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La impunidad

Indigna a un sector de políticos la impunidad que, dicen, va a a beneficiar a los guerrilleros. Pero es impunidad (y no solo para ellos) a cambio de paz.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
13 de febrero de 2016

Reflexiona el gran escritor español Rafael Sánchez Ferlosio (a garrotazos, como es su inclinación): “La justicia moderna reverbera la antigua venganza, porque la culpa ya no parece ser el daño, sino la impunidad”.

Lo vemos a diario aquí en Colombia.

Sí. Pero es que son dos daños, y de dos culpables distintos. El primer daño lo causa el asesino, el ladrón, o lo que sea. El segundo lo comete el juez que absuelve, con evidencias o contra ellas, en conciencia o por prevaricato; o el carcelero que deja escapar al preso; o la sociedad, que no castiga sino que premia al ladrón o al asesino (o al juez prevaricador). Esto es aquí más frecuente en los delitos de naturaleza no crudamente penal, sino civil, o administrativa, o –claro está– política. Muchas veces he citado la frase del maestro Darío Echandía, “conciencia jurídica de la República”, según la cual “en Colombia no hay nada más respetable que una larga impunidad”. Jurídica, por supuesto, pero ante todo social (en todos los niveles y para todos los delitos), y política: el ejercicio de la política da aquí patente de corso para cualquier desafuero. Y es casi un timbre de honor para un político el haber sido investigado, procesado, y aun sancionado en firme por las llamadas ‘ías’: Fiscalía, Procuraduría, Contraloría (y ya veo saltar aquí a algún lector ofendido en defensa de los delitos que se le achacan al doctor Fernando Londoño, exministro –¿de qué?– nada menos que de la Justicia y el Derecho).

Digo que lo vemos a diario. En el llamado síndrome del “cójanlo, cójanlo” y “suéltenlo, suéltenlo” para el ladronzuelo callejero o el magistrado corrupto, para la vendedora de rosas o para el gran empresario o banquero.

Lo vemos en la discusión sobre la justicia transicional que se propone para cerrar el conflicto armado con las guerrillas. Como si lo transicional no fuera lo habitual y tradicional en Colombia, país de amnistías y de indultos (sin contar preclusiones y prescripciones): más de 100 en dos siglos de nuestra llamada “vida independiente”. El más reciente, el de la blanda leniencia hacia las matanzas y rapiñas de los paramilitares. El más notorio, el mutuo borrón y cuenta nueva que se dieron los partidos conservador y liberal por los horrores de la Violencia y para dar origen al Frente Nacional. Y en lo, digamos, apolítico, en lo común (como si en Colombia lo político no fuera lo más común), en la negociación de penas, en el “principio de oportunidad”, en los beneficios por colaboración con la justicia (delación de cómplices, estudios o trabajos en las cárceles para redimir penas, o simple “sometimiento”). Lo que caracteriza –desde siempre– a la justicia colombiana es que aquí nadie paga lo que la prensa cursi llama “la deuda con la sociedad”. Nadie devuelve lo robado, nadie compensa a los deudos de los asesinados. La justicia solo castiga “a los de ruana”, como denunciaba sardónicamente hace más de un siglo don Miguel Antonio Caro; y a los de ruana, eso sí, los trata injustamente, no solo sin impunidad sino con deliberada venganza: agregándole a la prisión las condiciones inhumanas como parte del castigo, en contradicción con la hipócrita fórmula piadosa de que sirve para rehabilitar y resocializar al delincuente. Y esto tiene que ver con la demagogia punitiva a que tan proclives son nuestros congresistas, que responden con entusiasmo al entusiasmo punitivo de la gente. Aquí la gente en general quisiera la pena de muerte para casi todo el mundo: para los violadores de niños, para los atacantes con ácido, para los guerrilleros, para los raponeros, para los feminicidas, para los aficionados a los toros. Y más: la muerte con dolor. El empalamiento, el descuartizamiento con caballos, la quema en la hoguera. En espectáculo público, porque –dice también Ferlosio, glosando al feroz padre de la Iglesia Tertuliano, “sería una grave injusticia despojar a las víctimas de su derecho a contemplar el retorcerse de los cuerpos y oír los alaridos de sus verdugos abrasándose en el fuego eterno”.

Pero en lo político, como decía atrás, no es así; ni tampoco en lo común cuando tiene detrás algún actor político. Ahora, por razones igualmente políticas, indigna a un sector de políticos profesionales la impunidad que, dicen, va a beneficiar a los guerrilleros de las Farc. Pero es una impunidad (y no solo para ellos, sino también para sus adversarios de la fuerza pública o de la sociedad civil) negociada a cambio de la paz: es decir, de la no repetición. Se sacrifica la justicia del castigo, la punitiva, a trueque de que no se siga prolongando la injusticia producida por la guerra.

En otro de sus escolios –que él llama pecios, como los de un naufragio– cita Ferlosio una frase del sabio Confucio: “En mi reino somos igualmente compasivos con las víctimas y con los delincuentes; esto también merece el nombre de equidad”.

Como las historietas atribuidas a Confucio, esta columna no tiene conclusión ni pretende tener moraleja.

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