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Los conservatoides

Conservatoides, para usar un sufijo despectivo muy de su gusto: así, se llaman asteroides los fragmentos desprendidos de un astro que si guardan alguna luz es porque la reflejan.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
11 de abril de 2015

Es una dura carta la que tres ancianos hijos de presidentes fallecidos del Partido Conservador le escriben a su jefe, el “joven de noble discernimiento” David Barguil, para que rompa amarras burocráticas con del gobierno de Juan Manuel Santos. Es dura por su tono imprecatorio y su lenguaje injurioso y soez: empiezan por llamar “ladrones” a Santos y a “sus secuaces”. Y siguen por el estilo: innobles, ineptos, corruptos, tramposos, asaltantes, con las manos viciadas hundidas en un pantano de impura mediocridad, de viscosa podredumbre. Los acusan hasta de ser unos “farautes”, lo cual suena tremendo. Pero, según el diccionario, significa simplemente “heraldos”. Y así es la carta: suena tremenda, pero al final no dice nada. Se nota que los tres hijos de sus padres no tienen nada que decir en este “octogésimo octavo año de su existencia”, como lo llaman con retórica prosopopeya. Por eso para rellenar sus cinco páginas de insultos recurren al prestigio póstumo de los nombres de sus difuntos padres, así como recurren para firmarlas al mérito dinástico de ser sus huérfanos. Los cito: “Escribimos en cumplimiento de la vocación que heredamos para prestar servicio a los ideales que conforman nuestra tradición”.

Pero no pueden ser llamados conservadores estos viejos señores –Enrique Gómez Hurtado, el hijo de Laureano; Ignacio Valencia López, el hijo de Guillermo León; Mariano Ospina Hernández, el hijo de Mariano–: no han sabido conservar nada, salvo sus apellidos. Son más bien conservatoides, para usar un sufijo reductor y despectivo muy de su gusto: así, se llaman asteroides los fragmentos desprendidos de un astro que si guardan alguna luz es porque la reflejan. Y así, como no pueden imaginar que alguien pueda tener ideas propias y no recibidas por ósmosis de sus mayores, le adjuran a Santos que también él sea lo que le corresponde ser por herencia genética: “Debiera tener respeto por una tradición de liberalismo republicano heredado de su casa matriz de la política”.

Se ve que temen que el presidente haya resultado ser, como llamaba Miguel Antonio Caro a los conservadores de su tiempo, “de proceder villano”.

Y estos conservatoides ¿qué toman de sus padres? Unas frases. De Guillermo León no, pues no encuentran ninguna: ya él mismo tenía que citar alguna de su padre, el poeta Guillermo Valencia, cuando quería decir algo. Pero ni siquiera esas sirven ahora: ¿la de “soy hermano de ‘Anarkos’”, que soltó una tarde en arrebato demagógico de plaza pública? No, no: Anarkos es un poema social, socialista tal vez, anarquista como lo indica su nombre: o, como dirían ellos, comunistoide. ¿O aquella otra en que anunciaba que su gobierno sería, como en el verso paterno, “una copa para todos llena”? No, tampoco: parecería una copia de la “prosperidad para todos” que promete el despreciado Santos. Para usar algo de Mariano, y sin tener que remontarse hasta los comprometedores postulados con que fundó su partido el tatarabuelo Ospina Rodríguez, les toca reciclar una de sus dos únicas frases memorables. No la de “¡Qué viva Ramón Hoyos!”, con la que el ospinismo solía ganarle al laureanismo las elecciones en Antioquia: ya nadie sabe quién era aquel gran ciclista. Sino la otra, la del 9 de abril: “Más vale un presidente muerto que un presidente fugitivo”. Adaptándola un poco (dicen “vale más un conservador perseguido que un conservador vendido”) a costa de volverla poco coherente con la larga y terca vocación funcionarial del partido, que empezó llamándose “partido ministerial” o “partido de los partidarios del gobierno” y solo cambió su nombre por el de “conservador” cuando no lo dejaron conservar el poder que creía suyo por derecho divino. Y del tercer papá muerto, de Laureano, no copian su terrible amenaza de “hacer invivible la República”, sino una exclamación igualmente apocalíptica, pero vacía: “¡Ay del Partido Conservador si no cumple la tarea que le fue asignada!”. ¿Qué tarea? ¿Asignada por quién? Un confuso párrafo de la carta de los tres delfines embalsamados insinúa que la tarea asignada es el poder, y que quien la asignó fue Dios:

“Allá, en la noche de los tiempos, cuando se produjeron las primeras aglomeraciones de seres humanos, el primer asunto fue el de institucionalizar el qué, el por qué, el para qué y el quién en el que se debieran aposentar estas definiciones”. No nos enredemos en ese texto surrealistamente divagante. Tras sus frases pomposas lo que de verdad preocupa a los tres delfines disecados que lo firman es que los puedan sacar por fin de su paraíso de formol. De eso que llaman con desprecio “ el régimen”, siguiendo otra frase vacua de otro de sus parientes, en este caso Álvaro Gómez, quien fue su más conspicuo y mimado exponente antes de convertirse en su improbable crítico. Que lo saquen de ese régimen en el cual los tres han sido durante muchos decenios parlamentarios, hijos de parlamentarios, padres de parlamentarios, embajadores, hijos de embajadores, padres de embajadores plenipotenciarios. De ese régimen que, por conocerlo desde dentro, definen como “todo ese sistema de componendas, de tolerancia con la inmoralidad, de connivencia con las circunstancias”. De “consolidación del clientelismo, el intercambio de prebendas, la participación en la pitanza”. De “botín burocrático materia de turbios negocios controlado por aviesos logreros”. Y no, como Dios manda, por ellos mismos, como siempre.

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