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Neoliberalismo

Controles, regulaciones, no. Este país es el paraíso del mercado que soñaron Thatcher y Reagan. ¿Supervisión? Aquí no hay nada de eso.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
16 de enero de 2016

Ahora salen los de las Farc con que la venta de Isagén que acaba de hacer el gobierno va en contra del espíritu de reconciliación que se busca, o se dice que se busca, en las conversaciones de La Habana. ¿De qué se sorprenden? De entrada estaba claro que Juan Manuel Santos con toda su retórica (“traidor de clase”, “que lloren los ricos”, etcétera) no pretendía cambiar el sistema, sino simplemente hacer la paz.

Eso era lo sorprendente. Y solo por eso lo hemos apoyado muchos, que discrepamos de él en todo lo demás y de él esperábamos –o temíamos– todas las demás cosas que está haciendo, aunque sean contrarias al espíritu de la paz: la venta de Isagén, las Zidres, etcétera. Muy cerrados de mollera tienen que ser los de las Farc si les ha tomado cinco años de charla descubrir que Santos es neoliberal desde su niñez.

Santos es neoliberal, como lo han sido todos sus predecesores en los gobiernos de Colombia desde César Gaviria: aquel del sarcástico “bienvenidos al futuro”. Y aún desde antes de que se inventara la palabra: neoliberalismo era el “desarrollismo” que predicaba Álvaro Gómez y aplicó López Michelsen. Tal vez solo Lleras Restrepo no haya sido neoliberal ferviente, sino partidario del intervencionismo del Estado para estructurar la economía nacional; pero su sucesor Misael Pastrana borró con el codo lo que Lleras firmó con la mano, empezando por la incipiente y frustrada Reforma Agraria que nos hubiera librado de tantos males. Porque el principio cardinal del neoliberalismo, su fundamental artículo de fe, es la no intervención del poder público en los terrenos propios del mercado. Y su corolario: la consiguiente privatización de todos los bienes públicos (pronto llegaremos a la privatización del aire de respirar, como estamos ya en la del agua de beber). Lo que hace 40 años López Michelsen llamaba con un dejo de envidia “la sabiduría económica de las dictaduras del Cono Sur”. Una sabiduría que, paradójicamente, requiere para imponerse una mano dura en el intervencionismo político: una mano antiliberal.

Esa es la mano dura que Santos no tiene, ni tampoco usó López Michelsen en exceso en sus tiempos, a diferencia, digamos, de la férrea conservadora señora Thatcher o del sanguinario fascista general Pinochet. Así sea a regañadientes, Santos es, como lo era a regañadientes López, liberal en lo político. Mezclando una cosa y otra sigue Santos la incoherente y contradictoria Tercera Vía de su amigo Tony Blair (asesor, dicho sea de pasada, de la empresa canadiense de intereses varios que acaba de comprar Isagén en una subasta sin concurrentes: bello ejemplo tercerviesco de competencia entre privados). Así que no impone su voluntad por la fuerza, sino que compra el consenso a precios de mercado. Eso es lo que sus críticos llaman la mermelada, o (en el caso del resbaloso procurador Ordóñez) la vaselina.

Por eso, enredados como están en las contradicciones de la Tercera Vía, el presidente Santos y su ministro Mauricio Cárdenas dejan de lado la pura doctrina del neoliberalismo para prometernos que, al lado de la libertad de mercado “hasta donde sea posible” habrá también regulación severa del Estado “hasta donde sea necesario”. Regulación. La prometen a sabiendas de que aquí nunca ha existido semejante entelequia, ni existirá con ellos. ¿Ha sido regulada acaso, por ejemplo, la salud privatizada de las EPS? ¿Alguien reguló o controló los abusos de las multinacionales de la minería o del petróleo? ¿Qué control estatal evitó que las eléctricas se quedaran con el llamado “cargo por confiabilidad” que les pagaron los usuarios durante 20 años, sin responder con él cuando llegó la crisis? ¿Alguna vez se ha castigado por sus excesos a los grandes grupos económicos, a Ardila, a Santo Domingo, a Sarmiento? Ahora se ha descubierto, como de la nada, que los grandes ingenios azucareros se conchaban para hacer trampa con los precios. ¿Nadie se había dado cuenta nunca de que en Colombia los privados no compiten entre sí, como manda (¿manda?) la teoría neoliberal, sino que se compinchan y se cartelizan? ¿Cuántas veces han sido rescatados con dinero público los bancos de sus quiebras fraudulentas?

Controles, regulaciones, no. Este país es el paraíso del mercado que soñaron Margaret Thatcher y Ronald Reagan. ¿Supervisión? Aquí no hay de eso. Y cuando alguna vez algún funcionario impertinente ha pretendido investigar algún latrocinio especialmente escandaloso, ha sido prontamente destituido, y el investigado ha entablado un pleito millonario que ha perdido el Estado.

Dice el ministro Cárdenas que lo de Isagén es insignificante, porque la empresa “no representaba ni el 1 por ciento de los ingresos de la Nación”. Lo veo venir: va a vender mañana mismo, por insignificantes para la Nación pero lucrativos para los inversionistas privados, el Museo del Oro, el Trapecio Amazónico, la Virgen de Chiquinquirá, las murallas de Cartagena, el Consejo de Estado ( si es que no está vendido y comprado ya). Y va a lanzar en serio su candidatura a la Presidencia de la República.