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Al que no tiene dientes

La tumba de Tolstói es la más despojada, simple y bella que he visto. Me dieron ganas de estar muerto.

Semana
14 de abril de 2007

Siempre he pensado que los viajes que me regalan no los merezco. Cuando estuve en Florencia, hace ya mucho tiempo, pensaba en mi amigo Humberto, que se sabe sus calles de memoria, y conoce su historia al dedillo, y reconoce cada estatua y cada templo, y recita la dinastía de los Medici, y sabe cuándo el Arno se salió de madre y lo que Dante y Boccaccio dijeron. Yo caminaba como hipnotizado por el Duomo, pensando en la injusticia de estar yo ahí, y Humberto en Yarumal, él, que sí sabría ver las simetrías de San Miniato, las perfecciones de Miguel Ángel, los diseños del Giotto. Me perseguía la conciencia atormentada de mi buena suerte.

Ahora acabo de estar en Moscú, y visité, detrás de un lago urbano, las bancas del parque donde ángeles y diablos se le aparecían al Bulgákov de El Maestro y Margarita. Hacía un día azul y por la noche estuvimos en una esquina donde se supone que vivía Bulgákov también, y en esa esquina hay un restaurante donde conservan las estanterías, pero no los libros de su biblioteca. Tres muchachas rusas, dos violinistas y una pianista, tocaban música y cantaban. A mí no me gusta el caviar (mi Dios le da pan…), pero lo pasaba con crepes y con tragos helados de vodka, mientras las muchachas cantaban esa canción tristísima, Ochi Chyornie (Ojos negros), que es también el nombre de una hermosa película de Nikita Mijálkov con el mejor Mastroianni.

Fue una noche bonita, pero a mí me atormentaba en la conciencia la presencia ausente de algunos de mis amigos más queridos (Elkin, Hernán, Luis Alberto) que se saben de memoria el libro de Bulgákov, y una y otra vez me lo han recomendado, y en cambio yo lo empiezo y me aburro y nunca lo termino. Ellos no han ido a Rusia, y quizá nunca vayan, pero ellos sí que disfrutarían este parque y esta banca y este lago y esta esquina. Entonces yo allí me sentía incómodo y molesto, inadecuado, como si fuera un tramposo que hizo un pacto con el demonio para poder alcanzar todo lo que mis amigos desean, y sufrir porque mis ojos y mi boca no son los de ellos.

Después, en Rusia, en esta Rusia rara que yo no conocía y que no entiendo, después de la Plaza Roja y de las catedrales ortodoxas, después de ver estatuas de Pushkin y de Maiakovski, después de comprar íconos de santos en los que no creo (más pan para mis encías vacías de dientes), un chofer amable, Roma, cogió una autopista y nos condujo durante 300 kilómetros por los anchos campos de Rusia, hacia el sur. Los rusos cambian las oes por aes y las enes por eñes. Cuando Roma, el chofer, veía algo bonito, lo señalaba y decía: "¡Bañita, bañita!"

Íbamos con un amigo que no digo (detesto chicanear con los amigos), y con una muchacha de origen polaco o suizo, no sé bien, de nombre Polina y diminutivo Polínuschka. Mi amigo, con Polínuschka, hablaba en mal francés y yo con ella por señas de las manos y las cejas. Me hubiera gustado hablarle mucho, porque era bonita, dulce y simpática (pero mi Dios le da pan al que no tiene dientes), y a mí me parecía que yo iba en compañía de Lou Andreas Salomé a hacerle una visita al más grande escritor de Rusia. Sí, al Conde Tolstói, que el chofer pronunciaba Talstói. Después de tres horas y media de viaje, y no sé cuántas verstas, por un camino secundario, llegamos a esa aldea donde el gran León poseía una casa, mucha tierra, y 2.000 almas de mujíks o de siervos. Ah, la legendaria, la hermosa Yásnaia Poliana.

Allí estaba la blanca casa de Tolstói ("Bañita, bañita", dijo Roma), y como yo lo he leído con amor y con pasión y con arrobamiento, sentía que mis dientes empezaban a brotar por las encías. Vi el lago donde Sonia, su mujer, intentó suicidarse tantas veces. Vi los vidrios de la 'Casa de los Diarios'. Pero mi Dios no le da pan al que sí tiene dientes, y la casa de Yásnaia Poliana estaba cerrada porque era el día de la Pascua de Resurrección y los rusos acaban de dejar de ser ateos. Creo que el chofer sobornó a los guardias (yo le entregué todos los rublos que tenía) y nos dejaron entrar a las tierras por una puerta trasera. No podíamos visitar la casa por dentro, pero sí recorrer la tierra y ver la tumba.

La tumba de Tolstói es la más despojada y la más simple y la más bella tumba que he visto en mi vida. Ni una cruz, ni un epitafio, ni una letra, ni una fecha. Un montículo de tierra cubierto por hojas de pino verde, y arriba el sonido del viento entre las ramas de los árboles. Me dieron ganas de estar muerto.

De pronto una mano, la mano de Polínuschka, me cogió de la mano, y me llevó a las caballerizas de Yásnaia Poliana. Había dos caballos ensillados, una yegua negra (que se llamaba Noche), y un caballo blanco (que se llamaba Día). Polínuschka se montó en Noche y yo en Día. Cuando salimos a trotar por los campos de Yásnaia Poliana, empezó a caer una tormenta de nieve. El último caballo que tuvo el Conde Tolstói era un alazán que se llamaba Délire. Les juro que lo vi trotar, majestuoso, delante de nosotros, vaporoso y caliente. Polínuschka sonreía y yo debía de tener cara de lelo. Porque sentí, al fin, el pan entre mis dientes.

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