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En busca de El Dorado

Con 'La serpiente sin ojos' culmina la saga de William Ospina sobre la conquista española del territorio americano.

??Luis Fernando Afanador
1 de diciembre de 2012

William Ospina

La serpiente sin ojos

Mondadori, 2012

318 páginas?

"Nadie viajó tanto para encontrar su propia tumba". Buen epitafio para el conquistador español Pedro de Ursúa, que teniéndolo todo —amor, riqueza, prestigio—, se embarca en una expedición demencial por el río de "Las Amazonas" en busca de El Dorado. El adelantado Pedro de Ursúa es entonces de nuevo el protagonista del último libro de la saga. Lo había sido del primero, que justamente se titula Ursúa (2005) y cuenta sus aventuras en el territorio que hoy es Colombia. El segundo, El país de la canela (2008), centrado en la expedición que recorrió por primera vez el río Amazonas, comandada inicialmente por Francisco Pizarro, tiene como protagonista y narrador a Cristóbal de Aguilar, un mestizo hijo de conquistador, quien en La serpiente sin ojos (2012) retoma su función de narrador y actúa como baquiano y leal confidente de Ursúa.

La saga se ha terminado, el dibujo está completo. Ya podemos empezar a evaluar en toda su dimensión la propuesta de William Ospina. Él mismo sugiere un hilo conductor: "Con los años he aprendido que 'Ursúa' es un libro de guerras y 'El país de la Canela' un libro de viajes. Pero a medida que avanzaba en 'La serpiente sin ojos' fui comprendiendo que esta era, ante todo, una historia de amor".

Ciertamente es una bella y trágica historia de amor entre Pedro de Ursúa e Inés de Atienza, la hija de Blas de Atienza, uno los descubridores del Perú y, al parecer, de una princesa chimú de ciudadela de Chanchán. Inés heredó minas y encomiendas por parte de su padre y linaje imperial y belleza por parte de su madre: "Inés fue poderosa desde pequeña, y se vio reflejada en los ojos de aquel hombre que había descubierto un mar para llegar a engendrarla. Por eso decían en Chanchán que la noche en que murió Atahualpa nació un raza nueva". Como si fuera poco, la princesa mestiza muy joven duplicó su hacienda: su esposo, el encomendero Pedro de Arcos, por defender su honor, muere en un duelo con Francisco de Mendoza, el fanfarrón sobrino del virrey. La viuda, rica y hermosa, se enamora de Ursúa y él de ella: "Él había empezado por no verla y muy pronto sólo tendría ojos para ella". El guerrero implacable que había asesinado sin piedad indios y cimarrones, el conquistador con ansias de gloria, vacila por primera vez ante el amor y demora el inicio de la expedición en busca la ciudad de oro que ya se había puesto en marcha. Inés, seducida por el delirio y el verbo de Ursúa

—como tantos en el virreinato, como el propio Cristóbal de Aguilar que había jurado no regresar al río endemoniado—, no solo se convierte en financiadora del viaje: contra toda sensatez se ofrece a acompañarlo. La serpiente ha entrado al paraíso. A la par del viaje, se ha puesto en movimiento la tragedia y la ironía del destino: "Ursúa, incasable cazador de tesoros esquivos, no advirtió que el destino había puesto en sus manos un tesoro verdadero, el jardín terrenal con la diosa en su centro, entre las palmeras".

Todo esto es historia conocida, ya fue contado por Juan de Castellanos en Elegías de varones ilustres de Indias o por Prescott en Historia de la conquista del Perú. ¿Cuál es el sentido de volverlo a contar, el mérito literario? Según lo ha dicho Ospina, a los hechos históricos, que sucedieron tal cual, sus novelas no le agregan nada. Tiene razón: son tan fascinantes en sí mismos que sería un gran error inventar. Volver a contar en el siglo XXI la épica americana, nuestros traumáticos mitos fundacionales: nunca estará de más recordarlos y, para muchos, aprenderlos. Sin embargo, esa función pedagógica y divulgativa, que resulta atractiva y popular, no le corresponde a la literatura aunque sea una fórmula ganadora. El aporte, finalmente, es el lenguaje, la alta temperatura lírica que hay en estas narraciones. Para bien y para mal y según los gustos: del barroquismo excesivo de Ursúa a la poesía más sobria de La serpiente sin ojos. Y por supuesto, el punto de vista multicultural y ecologista -moderno-, visión que introduce Cristóbal de Aguirre, único personaje de ficción y quien no logra ocultar su papel de autor agazapado. n