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¡Qué jubilen a los perros!

Los esquemas de protección, como los del exprocurador Ordoñez, deben desaparecer en el posconflicto.

Alfonso Cuéllar, Alfonso Cuéllar
28 de octubre de 2016

Es tal vez el mayor reto del posconflicto. Y quizás el más difícil de superar por ser un intangible y porque, disculpen esta frase trillada pero creo que aplica perfectamente, forma parte hoy del ADN de los colombianos. La secuela de medio siglo de terror de la guerrilla, de los paramilitares, del narcotráfico hizo que el miedo y la desconfianza fueran parte de nuestro diario vivir. Es sutil, casi inconsciente. Se refleja en actitudes y gestos aparentemente insignificantes. Escuchamos una explosión y pensamos por un milisegundo que debe ser una bomba. Vislumbramos en el horizonte un retén con hombres armados y nos imaginamos lo peor.

Igualmente, nos parece normal que pululen los carros blindados, que todo funcionario de alto nivel tenga escolta, que haya perros antiexplosivos en oficinas y centros comerciales. Se nos olvida que el señor que colombianizó el carrobomba y volaba edificios murió el 3 de diciembre de 1993 sobre un tejado en Medellín. Y que con la desaparición de Pablo Escobar se desvaneció esa amenaza real y permanente. Dice algo de nosotros que el trauma aún se mantenga vigente 23 años después. Que sigamos tan presos de ese temor infundado de que cualquier vehículo es un explosivo en potencia, que aceptamos que revisen el baúl de nuestro automóvil como si fuera lo más lógico del mundo.

Si es absurda la proliferación de perros antiexplosivos, qué decir de nuestra tradición de ponerle un esquema de protección a Raimundo y todo el mundo. Una tradición que se mantiene, incluso en la coyuntura actual. Hemos sido incapaces de abandonar esa mentalidad de peligro inminente. De comprender que semejante despliegue de seguridad no se justifica en la Colombia de 2016.

Eso fue lo que más me sorprendió cuando conocí la noticia, revelada inicialmente por Caracol Radio y luego confirmada por la Procuraduría General de la Nación, de que Alejandro Ordoñez se transportaba en 16 vehículos blindados y con 48 escoltas. Ni que tuviera que viajar diariamente por Aleppo, Siria o Kabul, Afganistán.

El problema no es que Ordoñez requiera de seguridad sino que necesitara tanta. Lamentablemente, el caso de Ordoñez no es la excepción. Es el más descarado, sí. El más abusivo también. ¿Indefendible? Sin lugar a dudas. Pero no es el único. En Colombia andar en caravana blindada y con escoltas en moto es cuestión de estatus. Un símbolo de vanidad y una presumida importancia.

Es el rezago de un país en guerra: que todos nos sintamos amenazados, que pensemos que sea normal que hayan miles de escoltas y vehículos transitando por nuestras calles.

Es un mensaje equivocado a la sociedad. Genera un ambiente de zozobra e invita abusos como ponerle blindaje nivel tres a las camionetas -no por seguridad- sino para evitar el pico y placa.

Difícil pasar la página de la guerra a la paz, del miedo existencial del terrorismo al temor normal al crimen. De aceptar que podemos ser más Dinamarca que Cundinamarca. No será fácil. No estamos preparados para aceptar semejante escenario. La misma propaganda oficial advierte de los riesgos del posconflicto, abundan las comparaciones con El Salvador y Guatemala, de un futuro de enclaves, azotados por hordas de guerrilleros desmovilizados, convertidos en “maras”.

No tiene que ser así. El camino de Colombia está por construirse. Un primer paso fundamental es cambiar nuestra mentalidad de asedio, que entendamos que la ecuación escoltas y blindados no mejora la seguridad, sino todo lo contrario.

Que el rechazo que produjo el caso de Ordoñez nos sirva de aliciente para abrir el debate sobre cómo se deben comportar y movilizar los altos funcionarios del Estado y otras personalidades en la nueva Colombia.

* En Twitter: Fonzi65

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