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Mi nombre es Legión

Martínez no es malo por falta de talentos. Por el contrario, los tiene múltiples. No es malo por defecto, sino por exceso: de amistades, de ambiciones, de clientes y de padrinos políticos.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
7 de mayo de 2016

La elección del nuevo fiscal general de la Nación, desde la farsa del cubilete con 150 nombres hasta el futuro voto de los magistrados de la Corte Suprema, resume el problema central de este país. Que no es la guerra, ni la desigualdad, ni la droga, y ni siquiera la omnipresente corrupción: sino la politiquería.

Los candidatos son tres. Todo el mundo está de acuerdo –literalmente todo el mundo: los juristas, los analistas políticos, los columnistas de prensa, la gente de la calle que ha oído algo del asunto– en que hay uno bueno, uno malo, y otro, otra, de relleno. El bueno es Yesid Reyes Alvarado, que acaba de renunciar al Ministerio de Justicia. Es un respetado jurista y un hombre decente y de carácter, a quien todo el mundo colma de elogios tanto en lo profesional como en lo personal y que carece de intereses económicos y de ambiciones políticas. La de relleno es Mónica Cifuentes, organizadora jurídica del proceso de paz, llena también de calidades públicas y privadas; pero todo el mundo está de acuerdo en que el presidente Santos la puso en la terna solo porque estaba obligado a cumplir una cuota de género. El malo es Néstor Humberto Martínez, hasta hace menos de un año superministro de la Presidencia, exitoso abogado y político. Todo el mundo está de acuerdo en que en el ejercicio de esas dos vocaciones Martínez ha acumulado demasiados conflictos de interés, que lo privan de la imparcialidad necesaria para ser fiscal general. Tendría que declararse impedido para intervenir en tal cantidad de asuntos que, si lo hiciera, sería prácticamente como no tener fiscal.

Y todo el mundo está de acuerdo en que, de los tres candidatos, ganará el malo.

Martínez no es malo por falta de talentos. Por el contrario, los tiene múltiples. No es malo por defecto, sino por exceso: de amistades, de intereses, de ambiciones, de clientes y de padrinos políticos. Martínez no es él solo. Como en el relato evangélico sobre el hombre poseído por los demonios que luego fueron a encarnarse en una piara de cerdos, podría decir: “Mi nombre es Legión, pues somos muchos”. Néstor Humberto Martínez es muchos: es el representante de las docenas, los cientos de clientes de su bufete de abogados litigantes, y de todos sus socios internacionales. Tendría, repito, que declararse impedido en innumerables casos. Y –pido excusas por mi suspicacia– no creo que lleve tantos años intrigando para ser fiscal –por lo menos desde que renunció al cargo de embajador en Francia del presidente Ernesto Samper– para, logrado su propósito, dejar que un fiscal sustituto tome las decisiones en su lugar. Si quiere ser fiscal y tanto lo ha buscado –negándolo a la vez: remando de espaldas–, es por algo. Y sin renunciar a nada. Por eso lleva ahora ya dos años ejerciendo ante la corte que deberá elegirlo su tercera vocación profesional, la de ‘lobbista’. De traficante de influencias, como se llamaba antes de que se descubriera una menos fea traducción castellana de la palabra inglesa: cabildeo.

Es precisamente por eso que todo el mundo cree que va a ganar la elección en la Corte Suprema. Pido excusas también por considerar que sus magistrados pueden ser susceptibles a las presiones o las promesas de Martínez. Pero es que hemos aprendido por amarga experiencia a desconfiar de todo el mundo. Aun de aquellos, como son esos altos magistrados, en quienes debiéramos suponer de antemano la virtud –como en los axiomas matemáticos que no necesitan demostración. Y sabemos que hasta en las altas cortes impera la politiquería.

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