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La firma no es la paz

Tiene razón el otrora poderoso bandido don Berna:“si no existiera el narcotráfico, pues no existiría el conflicto, porque este ha sido el combustible”.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
11 de octubre de 2015

Una advertencia: la firma de la paz entre el gobierno y las Farc no es una panacea. Con ella el problema no se resuelve, sino que se complica. O, más bien, aparece en toda su complejidad al dejar de verse difuminado por la niebla de la guerra. Dice el cura jesuita Fernán González, que lleva media vida estudiando el tema: “Puede ser que los problemas sociales emerjan con más fuerza, porque la lucha armada ha neutralizado muchas formas de protesta que pueden aparecer ahora”.

Un ejemplo: el narcotráfico. Dice el acuerdo de mayo del año pasado (pues se han firmado otros acuerdos antes del jurídico) que “la construcción de una paz estable y duradera supone la disposición por parte de todos (…) para que jamás el narcotráfico vuelva a amenazar el destino del país”. Pero ninguno de los dos firmantes pueden responder por esa “disposición por parte de todos”, necesaria para enfrentar ese poderosísimo negocio universal (o, si ustedes prefieren, “flagelo universal”). Las Farc, porque están muy lejos de ser “el más grande cartel del mundo”, como lo llaman los uribistas obsesionados por pintar al diablo con más cachos y rabos que los que tiene. Solo pueden, porque son una organización disciplinada (mientras conserven su estructura militar con unidad de mando: ya se verá qué pasa cuando se conviertan en una organización política, mucho más laxa por naturaleza); pueden, digo, abandonar su limitada participación en la inmensa torta, que es el impuesto que cobran a los campesinos cocaleros a cambio de su protección armada, y el que les pagan los narcos propiamente dichos por poder operar en sus zonas de control. Del lado del gobierno sucede lo mismo: no puede responder sino por sí mismo, y eso no es mucho. Puede quizás controlar, aunque no es tarea fácil, a sus propios agentes metidos en el asunto, como –es un ejemplo– los jefes de la casa militar de la Presidencia de Uribe. Pero fuera de su alcance están los muchos alcaldes, gobernadores, parlamentarios que son, si no narcos de oficio, sí sus valedores y sus cómplices.

Y fuera de eso están las docenas de carteles verdaderos, los centenares de ‘mulas’ espontáneas y sueltas, las 60.000 familias campesinas que viven de los cultivos prohibidos. Y los millones de consumidores de drogas, que no obedecen ni a la guerrilla local ni al gobierno nacional porque están lejos: en los Estados Unidos y en Europa, en la China y en Rusia. Porque narcotraficantes hay de dos clases, como en todo negocio export-import. Los que exportan desde aquí, y los que importan desde allá.

Como hemos dicho muchos muchas veces, desde la prestigiosa revista neoliberal The Economist hasta yo mismo, pasando por el presidente Juan Manuel Santos, la única manera de acabar con el narcotráfico ilegal es legalizándolo. Solo así es posible sacarlo de manos de las mafias criminales, que para retenerlo asesinan o corrompen a jueces y policías, aduaneros y políticos, periodistas y militares. Solo así es posible controlarlo: someterlo a vigilancia y normatividad como lo están todos los negocios legales de alimentos o de medicinas. Para los países productores o de tránsito, que llevamos decenios corrompiéndonos y destruyéndonos, suicidándonos en un combate desde hace los mismos decenios escrupulosamente fracasado, no hay otra salida que la de legalizar la producción y el tráfico. En tanto que a los consumidores les basta con despenalizar el consumo y el microtráfico. Cosa que vienen haciendo desde hace ya bastantes años en Europa Occidental; y algunos menos, pero con igual éxito, en los Estados Unidos, impositores de la prohibición en el resto del mundo.

En resumen: la solución al problema del narcotráfico no está en manos de los colombianos: ni del gobierno, ni de la guerrilla, ni del acuerdo entre los dos. Y sin embargo está en el meollo mismo de la guerra. No de su origen, sino de su desarrollo y de su prolongación en el tiempo. Tiene razón el otrora poderoso bandido don Berna, cuyas palabras desde la prisión reproduce el portal digital Verdad Abierta: “Siempre he pensado que si no existiera el narcotráfico, pues no existiría el conflicto, porque este ha sido el combustible”.

Lo que es cierto para el narcotráfico lo es también para muchos otros problemas de fondo de Colombia. La firma de la paz no los soluciona: es decir, no trae la paz. Solo trae, y es fundamental, la condición necesaria para empezar a solucionarlos, como no fue posible sofocarlos mediante la guerra: los mismos problemas sociales y económicos por los que empezó la guerra hace 50 años, en las circunstancias favorables de acostumbramiento a la violencia que había dejado el enfrentamiento interpartidista de entonces. La firma de la paz no nos lleva al final de la guerra, sino que nos devuelve al principio de la guerra. Que volverá a empezar si esos problemas no se arreglan. Leo en la revista Soho un artículo sobre las dietas comparadas de una modelo, un soldado, un vicepresidente de la República, un chofer de camión, un vegano, una diabética. Ahora que en Colombia la Semana Santa se ha vuelto pretexto para grandes comilonas y no se respetan el ayuno y la abstinencia, este puede ser el momento adecuado para saber qué come la gente.

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