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‘Commedia dell’arte’

Y mucho menos contribuye a la paz la cultura oficial del Distrito: cultura confiscada, dirigida, domesticada, propagandística. Tan empalagosa como son acerbas las contumelias de Vallejo. Por exageradas, engañosas ambas.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
18 de abril de 2015

Bien merecido se lo tienen por haber querido ser demagógicamente correctos: el superlativo de la ñoña corrección política. El alcalde Gustavo Petro y sus funcionarios trajeron desde México a Fernando Vallejo para una pretenciosa (“polifónica y transdisciplinar”, la llamaban) Cumbre Mundial del Arte y la Cultura por la Paz en Colombia; y Vallejo, como era previsible para cualquiera que haya leído algo suyo, vino a sabotearla.

Aunque no lo conozcan como gran escritor, extraña que los anfitriones de la “Cumbre” no supieran de él como famoso saboteador. Y el caso es que de su pretenciosa y costosa “Cumbre” (109 invitados internacionales, o “líderes globales”, como los llamaban, traídos de 37 países; y 354 intelectuales y artistas locales, como si hubiera tantos) lo único que sacaron en limpio fue eso: el publicitado sabotaje de Vallejo, perito en demoliciones. Una farsa, llamó la dicha “Cumbre”. Y en esa farsa, él fue el payaso central. El insolente tolerado y celebrado bufón, que tiene el privilegio de decir lo prohibido, de insultar, de señalar con el dedo, de cantar las verdades impunemente y sin consecuencias. Se las oye, pero no se las escucha: no se les presta atención y solo provocan risa. El bufón que denuncia y solo causa risa es uno de los personajes fundamentales de la commedia dell’arte italiana, que es el espejo de la sociedad.

Se lo merecen, digo, por pretenciosos. Porque, sí, claro, lo de la paz está muy bien: pero están exagerando. Maradona chuta balones por la paz, el papa Francisco volea bendiciones por la paz, el presidente Obama manda felicitaciones por la paz, la Academia noruega desenfunda su Premio Nobel de la Paz… Así como ya nos empiezan a fatigar las repetitivas diatribas de Vallejo empieza a haber cierto hastío con la cantaleta de la paz. Porque hay en ella, repito, demasiada exageración demagógica y publicitaria. Están engañando, y de paso están engañándose. La cultura no es la paz, ni le sirve a la paz. Y la cultura oficial que financia el Estado (así sea en la “municipal y espesa” modalidad de la Secretaría Distrital de Recreación y Deporte) no es cultura, sino propaganda, por “polifónica” que la llamen sus burócratas.

La cultura no es la paz. La incluye, claro, como incluye también la guerra. Y el arte, y el derecho (y el derecho de la guerra), y la ciencia, y el juego, y la poesía, y la gastronomía (sin olvidar la antropofagia), y la religión, y la música. Todo es cultura, como en un sancocho (y también son cultura el agua, y el fuego, y la olla). Todo lo bueno y lo malo (conceptos relativos y cambiantes) que se cocina en la sociedad humana: todo lo que hay. Tal vez lo que pasa es que en la Secretaría de Recreación y Deporte confunden cultura con civilización (vieja disputa), que es el amansamiento de la cultura: la pacificación de la vida en sociedad, su ritualización: su conversión en commedia dell’arte.

Y mucho menos contribuye a la paz la cultura oficial del Distrito: cultura confiscada, dirigida, domesticada, propagandística. Y, me temo, contraproducente. Tan empalagosa como son acerbas las contumelias de Vallejo. Por exageradas, engañosas ambas.

La paz en Colombia es necesaria. O más bien, para no exagerar yo tampoco, es necesario poner fin al uso de las armas en el conflicto político, y eso es lo que se está negociando en La Habana. Pero que no exageren –o le darán del todo la razón a la desesperanza radical de Fernando Vallejo–.

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