Carolandia

Machistas

De cómo las mujeres somos también responsables del discurso de odio hacia las mujeres.

Semana
15 de enero de 2014

Virginia Woolf escribió hace 84 años: “Las mujeres son duras con las mujeres. A las mujeres les desagradan las mujeres”. Palabras sabias, que además están contenidas en su más famoso ensayo: “Un cuarto propio”, uno de los primeros textos feministas del siglo XX.  Quisiera pensar que no es cierto, quisiera creer que la lucha por los derechos de las mujeres nos han unido convirtiéndonos en una hermandad, una comunidad de apoyo. Nada más lejano. Es más, la misma palabra feminismo se ha convertido en un insulto entre nosotras. Me referiré en todo este texto a nosotras, incluyéndome pues en mi calidad de mujer también he cometido unos, varios, quizás todos, los desaciertos que acá espero enumerar.   

El mantra que me repitió mi abuela una y otra vez desde que tuve memoria fue: “Carito, nunca vayas a dejar de trabajar”. Ella, secretaria y soltera hasta los 28 años, fue obligada por mi abuelo a dejar su empleo una vez se casaron. Ella me enseñó que la independencia económica es el primer paso para la libertad. Algo parecido a lo que dice Woolf en su ensayo. Entonces, ¿mi abuela era feminista? ¡No! A pesar de su pensamiento de avanzada en cuanto al derecho al trabajo de las mujeres ella crío a sus hijos, cuatro niñas y tres niños, con patrones de género marcadamente machistas. Las niñas debían ayudar a la limpieza del hogar, aprender a lavar y planchar; los niños debían aprender a dejarse atender. Por eso cuando el menor de sus hijos se separó de su primera esposa y se fue a vivir solo, ella lloró sus ojos y no hizo más que lamentar: “Ahora a Robertico le va a tocar cocinar y limpiar”. Eso era lo más grave, porque para eso se suponía que estaba su esposa.

Mientras nosotras sigamos criando a nuestros hijos como reyes que merecen atención constante y para quienes tender una cama, lavar un plato o hacer un almuerzo es una afrenta a su hombría, ellos seguirán esperando que su mujer cansada de una jornada laboral les sirva la comida mientras ellos se relajan viendo televisión.

La filósofa belga Luce Irigaray escribió: “Sin saberlo, ni quererlo, a menudo las mujeres constituyen el medio más terrible de su propia opresión: destruyen todo lo que emerge de su condición indiferenciada, convirtiéndose en agentes de su propia aniquilación, de su reducción a un mismo que no es su mismo”.

Cuando una mujer me dice que no cree en el feminismo y que odia a las feministas, y son muchas y de todas las edades las que me han soltado frases así, no puedo dejar de pensar que una afirmación tal no sólo es irónica, es absolutamente ridícula. Me atrevo acá a parafrasear a la columnista inglesa Caitlin Moran, autora del libro “Cómo ser mujer”, si te tocas entre las piernas y lo que encuentras es una vagina de la que te sientes dueña y sobre la cual crees tener el derecho de poder tomar decisiones, entonces eres una feminista. Así de fácil. Queridas, sin el feminismo no tendríamos derecho a tener una cuenta bancaria, una propiedad, el derecho a votar, a educarnos y el derecho a decidir qué entra, qué no entra y qué sale (aunque todavía no en todos los casos) de nuestras vaginas. Ahora, sé por experiencia que las mujeres que sienten tanto odio hacia la palabra feminismo suelen hacer también una mueca de desagrado hacia la palabra vagina. Pero eso es lo que tenemos, las que biológicamente somos mujeres, y también las que tomamos la decisión quirúrgica de convertirnos en mujeres.

Pero es que odiamos la palabra feminista porque la asociamos con una mujer poco femenina, de pelo corto, que usa zapatos planos, no se depila y no se maquilla. Porque, finalmente, y esto puede parecer una sorpresa para los hombres que leen este texto, nosotras nos arreglamos sobre todo para las demás. Somos nosotras mismas quienes imponemos estas torturas, sacrificios de la carne mordernos, y somos nosotras quienes más criticamos a quienes no siguen los parámetros de la belleza, o de lo que queremos creer bello. Nosotras seguimos conservando y perpetuando aquello que denominamos ‘lo femenino’ y volviendo abyecto todo lo que se supone que no tiene esa cualidad. Porque en eso hemos convertido nuestro ‘deber ser’, en una lista de reglas que se han de seguir para cumplir con un modelo de mujer que a hoy, con las leyes casi siempre a nuestro favor, nos hemos impuesto nosotras mismas.

Entonces por eso criticamos a las que nos arreglamos mucho, a las que no nos arreglamos, a las que nos gustan los hombres, a las que nos gustan las mujeres, a las que disfrutamos del sexo, a las que no disfrutamos del sexo, a las que nos operamos, a las que no nos operamos, a las que comemos mucho, poco o nada, a las que amamantamos a nuestros hijos hasta que tienen más de un año, a las que no les damos seno a nuestros hijos, a las que dejamos que nuestros hijos duerman con nosotras, a las que los dejamos solos en sus cuartos, y sobre todo a las que cometemos el tremendo pecado de decidir no tener hijos porque entendemos que ser madre no es equivalente a ser mujer.

Y es que ahí está el grave error, como nos recuerda la filósofa norteamericana Judith Butler, el termino “mujeres” no indica una identidad común. Hay muchos tipos de mujeres, hay muchas formas de ser mujer y no todas pasan únicamente por la biología  y ninguna es correcta o incorrecta. Como escribió célebremente Simone de Beauvoir: “No se nace mujer: llega una a serlo”. Es un tema sobre todo cultural y la cultura es aprendida, la podemos cambiar. Podemos dejar de creer que debemos cumplir con un numero específico de logros para ser mujer y que además esto viene unido al binomio buena mujer vs. mala mujer. No somos ‘scouts’, no tenemos que andar por la vida ganando medallitas.

El odio a las mujeres empieza en nosotras, en la manera como nos tratamos. En cómo las gerentes no luchamos por reivindicar una paga igualitaria para nuestras empleadas. En cómo las jefes somos las primeras en criticar a una subalterna que necesita quedarse en casa a cuidar un hijo enfermo. En cómo las suegras tratamos a nuestras nueras, permitiendo así que nuestros hijos les pierdan respeto a sus esposas. En cómo las madres les preguntamos a nuestras hijas maltratadas: “¿qué hiciste para provocarlo?”, pues creemos que el hombre es una gran bestia que no sabe ni puede controlar sus impulsos ni sus instintos cuando lo provocamos (a cualquier nivel). En cómo usamos nuestros poderes y capacidades sexuales para avanzar laboralmente, abriendo una de las puertas al acoso sexual laboral. O como escribió la feminista australiana  Germaine Greer: “Las muchachas que se vanaglorian de su instinto monógamo no vacilan en emplear toda la artillería de términos sexuales despectivos para referirse a las mujeres que no lo son”.

Entonces, en vez de odiar la palabra feminismo, deberíamos odiar la palabra feminicidio. En lugar de odiar a la otra, deberíamos entender que todas somos personas con virtudes y errores, y que todas somos individuos y diferentes. Que no hay patrones correctos. Y, sobre todo, deberíamos dejar de creer que las mujeres vivimos en un mundo justo y que ya tenemos todos nuestros derechos, porque eso no es cierto. Aún somos maltratadas, insultadas, malpagadas, violadas y asesinadas, precisamente porque somos mujeres. Entonces en lugar de voltear la mirada y despotricar sobre el feminismo, mientras criamos a nuestros hijos en el más profundo machismo, deberíamos entender (y aquí cito a de nuevo a Moran): “¿Qué es feminismo? Simplemente la creencia de que las mujeres deben ser igual de libres a los hombres, sin importar que tan locas, tontas, crédulas, mal vestidas, gordas, calvas, perezosas, y petulantes puedan ser. ¿Eres una feminista? Jajajaja. Por supuesto que sí.”