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El valor de la franqueza

Es la hora de sincerar el lenguaje sobre la violencia, no de anestesiarlo.

Semana.Com
1 de agosto de 2015

En su obra La naranja mecánica, el escritor Anthony Burgess describe el crimen y la ausencia de morales en una sociedad futurista en Gran Bretaña. En la novela prolifera la violencia. Los que han visto el clásico de cine de Stanley Kubrick del mismo nombre pueden dar fe. La diferencia fundamental entre la adaptación cinematográfica y el libro de Burgess es que en la primera la brutalidad es de frente y en directo, y en el segundo, la violencia es aséptica. La razón: el autor se inventa un lenguaje juvenil – Nadsat- con el cual se narran los peores episodios.

La sangre que brota es “kroovy”. El cuchillo que corta, “nocho”. No se lastima, se “breda”. Las personas se “evaporan”, no mueren. Se “dratsa”, cuando se pelea.  No se destroza con cólera sino se “rasrecea” con “rasdrás”. Y los “prestúpnicos” (delincuentes) no matan sino “obivan”. Ni tampoco violan a las mujeres sino cometen “violencia-ultra”.  Con ese artificio literario, los hechos parecen más lejanos y al mismo tiempo, digeribles, casi aceptables para el lector.

En Colombia también hay una versión criolla del “Nadsat”. No hay ladrones sino “amigos de lo ajeno”. No son prostitutas sino “prepagos”, como si las mujeres fueran tarjetas de celular. Atracar a una persona con una sustancia química (“burundanga”) con el fin de obligarla a desocupar sus cuentas en cajeros automáticos, es un “paseo millonario”.

En el país no hay asesinatos en las ciudades sino “ajustes de cuentas”, como si las vidas se contabilizaran en una caja registradora. A los cadáveres de compatriotas se les dice “muñecos”. Pululan las “balas perdidas”, esas infames creaciones colombianas sin dueño que aparecen en un instante para segar futuros.

Engañar a un joven, trasladarlo a otra ciudad y asesinarlo para luego presentarlo como guerrillero o miembro de una banda de criminales es un “falso positivo”. Instalar un retén en una carretera pública, detener decenas de vehículos y llevar contra su voluntad a algunos pasajeros a vivir a la fuerza en las montañas y selvas de Colombia es una “pesca milagrosa”.

Esa ligereza con la cual comentamos esos hechos no es extraña para sociedades que han convivido con altos niveles de violencia. Es una manera de escapar de la dura realidad. Los eufemismos anestesian no sólo a los espectadores y víctimas de la barbarie sino a los mismos victimarios. Tranquilizan sus conciencias. Para un guerrillero es más defendible hablar de retenciones y no de secuestros; de prisioneros de guerra y no de rehenes.  Al igual que los paramilitares que no mataban sindicalistas sino “guerrilleros vestidos de civil”.

Es irónico que como sociedad no sólo facilitamos esas mentiras a los delincuentes sino que, consciente o inconscientemente, celebramos sus fechorías.  “Paseo millonario”, sí, pero para el atracador. “Pesca milagrosa”, sí, pero para el guerrillero.

Se habla muchos estos días sobre la conveniencia de cuidar el lenguaje y las palabras cuando los medios y otros se refieren a las FARC. Me parece contraproducente. Lo que nos falta es sinceridad, no mayor ambigüedad. Más franqueza, menos eufemismos. No podemos seguir minimizando los actos criminales ni abstrayendo la responsabilidad de quienes los cometen. Se lo debemos a las víctimas de los “prestúpnicos”.

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