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Algo anda mal en la cárcel

Los escándalos del INPEC muestran que la crisis del sistema carcelario colombiano es estructural y limitarse a disolver ese instituto, como quiere el gobierno Santos, no es la solución. Análisis de Michael Reed, creador de la Fundacion Punto de Vista y exdirector del ICTJ en Colombia.

Semana
7 de septiembre de 2011

Los ministros de Uribe y los directores del instituto penitenciario de esa administración vendieron el “modelo colombiano” a los medios de comunicación y a los países vecinos como un éxito en materia de administración de prisiones. Todo fue objeto de propaganda: la nueva cultura penitenciaria, el milagro militar que instituyó disciplina en la comunidad de internos, la lucha contra la corrupción y la construcción de cárceles modernas (hechas al estilo made in USA). La administración uribista dijo haber acabado con el hacinamiento y producido cárceles resocializadoras.

Todo se hizo sobre la base de un calculado ejercicio de negación que pretendió renombrar los problemas de la cárcel para resolverlos artificialmente, tapando las dificultades y postergando soluciones. La lista de ejemplos es larga, pero ilustro la maroma con dos operaciones diseñadas para negar la situación de los presos.

En primer lugar, para evitar el trabajo que implica la separación de sindicados y condenados y para eludir las obligaciones propias de la clasificación de los internos por conducta o fase de tratamiento, la administración de prisiones, delegada principalmente en militares retirados, renombró las cárceles y las penitenciarías utilizando un sistema de siglas que creó la impresión de uniformidad y orden. Por ejemplo, la tristemente célebre Cárcel de Villahermosa se convirtió en el Establecimiento Penitenciario y Carcelario (EPC) de Cali. Con este nuevo nombre, la autoridad prometió que organizaría el universo de internos de manera racional y técnica. Sin embargo, detrás del muro no logró nada. Las deficientes estructuras, los pésimos diseños, la falta de espacios colectivos, los poderes internos, la falta de guardia, entre otros factores, impidieron que la fantasía se realizara.

En el papel, todo parece ordenado. La nueva nomenclatura generó la impresión de prisiones homogéneas: EPCMOQ, EPCAMSPY, EPCBA, EPCCAR, EPCAMSVAL, EPCGIR, EPCAMSCO, EPCDMA, EPCPEI, EPCYAR, EPCQUI, EPCTAM, EPCSOC, EPCPAL, EPCBUG, EPCBUE, etcétera. Sólo si uno está “adentro” o es estudioso del sistema sabe que la esterilidad de la letras esconde historias humanas y significados sociales que no se deben anular; que cada penal es un infierno distinto. Para administrar el sistema colombiano es necesario entender que tanto cultura como historia inciden en cómo se desarrolla la vida en La Tramacúa, Doña Juana, La 40, El Barne o El Diamante.

Otro de los artilugios de la pasada administración fue inventarse cupos para bajar el índice de hacinamiento. Este es un indicador que se deriva de contrastar los cupos de detención habilitados con el número de personas detenidas. Hacia el final del gobierno uribista, las autoridades respectivas no tuvieron problema en ampliar la capacidad de los penales mediante la inclusión de cupos no habilitados, pero proyectados (es decir, imaginados). En la medida en que aumentó ficticiamente la capacidad, la sobrepoblación carcelaria se redujo.

Estas dos operaciones de negación, junto con otras, ayudaron a crear el “modelo for export de Colombia”, escondiendo durante años la situación real de las prisiones.

El actual viceministro de Justicia narró hace pocas semanas, en el marco de un debate de control político sobre la prisión, su sorpresa al descubrir que las autoridades de países latinoamericanos buscaban al gobierno para aprender sobre el “modelo colombiano”. Manifestó que el ministro Vargas Lleras rechazó el calificativo de modelo, diciéndole a su contraparte panameña, en una de esas consultas: “Usted está mal informada”. Y la mal informada no era sólo ella; las autoridades mexicanas y guatemaltecas también buscaron respuesta en el “modelo colombiano”.

Hace bien el gobierno de Santos al reconocer la situación dramática de las prisiones. En lo que falla, hasta el momento, es en la propuestas que presenta.

Ciertamente, el sistema penal y el subsistema carcelario están en jaque, pero la situación no responde a una crisis, sino a una situación estructural que requiere respuestas técnicas que: partan de un estudio de base serio, reconozcan que la situación penitenciaria es reflejo de la irracionalidad de la política criminal, y acepten que la solución no es la eterna ampliación del parque penitenciario.

Equivocadamente, el gobierno procura generar un ambiente de crisis para declarar un estado de emergencia y extinguir el Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (INPEC). El recurso a una figura de gobierno excepcional para atender una situación ciertamente grave, pero constante y sistémica, es probablemente inconstitucional. Pueden ser necesarias medidas de choque, pero estas deben partir de estudios técnicos que diagnostiquen los problemas que se quieren atacar. El INPEC es un desastre, pero la próxima entidad que se establezca también lo será si no se abordan las causas estructurales.

La tendencia a falsear la realidad con operaciones lingüísticas, desafortunadamente, tiene asomos en la actual administración. A mediados de junio de 2011, al contestar una pregunta sobre el hacinamiento, el director del INPEC, Mayor General Gustavo Ricaurte, dijo: “en términos académicos nosotros podemos decir que en Colombia no existe hacinamiento, realmente. Lo que tenemos en Colombia es una superpoblación. Se podría hablar de hacinamiento en caso que las cárceles llegaran a doblar su capacidad instalada”.

Los términos académicos acuñados por el oficial son una invención. La diferencia entre hacinamiento y sobrepoblación no existe. Sus índices son indicadores que se expresan de manera distinta, pero aquí, en Rusia o en Estados Unidos, el hacinamiento y la sobrepoblación se registran a partir de que se excede en una persona la capacidad instalada de cualquier prisión. El sistema colombiano está a punto de estallar; las cárceles más grandes operan bajo niveles extremos de hacinamiento.

Finalmente, el gobierno plantea que la solución al problema está en la adopción de un nuevo código carcelario. Sin embargo, no sabemos por qué o en qué falló el anterior. El proyecto legislativo presentado por el ministro Vargas está lleno de ambigüedades y no propone nada nuevo, salvo un peligroso camino hacia la privatización de las cárceles colombianas – que tampoco está trazado con claridad. La vida en la prisión es dinámicos y refractaria a lógicas normativas.

El problema carcelario es un monstruo que no duerme. Todos los días y a todas horas está en conflicto. Esta es su naturaleza. Algo anda mal en la cana colombiana, es hora de aceptarlo y tratarlo como un problema prioritario de la administración de justicia.

*Socio e investigador de la Corporación Punto de Vista

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