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Lo que gusta de Trump

Sus expresiones procaces sobre las mujeres son las que ellos usan, su desprecio por los mexicanos es el que ellos sientes, su odio por los musulmanes es el mismo de ellos, Trump es ellos.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
15 de octubre de 2016

Lo que les gusta del vulgar y grosero Donald Trump a sus millones de seguidores es precisamente su vulgaridad y su grosería. Todos ellos quisieran ser como él, y poder tratar a las mujeres como él dice que las trata, y sin duda lo hace. Les gusta su machismo, les gusta su misoginia, les gusta su racismo. Con Trump en los Estados Unidos pasa lo mismo que pasaba en Italia con Silvio Berlusconi y su comportamiento de canalla inmoral, de financiero corrupto y corruptor y de político políticamente incorrecto: millones de italianos querían ser como él, con sus fiestas escandalosas, sus mujeres de pago y su inmensa fortuna. Gracias a sus vicios, y no a sus virtudes (si las tenía), consiguió que por tres veces los electores lo pusieran en la Presidencia del gobierno: el más prolongado poder personal en Italia de los últimos 100 años: desde Benito Mussolini. El cual Mussolini ¿gustaba por qué? Por sus excesos machistas. Cantaba entonces Curzio Malaparte:

Sorge il sole /canta il gallo:/ e Mussolini monta a cavallo.

Llevando esto al extremo: cuando Pablo Escobar vivía eran muchísimos los que aquí lo admiraban y querían ser como él, con su plata y sus hembritas con tetas de paraíso, y sus sicarios, con todo y sus bombas y sus asesinatos. Lo que gusta de Trump, a quienes les gusta, es que es tal como es: completamente inmoral, y desafiantemente, políticamente incorrecto.

Y a las seguidoras de Trump, que también son millones (o millonas, como diría Nicolás Maduro con perspectiva de género), también les gusta todo eso. Pues no solo muchos hombres son machistas y falócratas: muchas mujeres lo son también, y mucho más. Trump les gusta a millones de personas, mujeres y hombres: los que lo han llevado a ganar la candidatura republicana. Les gusta porque es como todos ellos. Piensa como ellos, actúa como ellos, habla el mismo lenguaje que hablan ellos. Sus expresiones procaces sobre las mujeres son las que ellos usan, su desprecio por los mexicanos es el que ellos sienten, su odio por los musulmanes es el mismo de ellos, y su miedo al creciente poderío de la China también. Trump es ellos, y es a ellos a quienes va dirigido su discurso. No busca seducir a los intelectuales, ni a los liberales, ni a los homosexuales ni a las feministas –que para él son todos una sola cosa. Les habla a sus pares (aunque los considere sus inferiores); no a sus contradictores. Y halaga y adula sus más bajos instintos, sus más turbios humores, que son los suyos propios: su elementalidad, su irracionalidad, su alma de ‘macho alfa’ y su cerebro primitivo de reptil. Lo que han hecho siempre, y siempre con éxito, los demagogos de izquierda y de derecha desde que hace 2.500 años los definió Aristóteles con esa palabra: aduladores del pueblo.

A sus admiradores, a sus seguidores, a sus votantes, Donald Trump les gusta por las mismas razones por las que no les gusta a otros millones: por su vulgaridad y grosería y todo lo demás que exhibió con descaro en su segundo debate con Hillary Clinton, el domingo pasado.

Hablaba con voz estentórea. Paseaba su enorme corpachón a zancadas por todo el escenario, como un orangután en su jaula, ostentando su poderío físico de fiera depredadora, de macho dominante, de violador, frente a la frágil mujer que tenía enfrente. Se balanceaba sobre los talones, se empinaba sobre los dedos de los pies. Y adelantaba desafiante la cuadrada mandíbula, a lo Mussolini, para mostrarse, más que presidencial, imperial. Llenaba toda la plaza. Hillary Clinton lo aplastaba argumentalmente: si el debate hubiera sido leído, la ganadora hubiera sido ella. Pero un debate por televisión es para ser visto y oído, es visual y auditivo: no está hecho para la reposada reflexión, sino para la cruda emoción. Así que resultaban mucho más convincentes que las razones razonadas de Clinton las contundencias contundentes de Trump, sus simplezas imperiosas, sus interrupciones agresivas, sus insultos, las caras de burla que ponía mientras la otra hablaba, sus apartes de teatro mascullando una descalificación o alguna ininteligible palabrota, sus encogimientos de hombros, sus sorbidos de nariz al rematar las frases. Su histrionismo.

Ella estuvo mucho mejor. El debate lo ganó él.

Ojalá no suceda lo mismo el día de las elecciones. Que no se repita lo que le pasó en l952 al candidato demócrata Adlai Stevenson, que se presentaba contra el general Dwight Eisenhower. Le decían los admiradores de sus discursos: “¡Los votantes inteligentes están con usted!” Y él respondía: “No me bastan: para ganar se necesita la mayoría”.

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Nota sobre otra cosa:
En medio de la oratoria grecocaldense (¿!) de Iván Duque y de la gritería guerrera de Paloma Valencia, pudimos ver la voracidad tranquila de su jefe, el senador Álvaro Uribe. Repantigado en su curul, masticaba rosquetas de paquete y las pasaba con buches de gaseosa. 

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