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Un bravucón de barrio con ínfulas de demócrata

Hacer creer que el país es inviable y que estamos al borde del precipicio gracias a un proceso de paz, no pudo ser más risible y patético para quienes, sentados a la mesa, tuvieron el infortunio de escucharlo.

Joaquín Robles Zabala, Joaquín Robles Zabala
15 de junio de 2017

Para asesinar no siempre se aprieta el gatillo. La mayoría de los grandes genocidas de la historia humana han puesto en marcha planes de exterminio con solo firmar una nómina. Lo hizo Stalin para consolidar su poder después de la Segunda Guerra Mundial. Lo hizo Idi Amin Dada para evitar un golpe de Estado. Al Gadafi enviaba a sus enemigos políticos a la cárcel, pero una vez allí alguien los apuñalaba o, simplemente, amanecían muertos. El general Pinochet, en muchos casos, los subía a un helicóptero y los lanzaba al océano. Algunos cuerpos regresaban a la orilla y otros se convertían en alimento para los tiburones. Saddam Hussein lo arrestaba y los torturaba; cuando podía, rociaba gas sarín sobre poblaciones enteras. Así intentó acabar con los kurdos. Jorge Rafael Videla instauró en el Cono Sur la dictadura más sangrienta que se haya vivido en América Latina: no solo ordenó desaparecer a todo el que manifestaba su descontento en las calles, también les arrebata los hijos que luego eran vendidos como mercancía, o entregados en adopción a familias cercanas al régimen.

Durante 36 años, la lista de muertos de la dictadura de Francisco Franco Bahamonde ascendió a más 170 mil. Según la historiadora Mirta Núñez Díaz-Balart “se mataba para eliminar a los peligrosos o potencialmente peligrosos, pero también se mataba pensando en los que sobrevivían”. Franco murió en 1975, rodeado de familiares y amigos, y la justicia española jamás le puso un dedo encima. Hoy, incluso, algunos de sus compatriotas lo consideran un héroe: salvó la patria de la corrupción y le dio un nuevo aire a la economía del país. Para otros, sin embargo, la cifra de 170 mil muertos es una falacia, pues aún hay miles de desaparecidos, incluyendo al gran vate y dramaturgo Federico García Lorca y una larga lista de pintores, músicos e intelectuales acusados de instigar una rebelión contra la férrea dictadura militar.

No ha habido en la historia política reciente un solo dictador que no haya cometido crímenes de lesa humanidad en nombre de la democracia. Matar a una minoría en beneficio de una mayoría es una tesis horrible, un argumento falaz que no puede entender una mente liberal. En Colombia, sin embargo, se asesina a una mayoría pobre en beneficio de una minoría privilegiada. La democracia, entendida más allá de “elegir y ser elegido”, es la suma universal de la razón. No puede haber democracia sin razón porque esta es la representación del equilibrio.

La historia nos dice que en el país del Sagrado Corazón ese equilibrio sobre el cual descasan las bases democráticas se perdió hace rato: 8. 2 millones de víctimas en 54 años de guerra y 230 mil asesinatos, según un informe de 2013 del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH),  es un ejemplo claro del rompimiento de ese hilo conductor que mantiene la balanza en estado de reposo. De los 8.2 millones de víctimas, una cifra que supera el 1.200.000 se produjo durante los 8 años de gobierno del “gran colombiano”, la cual se intentó invisibilizar con una estrategia macabra que consistió en perseguir a todo aquel que manifestara un interés por la defensa de los Derechos Humanos. Las oenegés dedicadas a la investigación de crímenes de Estado, tanto nacionales como extranjeras, se les asoció, desde la puerta de la Casa de Nariño, con la guerrilla y el narcotráfico. Uno de los objetivo de Uribe fue acabar con la Defensoría del Pueblo. Tanto así que en 2004 los funcionarios de este organismo, considerado por periodistas, abogados y constitucionalistas como el paso más acertado de la Constitución del 91 en el fortalecimiento de la democracia colombiana, se les dejó de pagar sus salarios durante seis meses. La idea era aburrirlos. Doblegarlos para que dejaran de recibir información sobre las masacres de campesinos que, por entonces, empezaban a llenar los espacios de los noticieros nacionales.

Lo anterior dio origen a los célebres “falsos positivos”, a las legendarias interceptaciones ilegales a periodistas, opositores, magistrados, políticos, profesores, sindicalistas y defensores de los Derechos Humanos. El ojo vigilante de George Orwell se hizo realidad durante el gobierno Uribe: los que no estaban con él, estaban contra él, por lo que se hizo necesario saber hasta la marca del cereal que consumían los hijos de sus detractores en la mañana, antes de ir al colegio. La espina dorsal de este proceso de intimidación y persecución fue el DAS, un organismo manejado desde el Palacio de Gobierno y dirigida por alfiles incondicionales como Jorge Noguera y María del Pilar Hurtado, recluidos hoy en la cárcel y condenados por delitos graves.

Pero este payaso con ínfulas de dictador y máscara de demócrata, que llamaba “terroristas” a los campesinos organizadores de paros y protestas en el país durante su gobierno, y “traidores a la patria” a los defensores de los Derechos Humanos, que sabía de antemano que a Tito Díaz, el exalcalde de El Roble, lo iban a matar --mucho antes de que este lo denunciara en el recordado consejo comunitario de Corozal, Sucre, llevado a cabo el 1 de febrero de 2003-- es el mismo señor que hoy va por el mundo, de foro en foro, diciendo que Colombia es un Estado fallido, tomado por el narcotráfico y el “castrochavismo”. El mismo señor que acabó con la salud pública para beneficiar las clínicas privadas y las EPS de sus amigos; el mismo que nombró a Salvador Arana embajador en Chile para evitar que fuera investigado por la Fiscalía y la Corte Suprema de Justicia por sus estrechos vínculos con el paramilitarismo y el crimen del exalcalde Díaz; el mismo señor que eliminó las horas extras y recargos nocturnos de los trabajadores más pobres va y habla en un foro internacional en Grecia --por enésima vez-- de la impunidad de las Farc. El asunto no es que hable. El asunto es que cada vez que habla, miente. Hacer creer que el país es inviable y que estamos al borde del precipicio gracias a un proceso de paz, no pudo ser más risible y patético para quienes, sentados a la mesa, tuvieron el infortunio de escucharlo.

Twitter: @joaquinroblesza
Email: robleszabala@gmail.com

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