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El nuevo dios del trueno

Hasta el poderoso lobby judío-israelí de los Estados Unidos está preocupado por las posibles repercusiones catastróficas que pueda traer la decisión unilateral de Trump.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
9 de diciembre de 2017

El problema que le plantea al mundo Donald Trump es que se cree todopoderoso, como los antiguos dioses, pero no lo es. Esa idea equivocada que tiene de sí mismo el actual presidente de los Estados Unidos tiene graves consecuencias: pone al mundo, en su conjunto y por partes, al borde de una guerra más, o de muchas guerras más. Si su predecesor Barack Obama, que era enemigo de las guerras, se vio obligado por las inercias imperiales de su país a emprender dos además de continuar las tres o cuatro que había heredado de su predecesor George W. Bush, con Trump, a quien las guerras le encantan, tendremos quince o veinte, y a lo peor también una nuclear, definitiva. Porque cree que puede ganarlas todas. “América (los Estados Unidos) va a volver a ganar guerras”, prometió desde los comienzos de su gobierno. Entusiasmando a su gente, tan guerrerista como él.

Pero no es verdad. Los Estados Unidos no han ganado ninguna desde la Segunda Guerra Mundial (salvo la de la islita de Granada), ni pueden hacerlo: las guerras ya no se ganan. Trump cree de veras que él manda en el mundo, cree que –como dijera José Alfredo Jiménez – “su palabra es la ley”, como si el mundo entero fuera la Torre Trump. Su caso psicológico recuerda al de la reina Victoria de Inglaterra, que también se creía todopoderosa y por alguna ofensa que creyó recibir de la remota Bolivia ordenó que los buques de guerra de la Royal Navy fueran a cañonear ese exótico país. Y no les quería creer a sus ministros cuando le decían que eso no era posible, pues en ese país exótico y remoto ni siquiera había puertos, porque estaba demasiado lejos del mar. Pero la reina Victoria no mandaba en el Imperio británico, que era entonces el dominante en el mundo: era simplemente una señora gorda ante quien los ministros no se atrevían a sentarse por antiguas razones protocolarias. Es decir, era una señora inofensiva. En cambio Donald Trump, presidente del imperio actualmente dominante, sí manda en el suyo, y su capricho importa: cuando él aprieta un botón, caen rayos y truenos en cualquier rincón del planeta. En la misma Bolivia de este ejemplo, si fuera el caso, o en Corea del Norte, como lo tiene anunciado desde hace varios meses.

Y acaba de dejar caer un rayo sobre Jerusalén.

Acaba de decidir Trump, por sí y ante sí, que la milenaria ciudad de Jerusalén, causa de tantas guerras en el curso de los siglos, es la capital del Estado de Israel, como lo viene reclamando la derecha israelí desde la conquista militar de la ciudad por el ejército israelí en la guerra de los Seis Días de l967. Y cree que su decisión se va a cumplir a rajatabla, independientemente de las consecuencias. De la reacción violenta de los árabes jerosolimitanos que, aunque expulsados y acorralados y encerrados en un laberinto de muros de separación y sometidos durante cinco décadas a una ocupación militar, todavía constituyen la mayoría de la población de la vieja ciudad. De la protesta unánime de todos los países árabes que rodean a Israel, que con ella vuelven a solidarizarse con los palestinos (que en la práctica tanto les incomodan). De la oposición, también unánime, de todos los países de Occidente, que son aliados de los Estados Unidos pero no quisieran verse arrastrados como peleles a otra guerra por los caprichos infantiles de su presidente megalómano. De las reservas de la China. De las advertencias del papa de Roma. De las precauciones de Wall Street. Hasta el poderoso lobby judío-israelí de los Estados Unidos está preocupado por las posibles repercusiones catastróficas que pueda traer la decisión unilateral de Trump, ese bebé violento que se toma sinceramente por el rey del mundo.

Solo lo aprueba, y lo aplaude, la ultraderecha israelí. El primer ministro Benjamin Netanyahu salta a declarar que el reconocimiento por parte del presidente de los Estados Unidos de que Jerusalén es la capital “eterna” de Israel es simplemente “reconocer lo obvio” (porque así se lo prometió hace miles de años a su pueblo elegido Jehová, el dios local de trueno: un megalómano predecesor de Donald Trump), salta a declarar Netanyahu que ese es “un paso importante hacia la paz”. Tal vez porque prevé que se viene una nueva guerra. Una que conduzca finalmente a lo que la derecha de Israel (de la cual Netanyahu es actualmente el principal dirigente aunque no el más extremo) entiende por la palabra paz: la expulsión total y definitiva de los habitantes palestinos de la que durante cientos de años fue su tierra.

Y ahora es de los judíos, como en los tiempos de Jehová. ¿No se la cedió acaso en sus estertores el imperio que se consideraba todavía victoriano con la arrogante Declaración Balfour de la cual se cumple un siglo? Así volvieron los judíos a su antiguo país de Palestina, de donde hace dos milenios los expulsó el Imperio romano. 

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