite en la hora en que la planta de luz aún no estaba funcionando. En Buenaventura, tampoco la pudieron tratar y de allí la mandaron a Cali, donde murió.

En el resto de comunidades que visitamos, los centros de salud eran inexistentes o mucho más miserables que el de Docordó. En varios no existía una lancha con motor, por lo que la gente moría de enfermedades tratables como diarrea, malaria y paludismo.

Un tablero, por favor

Las escuelas a lo largo del San Juan eran deplorables. En San Miguel, el colegio constaba de una sola sala con pupitres dañados decorada con móviles y dibujos hechos por los niños. El profesor de San Miguel, un manizalita que además es el cura y el médico del pueblo, se quejó de que no tenía un tablero para enseñar.

San Miguel es un caserío conocido porque en julio de 2005 sus 600 habitantes tuvieron que desplazarse por enfrentamientos entre los paras y la guerrilla. Pero cuando se venció el período de los 90 días que dura la ayuda humanitaria de emergencia, tuvieron que regresar sin ninguna garantía de seguridad. Entonces muchos se encontraron con que habían perdido todos sus animales. Se murieron de hambre la mayoría. Los otros se los robaron. Esto no fue todo. La guerrilla y los paramilitares siguieron amedrentándolos y llegó la ola invernal de este fin de año. El río se desbordó y se les inundaron los cultivos y las casas. "Los que estaban un poquito mejor recibieron a los más afectados y otros metieron la canoa en la casa y ahí dormían", me contaron Omar y Franci Helena, dos habitantes de San Miguel, mientras caminábamos por los muros sin puertas ni techo de lo que fueran casitas. El Estado les dio entonces un kit de cocina, y mandaron un tablero de acrílico para la escuela. El problema, dice el profesor-cura-médico, "es que ese tipo de tablero no funciona en el clima de aquí". 

La situación de abandono era igual o peor en las otras poblaciones visitadas. En Bebedó los profesores no tenían contratos sino por tres meses y el profesor de matemáticas de este año sólo llegó hasta octubre. En Unión Balsalito había escuela para los más pequeños. Después de finalizar quinto de primaria, los niños tienen que remontar el río en canoa si quieren ir al colegio.

Una de las poblaciones más pobres que visitamos fue Panamacito. Cuando llegué me le acerqué a Elías y Cayeto, dos agricultores, y les pregunté por los principales problemas del pueblo. Primero me invitaron a pasar a una especie de cochera sin ventanas y prácticamente vacía (aparte de un arrume de basura y una camilla rota) a la que se refirieron con ironía como "nuestro famoso puesto de salud". Hacía diez años ni siquiera contaba con enfermera. Luego me propusieron que entrara a cualquier casa para que constatara los problemas de vivienda. Escogimos la de doña Celia que estaba tejiendo unos canastos junto a su suegra a la entrada de la casa. Parecía un galpón de gallinas mal construido, con tablas puestas en todos los sentidos y separaciones evidentes entre una y otra. Al entrar agradecí esos huecos porque de otro modo la oscuridad hubiera sido total, incluso durante el día. No había nada parecido a una ventana, mucho menos luz eléctrica. La casa no tenía inodoro y la cocina era una hoguera de cuatro palos de leña y una olla en el piso. Apenas alcancé a tomar una foto cuando los organizadores empezaron a llamarme.

Los guerrilleros, un hombre de pantalón camuflado y esqueleto negro y otros vestidos de civil, les habían pedido que no nos volviéramos a apartar del grupo para hablar con la gente y que tuviéramos cuidado con las fotos que tomábamos. Tuve la sensación de que detrás de la Chirimía que traíamos con nosotros, todos esos pueblos estaban silenciados.

Y ahora quién podrá ayudarlos?

En todas las paradas, la gente nos agradecía por haber ido a verlos como si fuera todo lo que pedían en sus oraciones. En cada pueblo se repetía un evento donde los habitantes exponían un pliego de peticiones que esperaban que de alguna manera lográramos satisfacer. Me sentía como un fraude, peor que político en campaña. ¿Qué podía hacer para lograr que los indígenas Wounaan que se demoran un mes haciendo un jarrón de Palma de Beguero pudieran exportarlo? ¿Cómo podía ayudar para que en Docordó les dieran un mercadito a los hombres y mujeres desplazados de la tercera edad? ¿Quien iba a poner luz y agua potable en todos esos caseríos? ¿Quién le iba a arreglar el techo a las personas que lo perdieron todo en las inundaciones de San Miguel? ¿Cómo podría presionar para que le mandaran un tablero a la escuela? ¿Cómo hacer para que alguien comprara los kilos y kilos de borojó que se pudren en pueblos donde nadie tiene una lancha a motor? ¿Quién iba a proteger al San Juan de ser cuna de una masacre como la de Bojayá?

A la llegada a Istmina nos recibió el pueblo con Chirimía y banderas blancas. Unos desplazados del San Juan que no pudieron participar de la excursión nos repartían volantes con nuevas peticiones. Eran tantos los problemas que la gente esperaba que les resolvieran, que Giovanni, coordinador de la oficina de la ACNUR en Quibdó, tuvo que llamar al orden: "Las ONG y las instituciones representadas no vamos a solucionar los problemas de la gente del San Juan", dijo. "Ustedes mismos, con nuestro apoyo, lo harán".

*Periodista de Semana.com