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MARTA RUIZ

Año rural

Entre las ciudades colombianas y el mundo rural no sólo hay kilómetros de distancia sino una brecha de siglos. Mientras Bogotá o Medellín juegan a estar en el ranking de la vanguardia urbana del mundo, miles de pueblos colombianos aún luchan contra las epidemias, la falta de agua y el analfabetismo.

Marta Ruiz, Marta Ruiz
8 de febrero de 2014

Hay una frase que me dolió en el alma a finales del año pasado. Me la dijo un joven de El Salado, corregimiento de Carmen de Bolívar, que logró una beca en la Universidad Javeriana de Bogotá para estudiar periodismo. Al volver de vacaciones a su pueblo, advirtió el profundo contraste entre la modernidad de la urbe y el rezago de su tierra. “Esto (los Montes de María) está desprendido del mundo”. Y la frase me dolió porque tiene mucho de cierto. Entre las ciudades colombianas y el mundo rural no sólo hay kilómetros de distancia sino una brecha de siglos. Mientras Bogotá o Medellín juegan a estar en el ranking de la vanguardia urbana del mundo, miles de pueblos colombianos aún luchan contra las epidemias, la falta de agua y el analfabetismo. 


Algunos dirán que el conflicto colombiano, tan largo, tan indiscriminado, tan extendido en el territorio y tan ensañado con los más pobres del campo, ha sido una de las razones para que el abismo entre el mundo rural y la ciudad creciera tanto. Pero si hay paz, y ojalá sea rápido, no habrá excusa. Por el contrario, faltarán manos para la urgente tarea de sacar a las zonas rurales del abandono. Para modernizarlas y lograr que sus pobladores alcancen más oportunidades y desarrollen mejor sus capacidades. Para que hagan parte “del mundo”. 

En ese contexto de urgencia es que el país debería considerar instaurar por un tiempo determinado, y como una manera de sacar al campo de su marginalidad, el año rural para profesionales de diferentes áreas. Esto sería vital en ciertas regiones como las costas Atlántica y Pacífica, o el sur del país, y sobre todo en los corregimientos, donde muchos conocimientos escasean y todos son necesarios. 

Se necesita por ejemplo un ejército de psicólogos que apoyen a las comunidades, y no solo a las víctimas directas, en sus procesos de superación del trauma que ha dejado la violencia. Un asunto en el que los programas de reparación no dan abasto. Se requieren unas cuantas brigadas de abogados para que ayuden a los campesinos a hacerle frente a los truculentos entramados de las leyes de restitución de tierras. También hay demanda de artistas que le den impulso a las cientos de iniciativas culturales que, aunque son vitales para la cohesión social, se quedan a medio camino, por falta de formación. Se requieren ingenieros que den soluciones apropiadas a problemas sencillos que son cuellos de botellas increíbles para las comunidades, como perforar un pozo para sacar agua, o crear una pequeña molienda. Matemáticos que formen a los maestros en esta disciplina; pedagogos que ayuden a pensar cómo se debe enseñar en las condiciones del campo; economistas y administradores que den herramientas para los emprendimientos de la gente; y literatos que contribuyan a crear hábitos de lectura; por poner algunos ejemplos.

El año pasado surgieron desde la academia varias voces que proponían erradicar el año rural para el sector de la salud, que ha sido tradicional en el país. Si eso ocurriera miles de corregimientos se quedarían sin una atención básica. Sería fatal. Otra cosa es que se elimine la obligatoriedad de esta figura y que por el contrario, el gobierno y el sector privado den fuertes incentivos, tanto económicos como inmateriales, para que los jóvenes recién graduados, o a punto de hacerlo, vayan al campo como profesionales, en lugar de estar subempleados en las ciudades. 

El beneficio sería de doble vía. No solo las comunidades salen ganando, sino que los propios profesionales tendrían una visión del país más solidaria, humanista y completa. Serían, no me cabe duda, personas con una mayor sensibilidad social, más proclives a la acción colectiva.
Eso lo han demostrado experiencias de voluntariado como las que hace años ha impulsado Opción Colombia, una iniciativa en la que participaron centenares de muchachos de las universidades más elitistas, gracias a la cual viajaron a lugares remotos, aún en medio del conflicto, a donar su conocimiento. Casi todos quienes pasaron (o pasan aún) por esa experiencia son profesionales de alto compromiso con el país, mejor informados, más proactivos, mejores líderes. 

La profundidad de la brecha que hay entre la Colombia moderna, y algunas zonas rurales es de tal magnitud que el esfuerzo del Estado no será suficiente por mucho tiempo. Se requiere un amplio voluntariado que lleve sobre todo conocimiento, y que esté dispuesto a aprender también de la gente del campo, de sus tradiciones, de sus luchas, y de su increíble creatividad.