John, yo soy VIH positivo…Dijo F y aparecieron las ganas de salir corriendo | Foto: John Better

Vida Moderna

Mi pareja tenía VIH

¿Cómo es compartir cama a diario con alguien infectado con el virus? El escritor John Better, defensor a ultranza de los derechos de los homosexuales, nos cuenta de primera mano cómo lidiaba con el hecho de que su novio fuera VIH positivo.

17 de junio de 2017

Por: John Better

1.

Eran las 7:00 p.m. de un sábado de 2004. Llegaba algo temprano a la esquina de la 57 con 13, en pleno sector de Chapinero. Demasiada gente aún transitando por esa calle como para iniciar mi delirante sube y baja por las aceras, en busca de algún incauto que me subiera a su carro para ‘deslecharlo’ en menos de cinco minutos por un par de buenos billetes.

—Dame una cerveza.
—¿Tú, por aquí? —me dijo K, el barman del bar gay La Oficina.com, que a esa hora estaba prácticamente vacío de no ser por una pareja, sentada en la barra a dos puestos de mí. A la cuarta cerveza, salieron a bailar a la pista. Eran un chico blanco, alto, de rostro aindiado, y una muchachita algo fuera de tono para un lugar como ese.
—¿Regresas, loco? —me gritó K.

Salí de La Oficina.com y me fui a dar un roce por los lados de la iglesia de Lourdes. Allí me encontré con algunos chicos que trabajaban conmigo. Nos bebimos varias botellas de brandy. A las 11:00 nos fuimos de ahí para hacer lo que más nos gustaba en la vida.

2.

Cuando desperté, no me di de frente con el techo enmohecido del horrible motel del centro donde llevaba viviendo un par de meses; estaba en una habitación luminosa pintada de blanco. De las paredes colgaban varios cuadros que reproducían obras de teatro. El recorrido visual terminó cuando le eché ojo al man que estaba a mi lado. Yacía boca abajo y roncaba como un cerdo. Tocaba hacer lo de siempre: registrarle los bolsillos del pantalón y la camisa, la billetera; revolver cuidadosamente algunos cajones —la mayoría, repletos de medicamentos—, y emprender la huida.

Me sobresalté cuando alguien abrió la puerta del cuarto. Era la misma muchacha del bar:

—¿Va a desayunar, señor?

3.

A F lo conocí aquella noche. En la mañana lo primero que hizo fue pedir a domicilio un litro de aguardiente. La chica resultó ser su empleada doméstica; se llamaba Marianela y venía de un pueblo del Tolima. F y yo nos pegamos un baño frío. Mientras nos duchábamos, le pregunté qué había pasado la noche anterior.

—Deberías acordarte —fue su respuesta.

La sala era inmensa. F corrió las cortinas de los ventanales y las puñaladas de luz entraron con violencia. Nos miramos en la claridad del día. Uno era el reflejo del otro: ojeras, aletas nasales enrojecidas, ojos vidriosos y boca reseca. El domicilio llegó, Marianela se encerró en su cuarto, y F y yo quedamos a solas en aquel último piso de un edifico en el barrio La Candelaria.

Los niños y los borrachos dicen siempre la verdad, y él era ambas cosas.
F venía de un hogar de campesinos en La Mesa, Cundinamarca. Llegó a Bogotá porque quería ser actor. Estudió un par de semestres en el Teatro Libre. En esa época conoció a A, un tipo de plata que trabajaba en el Ministerio del Interior. Duraron juntos siete años, hasta que todo se acabó. A se fue y F quedó solo y loco. Hablo de locura real, pero no me importaba: desde mi llegada a esta ciudad ya había tratado a un par de dementes.

4.

Mientras más borracho, más histriónico se ponía. Se amarraba la sábana como una túnica y reproducía de forma atropellada pasajes de obras de Shakespeare. Lloraba, cantaba canciones que yo nunca había oído, se ponía paranoico, insinuaba que yo estaba ahí para robarlo —meses antes, en la misma zona de Chapinero, lo habían ‘escopolaminado’ y le habían hurtado el carro—. Después, pedía perdón y repetía el nombre de su ex una y otra vez. A mí todo aquello me causaba una gracia malsana, como quien se divierte viendo a un hombre sin brazos que trata de dar un abrazo.

Llegó otra caja de aguardiente. Marianela seguía sirviendo comida que nadie probaba. F cayó fulminado sobre la alfombra de la sala, igual que yo.

5.

Así empiezan ciertas historias de amor entre dos hijos de puta:

—John, ¿quieres venirte a vivir aquí?
—Sí, es mejor que ese hotel pulgoso donde vivo.
—Pero hay algo que tengo que decirte antes de cualquier cosa…
—Dale, dime.
—John, yo soy VIH positivo…

En ese punto hubo una laguna de silencio. Arcadas. Palpitaciones aceleradas. Un largo zumbido en la cabeza. Ganas de salir corriendo.

—Veo, y cuéntame algo: ¿nos acostamos ese día que me recogiste en la calle? —fue lo primero que se me ocurrió decir.
—Deberías saberlo —dijo F con sorna. Pero aquello no era nada chistoso, mi buen humor ya se diluía con la resaca.
—No me acuerdo —respondí.
—Hablemos —dijo F.

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6.

Sergio Sarmiento, un joven director de teatro barranquillero, escribió: “La primera sensación para sentir amor es el miedo, el miedo a lo que no se conoce nos hace mover las cosas”. En los cinco años que duró mi relación con F, el miedo se impuso ante cualquier otra cosa. Las primeras semanas de nuestra convivencia fueron las peores. Aunque dormíamos juntos, yo me negaba a cualquier contacto más allá de una caricia. La idea de besarlo me parecía desastrosa por dos razones: su condición como portador del VIH y el simple hecho de no sentirme atraído en lo mínimo hacia él. Cariño sí le tenía: agradecimiento por haberme sacado de la vida miserable que llevaba. Solo podía verlo como un amigo que necesitaba algo de compañía. Pero como nada es gratis en esta vida, una noche de diciembre, F no aguantó más mis negativas. La golpiza que nos dimos fue apoteósica. Ese fue el comienzo de una serie de mudanzas y expulsiones de diferentes apartamentos de la capital. Nunca lo vi tomarse una sola pastilla. Yo siempre le recriminaba el hecho, pero F parecía resistente al virus: en los años que compartimos juntos, no se enfermó una sola vez. En la última visita que le hice, sin embargo, estaba sujeto a una serie de inyecciones de Enoxaparina, debido a un problema de coagulación de la sangre. Se inyectó el medicamento delante de mí.

—Se coloca a la altura del ombligo —me dijo, mientras la aguja se hundía.

No tenía camisa. Su piel estaba cubierta con hematomas coloridos que en su tez blanca parecían pintura fresca. Aun así su dieta a base de aguardiente y vodka seguía como si nada.

8.

La primera vez que le di un beso fue un acto de sinceridad y apoyo, no de amor. Habían pasado tres años desde aquella noche. En ese lapso me escapaba cada tanto y regresaba a la esquina de Chapinero. F llegaba a buscarme en su carro vuelto un mar de nervios y me rescataba una vez más. No le importaba que en mis constantes huidas le hubiese robado plata, un portátil y su colección de pelis en DVD de Almodóvar.

Él me bañaba, me curaba las heridas de los días de exceso en las calles y de las malditas pulgas de la Cuna de Venus, el motel donde vivíamos casi todos los chicos que puteábamos en la zona; me alimentaba, me compraba ropa, libros, discos; me llevaba hasta el municipio de La Mesa, donde el clima suave me ayudaba a desintoxicarme.

Pero bastaba que se embriagara para que saliera a la luz el más despreciable ser: humillante y esquizoide. Aprovechaba su estado borrascoso para mofarse de sus propios padres y de su humilde origen campesino, para tratar con prepotencia a meseros, cajeras y demás personas que se cruzaban en su camino.

Yo trataba de entenderlo: F cargaba consigo un equipaje de plomo, en el que el abandono y el VIH compartían espacio.

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9.

El odio es el más sensato de los sentimientos, ni siquiera el amor contiene tal vigor. Es en el odio donde crecen y se levantan extraordinarias criaturas. El odio no deja de crecer, de expandirse. Quien te odia no dejará de hacerlo, y hay algo de obstinación inmortal y romántica en ello.

Mi odio por F fue desapareciendo. Ya eran más de cuatro años juntos. Aprendimos a soportarnos. Nuestra intimidad a lo largo de ese tiempo de convivencia fue algo compleja. Para mí, al principio, era como estar en el viejo juego de Operación: no sabía en qué momento la punta del bisturí iba a rozar los bordes metálicos de los orificios y ¡zas!: game over.

10.

Asistimos juntos a varias charlas sobre cómo sobrellevar este tipo de situaciones. Entre zanahorias y pepinos recubiertos de látex, supe cómo debe ponerse un preservativo, cómo debe quitarse; los medios de trasmisión del virus; lo caprichoso que este era en algunos pacientes; las habilidades que tenía para entrar —como maestro del disfraz— camuflado en nuestra sangre; su supuesto origen; las pavorosas enfermedades a las que conduce: cánceres de todo tipo y cuerpos llagados pasaban en diapositivas ante mis ojos.

—Señorita, ¿si se usa condón doble es más seguro?
—No, señor Better, con uno basta —decía la chica del Ministerio de Salud, mientras me entregaba condones de todos los tamaños y colores.

11.

Debo reconocer que fui un completo insensato en aquellos años. Y no por convivir con alguien infectado de VIH, pero sí por asumir mi sexualidad durante la juventud como un carrusel en el que los caballos se desbocaban. En el último año junto a F, entendí que no era a él a quien debía temer y odiar. Nunca fue él mi más siniestro adversario; fueron otros, por ejemplo, los sombríos seres que habitan los túneles oscuros de los videobares gays o las calles donde anduve a merced de la mezquindad de los extraños:

—Hola, John.
—¿Quién es usted? No lo conozco…
—Pero si anoche estuviste en mi apartamento, la pasamos increíble.

12.

“Deberías saberlo”… esa fue la respuesta que me dio F cuando le pregunté si nos habíamos protegido la noche que nos conocimos. No pasó nada esa vez, para mi tranquilidad, como él mismo recalcó. Pero ¿y las otras noches, en otros cuartos, en otros cuerpos.

Debí saberlo, pero no. Con la luz encendida los pasos a la cama son menos peligrosos.

13.

En 2OO8, todo terminó entre F y yo. Él había inaugurado un restaurante en el norte de Bogotá y estaba entretenido con el asunto. Los últimos meses fueron de calma: visitas a su familia en La Mesa, paseos al río Apulo, idas al cementerio del pueblo. Los lunes, F iba a visitar a V, su hermano mayor, que paradójicamente había muerto de sida junto a su esposa, a principio de los años noventa. También visitaba tumbas de desconocidos y les dejaba flores y agua, ya que el lunes es el día dedicado a las ánimas.

—¿Visitarás mi tumba? —me preguntaba.
—Nojoda, a ti no te mata es nada —le contestaba yo, burlonamente.

Regresé a Barranquilla en octubre de 2OO8. Ya aquí, perdí el contacto con F y solo lo volví a ver seis años después, en unos Carnavales. Apareció entre la multitud, ebrio. Me abrazó con fuerza y me dio un chorro de guaro de su botella. Luego lo vi perderse con la comparsa. Estaba disfrazado de muerte y agitaba de un lado a otro su inseparable guadaña.

Este artículo fue publicado originalmente en Revista Soho. Revista Semana lo reproduce con su amable autorización.