OPINIÓN ONLINE

Escuchar al pueblo

Las comunidades deben tener capacidad de decisión, y no ser un público invitado a aplaudir obras diseñadas desde los escritorios de Bogotá.

Marta Ruiz, Marta Ruiz
1 de noviembre de 2014

Me cuenta un amigo que el general Óscar Naranjo anda buscando expertos para que le ayuden a pensar cómo echar a andar la máquina institucional del posconflicto. Interesante que Naranjo se rodee de gente que sabe de estos temas, pero modestamente, quisiera hacerle una sugerencia: escuche al pueblo. La gente de este país que ha vivido y sufrido la guerra tiene una larga experiencia en construcción de paz, y el país mismo un legado institucional de éxitos y fracasos nada despreciable. No voy a negar el papel vital de los expertos, ni mucho menos la necesidad de los estudios comparados con otros conflictos. Pero, como dijo el profesor Jorge Giraldo recientemente en una conferencia: tan larga ha sido la guerra en Colombia como los intentos de paz, y allí hay muchas claves sobre lo que hay que hacer.

Quiero contarle al general Naranjo, aunque supongo que lo sabe, que en muchos territorios la gente añora lo que fue el Plan Nacional de Rehabilitación, creado por allá en la época de Belisario Betancur con el muy buen propósito de que el Estado llegara a las zonas más afectadas por el conflicto. Pudo tener muchos defectos, pero también virtudes a rescatar: las comunidades tenían capacidad de decisión, algo que perdieron con la asistencialista Red de Solidaridad Social. Y el Plan mismo ejecutaba lo pactado, algo que nunca tuvo el Plan de Consolidación, cuyo papel ha sido muchas veces rogarles a los ministerios que incluyan las obras prioritarias de zonas de conflicto en sus presupuestos. No digamos que haya que revivir al autodenominado PNR, como lo llamaban algunos militares, pero por lo menos aprender las lecciones que nos dejó.

En materia de reintegración, Colombia tiene un largo recorrido. Más de 20 años, y no diez como suelen decir los funcionarios del Gobierno. Y hay que decirlo: las reintegraciones de los combatientes de las guerrillas de los años 90, que fueron colectivas, tuvieron éxito. Relativo, por supuesto, si uno mira regiones como Urabá y Medellín. Pero muy bueno, si se miran el caso de la CRS en la Costa, del M-19 en Nariño y el Valle, del Quintín Lame en Cauca, y del propio EPL en otras regiones del país.

Un equívoco frecuente que induce este gobierno es que el problema principal de la paz, de la reconciliación, será qué poner a hacer a los desmovilizados, y entonces se inventa campañas de abrazos entre empresarios y exguerrilleros o cosas por el estilo. Y aunque los abrazos no sobran, el asunto de darles empleo a los excombatientes no será el mayor escollo. El problema principal de la paz está en los territorios, en sus estructuras de poder, en las economías ilegales, en las mafias que las gobiernan, en los miles de demonios locales que cada uno de ellos tendrá que aprender a lidiar.

Pero los territorios no son campos vacíos. Las comunidades colombianas tienen una larga experiencia en la búsqueda de la reconciliación. Basta hacer un balance del Premio Nacional de Paz, que por más de 15 años ha reconocido las más increíbles iniciativas, que van desde pactos de no agresión entre pueblos considerados enemigos (como en El Castillo, Meta), pasando por constituyentes populares (Mogotes), hasta la Guardia Indígena del Cauca, o las iniciativas de memoria y libertad de expresión en medio de la guerra y la presión de los actores armados (Bolívar).

Las comunidades van muy adelante en el tema del posconflicto. Más adelante que el Gobierno, sin duda. Así se ha demostrado en los foros que se vienen haciendo en todo el país, donde los campesinos más que ir a que les dicten cátedra, ponen sobre la mesas sus planes de desarrollo y propuestas, los cuales muchas veces, como en Nariño, Montes de María y el Magdalena Medio, han sido construidos en consultas que han durado años.

En materia de posconflicto, las primeras piedras ya están puestas. No hay que inventar el agua tibia. El ejercicio consiste sobre todo en escuchar por fin, y alguna vez en serio, a la gente. Las comunidades saben mejor que nadie cuál es el camino para superar la guerra. Saben lo empedrado que es y que será. Lo que necesitan es, sobre todo, que el Estado los tome en serio. Que su voz tenga capacidad de decisión. Que se les permita ser protagonistas de la paz, y no un público invitado a aplaudir las obras diseñadas desde los escritorios de Bogotá.