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A ver: un alcalde

Bogotá necesita un buen alcalde, pero a lo mejor es al revés: lo que necesita es no tener alcalde, con sus enredos y sus chanchullos y sus peculados y apneas respiratorias.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
6 de junio de 2015

Bogotá necesita un buen alcalde. Y es evidente que no lo ha tenido desde hace muchos años. Recuerden al Andrés Pastrana de hace 30, cuando se entrenaba para ser presidente de la República destruyendo la avenida Caracas y construyendo puentes para suicidas. O al Jiménez de Quesada de hace casi 500, cuando estrenó su cargo incendiando el pueblo chibcha que encontró al pie de los cerros. Pero no vayamos tan atrás. En los 15 años que van corridos de este siglo XXI Bogotá no ha tenido un buen alcalde.

Primero vino, en el 2001, Antanas Mockus, incomprensiblemente por segunda vez, después de su anterior fuga hacia una candidatura presidencial. Y esa vez no hubo ni siquiera payasos en los semáforos (salvo él mismo, claro, en el Palacio Liévano de la Alcaldía). Luego todo siguió cuesta abajo. El indolente Lucho Garzón, alcalde fainéant como los reyes merovingios de Francia, que no hizo nada. El corrupto Samuel Moreno, travestido de izquierdista (tal vez por eso sus cómplices de negocios lo llamaban “la doctora”), que se robó todo y está preso; pero a punto de salir en libertad, como es habitual, por vencimiento de términos. Y después, y ahí vamos, el inepto y soberbio Gustavo Petro, cuyos años de alcalde han transcurrido en medio de alcaldadas despóticas, de improvisaciones, de destituciones, de restituciones, de nombramientos y renuncias de los nombrados, de contratos mal hechos, de contratos mal deshechos, de proyectos mal proyectados, de huecos mal tapados por máquinas tapahuecos mal importadas, de basuras sin recoger, de camiones compactadores sin capacidad de compactar, ni de rodar siquiera, y sin repuestos de prohibida importación, que se pudren en los patios de los buses sin chatarrizar, inmovilizados por orden de la Dian, de sistemas integrados de buses sin terminar de integrar, de planes territoriales sin aprobar, de platas sin gastar, de gastos sin pagar, de valorizaciones sin justificar, de impuestos sin cobrar, de promesas sin cumplir, de obras sin terminar, de obras sin empezar, de colegios sin construir, de jardines sin hacer, de parques sin cuidar, de plazas de toros sin abrir a pesar de repetidas sentencias judiciales sin acatar y de obras de sismorresistencia sin licitar. Mucha postura heroica y martirológica, eso sí: Sebastián flechado, Juana de Arco quemada, Gaitán asesinado. Mucho discurso incendiario desde un balcón de tribuno del pueblo: ¡Mirad los grillos y las cadenas que os esperan! Mucho tilín tilín: y nada de paletas.

Ah, sí: un triunfo de la estética populista: los grafitis pintarrajeados en todas las paredes de la ciudad: el sagrado arte libérrimo del libre desarrollo de la personalidad de los artistas del pueblo. Y más demostraciones del amor por la fealdad: esas cintas de plástico amarillo forense, esas maletas separadoras de avenidas de plástico anaranjado, esas rayas azules pintadas en el asfalto, esas estrellas amarillas circundando los huecos y las alcantarillas sin su tapa verde, esos buses de múltiples colores del impronunciable Sitp del desintegrado y desbaratado sistema integrado de transporte público urbano, que habían empezado siendo de un discreto rojo unido pero fueron absorbiendo la abigarrada riqueza cromática de sus competidores nunca chatarrizados de las empresas privadas más o menos piratas ( y a la vez socias del Distrito) que monopolizaban las rutas públicas, y paulatinamente se fueron arcoirisando: una trompa amarilla, una audaz raya verde, un flanco gris, la ingeniosa silueta en blanco sobre rojo de un árbol que se vuelve cerebro o viceversa, una culata tricolor con un anuncio publicitario de la Bogotá Humana. Ah: y un triunfo de la responsabilidad ecológica: esas materas de plástico del centro peatonal con sus mustias maticas abonadas por los excrementos y marchitadas por las deyecciones de la Bogotá Humana. Pozos sépticos a cielo abierto. Y el hedor, el hedor…

Hablando de hedor: en el recuento de nuestra historia municipal olvidaba el paréntesis de la alcaldesa encargada Clara López, en el 2011, cuando sustituyó a Moreno sin haber sido capaz de olfatear la hediondez de su corrupción en los dos años y medio que llevaba siendo su secretaria de Gobierno: sin duda un récord mundial de inmersión a pulmón libre. Pero en esos seis meses de respiro tampoco hizo nada que se recuerde: ni bueno, ni malo. Como Rafael Pardo en las tres semanas en que reemplazó a Petro: nada de nada.

Tal vez sea eso lo ideal, tratándose de un alcalde. Que no haga nada. Dije al principio de este artículo que Bogotá necesita un buen alcalde, pero a lo mejor es al revés: lo que necesita es no tener alcaldes, con sus enredos y sus chanchullos y sus peculados y apneas respiratorias. Necesita la dulzura feliz de la anarquía. Pero este es un sueño irrealizable: en la práctica, la anarquía es la ley de la jungla. O sea, el neoliberalismo. Así que querámoslo o no tendremos alcalde, malo o menos malo, o pésimo, o por milagro bueno, o por lo menos inocuo: un placebo de alcalde. Habrá que ver entonces, de aquí a las elecciones, cuál puede ser, si no el mejor, el menos peor de los candidatos.

Ya hay varios en liza. Quédese pues esto para la otra semana.

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