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¡ABAJO LOS AVIONES!

Semana
24 de julio de 1989

La verdad, monda y lironda, es que le tengo pavor a los aviones. Viajo en ellos cuando es estrictamente necesario, sufro mucho, llevo el Credo en la boca y, si pudiera evitarlo, ni siquiera me acercaría a un aeropuerto.

El otro día, en una de esas revistas frívolas que ahora circulan por el país, y que han comenzado a meterse en la privacidad de la vida ajena, le hicieron una entrevista graciosa a una muchacha que trabaja como cabinera de Avianca. Ante la insistencia del reportero, ella confesó que Gossain --ese periodista gordo de barba blanca-es el pasajero más cobarde que ha conocido en su vida. Ratifico ese concepto, no sólo porque es verdad rigurosa, sino también porque a una dama no se le toca ni con el petalo de una rectificación.

Dicho sea sin tapujos ni ambages: la aviación y yo somos enemigos irreconciliables. Pregono, cada día y en todos los idiomas, la tolerancia entre los hombres, porque ese es el único camino verdadero hacia la paz. Sin embargo, y aunque corro el riesgo de que alguien me llame fanatico, con los aviones no acepto mediación alguna, ni comisiones de diálogo, ni treguas.

Ahorrense conmigo sus discursos los especialistas en aeronautica porque yo se muy bien que ese es el medio de transporte mas seguro del mundo, el más cómodo y rapido. En alguna ocasión, lo recuerdo bien, uno de esos aficionados a las turbinas y flappers intentó derrotar mi miedo con una larga conferencia sobre el tema.

--Las estadísticas--me dio-demuestran que el menor número de personas que mueren en accidentes estaban a bordo de un avion .

--No es cierto --le repliqué echando mano de una vieja historia--. En el mundo, cada año, el menor numero de personas muertas son las que mueren devoradas por un tigre de Bengala. Y no por eso, creyendo en las estadísticas, a uno se le va a ocurrir subirse a un tigre.
Mi amigo, haciendo un gesto de desconsuelo, renunció a su empeño. Debo declarar que envejezco cinco años por cada hora de vuelo. Ello se debe a que, cuando yo era niño, la familia invitó a mi madre a viajar en avión a Cartagena. La nave, como es obvio, no parta de San Bernardo del Viento, que jamás ha tenido la veleidad de exigir su aeropuerto, sino desde un playón pelado de Lorica, que servía como campo de aterrizaje.

Mi madre se negó rotundamente. "Jamás --dijo, con dignidad--me verán a mi montada en un cachivache de esos". Mi padre, mis hermanos, mis tios y algunos allegados se declararon en conciliábulo para hacerle cambiar de opinión. Fue en vano. Por fin, alguno de ellos, y creo que fue mi abuelo Abdallah, le pidio que explicara los motivos de su resistencia. Mamá, con ese sentido casero que ella tiene de la filosofía, replico sin inmutarse:
--Es que si Dios quisiera que el hombre volara, le habría puesto alas.

Santo remedio. No volvieron a insistirle jamás. Me parece que de allí proviene mi aversión por los aparatos voladores, grandes y pequeños, avionetas o jumbos, pero debo reconocer que siento una mezcla de odio y admiración por los pasajeros que son capaces de dormir a pierna suelta durante un vuelo. Son el colmo de la indiferencia: ellos roncan mientras uno desfallece de miedo.

La vida, sin embargo, toma a veces su desquite. Felipe Lopez, viajero impenitente, avionero compulsivo, es dichoso volando a las mayores distancias posibles.
El avión ni siquiera ha terminado su despegue cuando ya él está dormido. Por eso le pasó lo que le pasó. Viajaba de Amsterdam a Nueva York, sin escalas, y fue tan profundo su sueño que, cuando despertó, estaba en el aeropuerto de Aruba, vestido con un abrigo de pelo de camello, una gabardina de lona, guantes de cuero y una bufanda de lana en medio de aquel calor infernal. Era para morirse de risa ver a ese hombre flaco y gigantesco, ataviado como un cosaco, en medio de las palmeras y los turistas con camisas floreadas.

Me emociona, en cambio, ese pequeño universo de tierra que es el aeropuerto, con su bullicio variopinto de pasajeros diversos, de atuendos contradictorios, de esperas y angustias. Cuando uno ve a una persona sentada en su maleta, en medio de un salon de espera, tiene la impresión de que a ese pobre prójimo acaban de expulsarlo del mundo.

El otro día fui a esperar a mi mujer, que regresaba de Montería, y vi las cajas que traían a la mano los pasajeros. Soy de alla y, por eso, pude hacer mentalmente el inventario de su contenido. Ahí venían, sin lugar a dudas: --Cuatro pencas de carne salada, ni crudas ni cocidas, mas bien salpresas.

--Dos libras de ñame espino, para el sancocho ritual en Bogotá, sagrada concesión a la nostalgia. Pero el ñame debe ser del baboso, porque el otro se deshace con el calor, y lo que queda, entonces, no es sancocho de carne salada sino mote de ñame.

--Seis troncos de yuca de la que se cultiva por los lados de San Andrés de Sotavento, pero recogida antes de mayo, porque después comienzan las lluvias y la yuca--que debe ser harinosa-se vuelve rucha por el agua.

--Un queso boronoso, cargado de sal, del que hacen las señoritas Galeano en los montes de Mateogomez.

--Una docena de galletas de limón, espolvoreadas con harina.

--Y, para la hora del postre, un banquete de dioses griegos: caballitos con miel, pero sin piña.
Dos frascos de arrancamuelas con pedacitos de coco. Un tarro de calandraca, de la que sobró en la última Semana Santa. Cocadas de ajonjolí y bocadillos de guayaba madura, de los que hace Aura Rabeles.

Si todo eso pudiera conseguirse sin necesidad de ir en avión a Montería, yo sería el hombre más feliz de la vida. Pero, por desgracia, todavía no han inventado la manera de mandar la carne salada por telefax...-

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