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Corea del Norte first

De su experiencia de destrucción casi total Corea del Norte aprendió que es útil tener con qué defenderse en la guerra. O mejor: tener con qué disuadir al agresor.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
30 de septiembre de 2017

Corea del Norte anuncia que se dispone a defenderse de la declaración de guerra que le acaba de lanzar por Twitter el presidente de los Estados Unidos. Y de inmediato el portavoz oficial del gobierno de los Estados Unidos llama “absurda” la reacción norcoreana: según él, no ha habido ninguna declaración de guerra.

Técnicamente hablando el portavoz tiene razón. Una declaración de guerra es una cosa muy seria, que hacen en conjunto las dos Cámaras del Congreso de los Estados Unidos en sesión solemne, y no desde su cama y por las redes sociales un presidente al amanecer. Pero para recibir una declaración de guerra en regla los coreanos tendrían que esperar sentados. Porque aunque han librado más de un centenar de guerras grandes y pequeñas en casi todos los rincones del globo, los Estados Unidos casi nunca se han tomado el trabajo de declararlas. A lo sumo lo han hecho cinco o seis veces en más de 200 años. Contra la monarquía británica en 1812. Contra México en 1846. Contra el imperio del Japón en diciembre de l941, en respuesta al ataque a Pearl Harbor. Contra Alemania e Italia tres días después. Y no más. Todas sus agresiones militares contra países extranjeros, desde la invasión del Canadá en 1775 hasta los bombardeos de Siria de los últimos meses, las han hecho sin declarar la guerra. No declararon, sin ir más lejos, la que hace 65 años destruyó a Corea: se contentaron con imponer y a continuación obedecer una resolución de las Naciones Unidas tomada en ausencia del delegado soviético, que la hubiera vetado. Y con recursos parecidos han emprendido todas las demás, casi insignificantes como la invasión de la islita de Granada en el Caribe por orden de Ronald Reagan en 1983 o el aplastamiento de Vietnam decidido por Lyndon Johnson en l964.

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Y es por eso que, con toda la razón, los norcoreanos toman sus precauciones ante la amenaza del presidente Donald Trump: no será una declaración de guerra ajustada al derecho internacional pero sí es una amenaza de ataque inminente. “Destrucción total”, anunció Trump en su discurso ante la Asamblea de las Naciones Unidas, hace unos días. Y ya un mes antes, de pasada, en el curso de un almuerzo, había prometido “furia y fuego como no ha visto nunca el mundo”.

Los norcoreanos sí los han visto. Y ya han sufrido una destrucción casi total durante aquella guerra no declarada (y tampoco concluida, sino simplemente interrumpida por un armisticio) a que los sometieron los Estados Unidos entre l950 y l953, en los compases de obertura de la Guerra Fría. Fue una guerra a la vez civil –la mitad norte de Corea, prosoviética, contra la mitad sur, pronorteamericana– y multinacional: además de los Ejércitos locales respectivos intervinieron el Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea norteamericanos, y destacamentos militares más o menos simbólicos de otros 20 países, entre ellos Colombia, por el lado del Sur; y el Ejército chino y su aviación, con pilotos rusos, por el lado del Norte. La mortandad fue enorme: cerca de 4 millones de personas, de las cuales 2 y medio millones en Corea del Norte, civiles en sus dos terceras partes. El general Curtis LeMay, jefe del Strategic Air Command de los Estados Unidos, resumió su estrategia diciendo: “Conseguimos quemar todas las ciudades de Corea del Norte, y algunas de Corea del Sur”. Ninguna construcción visible desde el aire quedó en pie: fábricas, escuelas, cuarteles, hospitales, pagodas, puentes, centrales eléctricas, puertos, nudos ferroviarios, aeródromos, edificios del gobierno. Al final, por falta de blancos útiles, los aviones tiraban las bombas al mar. En total cayeron sobre Corea del Norte en tres años de guerra (1950-53) 635.000 toneladas de bombas: más que todas las arrojadas sobre el Japón y sus aliados en los cuatro años de la guerra del Pacífico.

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Con excepción de las dos últimas: las dos bombas atómicas que aniquilaron de un golpe las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki.

De esa experiencia de destrucción casi total Corea del Norte aprendió que es útil tener con qué defenderse en la guerra. O mejor aún: tener con qué disuadir al posible agresor. Como de la aniquilación de Hiroshima y Nagasaki habían aprendido todos los posibles adversarios de los Estados Unidos, y también sus entonces aliados, que es prudente contar también con armas atómicas, instrumento último de disuasión. Lo supieron la Unión Soviética y la China, y el Reino Unido y Francia (los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, árbitros finales de la paz mundial); y luego la India y Pakistán, y el amenazado Israel; y finalmente el Irak de Sadam Huseín, despedazado bajo la acusación de buscarlas sin llegar a tenerlas; y la Libia de Muamar Gadafi, que firmó un pacto renunciando a ellas y fue a continuación derrocado y muerto por no haberlas desarrollado; y el Irán de los ayatolas, que ahora, ante las nuevas amenazas del presidente norteamericano, amenaza por su parte con volver a su interrumpido proyecto de fabricar las suyas. Y también las desea, aunque las tiene prohibidas, el Japón.

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¿Y por qué no? En su discurso en la ONU, la doctrina predicada por Trump fue que cada país debe poner en primer lugar su propio interés: America first, Irán first, etcétera. Y, como piensa Kim Jong-un, Corea del Norte first.