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Cosas de los nacionalismos

Los nacionalismos suenan a cosa natural, entrañable. Pero son innaturales, artificiales, están hechos de fronteras.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
14 de octubre de 2017

Los nacionalismos son cosa seductora. Los propios, para quienes derivan de ellos su sentimiento de identidad, y, en el caso de los políticos profesionales, su aspiración a ejercer el poder en nombre de los merecimientos y las virtudes de su nación respectiva. Los ajenos, para quienes los contemplan desde lejos como quien mira los

arreboles sangrientos de una puesta de sol o los estallidos de una erupción volcánica. Y son también cosa muy fácil: para ejercer el nacionalismo basta con ser de aquí, o con ser de allá. Con ser nativo, con ser raizal, con ser vernáculo, con ser de donde se es: de donde a cada cual lo haya sembrado el azar, o el destino. Con haber nacido en Cataluña, digamos, o en Antioquia, si es el caso. Se dice que los niños paridos en un avión en vuelo pueden viajar gratis el resto de su vida. Pero creo que es un mito.

Los nacionalismos suenan a cosa natural, entrañable: de entrañas tibias y palpitantes como el corazón, como la placenta maternal, etcétera. Y despiertan pasiones, exaltaciones, gritos. Pero en realidad los nacionalismos son completamente innaturales, artificiales, así sean profundamente sentimentales. Están hechos de fronteras. El que ahora agita el mundillo mediático, el que lucha por independizar a Cataluña del imperialismo español, nace de una creación política tan artificiosa como la de la misma España. Porque Cataluña está hecha, como el resto de las regiones de España, de aluviones sucesivos de pueblos de toda Europa y Asia y África, separados de sus vecinos por fronteras tan artificiales como lo son todas las rayas fronterizas administrativas, incluyendo las que más naturales parecen: los ríos o las cadenas de montañas. O aún los mares. Ni siquiera las islas son espacios geográficos compactos y cerrados al universo exterior. Una isla grande, como la Gran Bretaña, se quiere partir en tres. Y a una isla pequeña, como Puerto Rico, la quiere abandonar a su suerte el presidente de los Estados Unidos con el pretexto de que la devastaron huracanes de nombres tan hispánicos como María y José (y no Mary ni Joseph).

Los nacionalismos suenan a cosa romántica. El débil contra el fuerte. David contra Goliat: el frágil pastorcillo contra el tremendo gigante. Los nacionalismos tienen el atractivo de que encarnan la lucha defensiva contra los imperialismos, que suelen ser odiosos.

Pero hay que recordar dos cosas. Una es que la historia que conocemos de David y Goliat la escribieron los hijos de David, el vencedor, y no los del derrotado Goliat. Y la otra es que como consecuencia de ella el imperio resultante no fue el filisteo de Goliat sino el judío de David, que sometió a todas las naciones circunvecinas – hasta caer a su vez bajo el más potente imperio babilónico de Nabucodonosor. Para empezar cuenta la Biblia que tras la muerte de Goliat fue tan grande la matanza de los filisteos de Goliat por los judíos de David que ese pueblo prácticamente dejó de existir. Solo quedó su nombre, filisteos, del cual viene el de los palestinos de hoy. Porque la historia da vueltas.

Los nacionalismos inspiran un sentimiento protector de ternura, como el de los polluelos de buitres en su nido. Pero tienen una tendencia históricamente irreprimible al expansionismo. Y al crecer se vuelven buitres. De los nacionalismos brotan los imperialismos. Volviendo al de Cataluña: aún sin haber roto del todo el cascarón, ya los nacionalistas catalanes que denuncian a los imperialistas españoles que les impiden levantar el vuelo han empezado a amenazar con el pico a sus inmediatos vecinos. Cataluña no es solo Cataluña, dicen: sino que incluye a todos los que ellos llaman “els països catalans”: Valencia, una franja de Aragón, el Valle de Arán, las islas Baleares (Mallorca, Menorca, Ibiza) y el Rosellón francés. Los más acérrimos nacionalistas reclaman además una parte de Cerdeña y toda Sicilia, que pertenecieron un tiempo a la Corona de Aragón, y hasta la mitad de Grecia y la Anatolia turca, a donde llegaron los conquistadores almogávares de la Gran Compañía Catalana en el siglo XIV.

(Andorra no la piden: tal vez porque es el paraíso fiscal en cuyos bancos guardan tradicionalmente su dinero muchos de los políticos nacionalistas catalanes).

Chocan en sus ambiciones, eso sí, con otros nacionalismos. No solo el español, sino también el de los valencianos, cuya negativa a ser dominados por los catalanes llega hasta el punto de haber publicado un diccionario bilingüe catalán-valenciano en el que todas las palabras son idénticas en uno y en otro idioma pero figuran en ambos: “generalitat”, por ejemplo, se escribe así, “generalitat”, si se refiere al gobierno autonómico de Cataluña; y así, “generalitat”, si alude al de Valencia. (El de las islas Baleares no se presta a confusiones: se llama Govern Balear). Y chocan además, como lo mostraron los recientes atentados terroristas de las Ramblas de Barcelona y del pueblo de Cambrils, con las pretensiones rivales del Califato Islámico, que considera suya no solo Cataluña sino toda la península ibérica, que en tiempos fue musulmana y se llamó Al-Andalus.

Porque sucede que de los nacionalismos, tan simpáticos cuando nacen, suelen surgir muchas de las guerras civiles. Y casi todas las guerras internacionales. Y las dos más recientes guerras mundiales.

Los nacionalismos son cosa seria.

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