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3663 días

Brooklyn escribía mientras su cuerpo era atormentado por las tórridas temperaturas que prevalecían en la Penitenciaria de Valledupar.

Yezid Arteta, Yezid Arteta
20 de diciembre de 2013

La bolsa plástica que apretaba con la mano derecha fue lo único que quiso llevar consigo el día que volvió a la calle luego de pasar diez años y once días en prisión. Lo demás había quedado dentro de los muros de la penitenciaria de La Dorada. 

La bolsa que transportaba con extremado celo, contenía, según su peculiar interpretación del pasado, el testimonio con el cual podía autenticar que los 1730 días que estuvo sometido por orden de la dirección de prisiones a régimen de aislamiento, estuvieron tatuados por la lectura. 

Dentro de la bolsa iban dos cuadernillos cubiertos con un forro gris. Eran dos libretas de las empleadas por los topógrafos para registrar las anotaciones de campo. Las milimétricas cuadriculas emborronadas con letra menuda guardaban centenares de glosas y aforismos escritos durante los años que pasó en los pabellones de aislamiento. 

Los minúsculos caracteres dibujados, unas veces con tinta negra y otras con lápiz, dentro de los cuadritos de dos milímetros de lado, parecían la obra de un monje medieval a quien el superior le ha encomendado copiar un texto sagrado.

Brooklyn escribía mientras su cuerpo era atormentado por las tórridas temperaturas que prevalecían en la Penitenciaria de Valledupar. Allí pasó dieciséis meses encerrado bajo tuerca y tornillo. 

Otras veces rasgueó las celdillas de las hojas, mientras su humanidad era vapuleada por el feroz aire glacial que se amontonaba dentro de los cuatro muros de hormigón de las celdas de aislamiento del penal de Cómbita, lugar donde recaló encadenado de pies y manos y transformado en mero hueso y pellejo. 

Parte de las notas contenidas en los cuadernos las escribió durante largas noches de insomnio y lo hacía bajo la complicidad de un mezquino bocado de luz que procedía del reflejo de las luces externas del penal las cuales se filtraban débilmente por una pequeña claraboya empotrada sobre una de las paredes del calabozo.

Pretendía en vano, abreviar a puño y letra, la miseria y el esplendor de dos mil años de literatura. Las ciento veinte hojas que sumaban los dos libretillas eran como una especie de colcha de retazos hecha con los ripios extraídos de una miscelánea de autores de libros leídos y vueltos a releer. 

- Brooklyn – era el vozarrón de Goriot que le gritaba desde una de las celdas de aislamiento –. Déjame el diccionario. 

Unas horas antes un guardián había llevado esposado a Brooklyn hasta los locutorios del penal. Al otro lado del vidrio blindado que, materialmente separa al reo de quienes no lo son, esperaba un hombre con el semblante fatigado y la frente surcada por el sudor. En las manos traía una carpeta de cartulina. 

- Es usted Brooklyn – preguntó el hombre acercando la boca hasta la celdilla que deja pasar la voz de un lado a otro del blindaje.

- Soy – contestó Brooklyn mirando con indolencia al hombre que frente a él se secaba desesperadamente el sudor de la cara y los brazos con una especie de bayetilla.

- Traigo la boleta de libertad – dijo el hombre enseñándole a través de la espesura del cristal un legajo de hojas que escogió de la carpeta.  

Brooklyn colocó las manos esposadas sobre el duro cristal construido con policarbonato y que estaba concebido para detener golpes con objetos metálicos o detener un proyectil de calibre 9 mm disparado desde una pistola. 

La parte instintiva del hombre que estaba al otro lado le ordenó que se alejara del vidrio y lo hizo bruscamente. El cerebro del hombre se había equivocado al ordenar un movimiento que no tenía sentido porque no había manera de que Brooklyn pudiera pasar la transparente y dura barrera.              

A través de la celdilla el notificador le leyó a Brooklyn la parte resolutiva de la providencia como si le estuviera pasando un secreto con su respectivo santo y seña. Cuando terminó le pasó por una ranura localizada debajo del cristal un folio y un esfero para que firmara. 

Pese a tener las muñecas esposadas Brooklyn se las ingenió,  encaramando una mano sobre la otra, para firmar el papel. Devolvió el folio y el esfero por la ranura al hombre que no acababa de sudar.

Brooklyn volvió al pabellón de aislamiento. En la celda hizo un inventario de sus pertenencias a fin repartirlas entre los cinco reclusos del pasillo que quedaban en el pabellón purgando condena.   

La ropa que le permitían tener y los utensilios de aseo los hizo llegar con un ordenanza hasta el fondo del pasillo para que se los entregaran a dos sicarios que ostentaban un largo y tenebroso prontuario de crímenes y asesinatos. 

A Lucumí y Gorka, sus camaradas de causa, les dio las libretas de hojas amarillas que empleaba para escribir sus relatos. Los sobres de cartas, los lápices negros y de colores que destinaba al dibujo pasaron de un calabozo a otros. 

El calabozo 29 arrojaba libros. Las manos de los prisioneros los tomaban: Hombre lento de J.M. Coetzee, Los cuadernos de Don Rigoberto de Mario Vargas Llosa, Diario de un libertino de Rubém Fonseca, Austerlitz de W.G. Sebald, Doctor Pasavento de Enrique Vila-Matas El cadáver insepulto de Arturo Álape, El caminante y su sombra de Federico Nietzsche, El hombre del traje marrón de Agatha Christie… 

A Goriot, con quien había compartido la trashumancia por seis penales del país, le dejó el libro del que nunca se separó mientras fue reo: El Pequeño Larousse Ilustrado. Voluminoso, pesado, de hojas sucias y trajinadas al que le había hecho colocar una cubierta de piel de vaca en los talleres del penal de Cómbita para protegerlo del frenético uso.

- No te olvides – Brooklyn volvió la mirada al escuchar la voz entrecortada de Goriot quien trataba de asomar inútilmente su enorme y maciza cabeza por entre los barrotes de la celda.- No…no…te olvides. 

Se detuvo un momento y volviendo la mirada le hizo una señal con la mano a Goriot y trató de decirle algo pero el guardián que lo custodiaba le ordenó que apurara el paso. 

Antes de abandonar el pabellón observó hacía el fondo del pasillo con una extraña sensación que no supo identificar si era de amargura por el destino incierto de los que allí quedaban o de nostalgia por el hecho de separarse de los hombres con quienes compartió durante miles de horas aquel  sórdido espacio.

Divisó por última vez la hilera de celdas y el guardián le abrió la reja para que continuara hacía la sección de reseña. Una corriente de aire tibio chocó contra su cara y la luz del sol lo encegueció.