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Acoso (2)

Está de sobra claro que no estoy defendiendo a los agresores: simplemente estoy criticando el victimismo de sus víctimas en casos específicos.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
23 de diciembre de 2017

Mi columna de la semana pasada sobre las exageraciones en torno al acoso sexual provocó muchas protestas. Dejo de lado los habituales insultos, y las especulaciones sobre mis motivos para escribirla: mi misoginia, mi inveterado machismo, o el hecho de ser yo mismo hombre blanco y poderoso y en consecuencia abusador sexual. Pero me parece que la mayoría

de las críticas vinieron de un malentendido. La columna no defendía, ni mucho menos, a los abusadores sexuales como Harvey Weinstein y Donald Trump; sino que condenaba la asimilación del manoseo indebido a la violación criminal. Una asimilación que en mi opinión banaliza lo grave. Y es esa banalización la que me parece grave. No es solo que, como se ha dicho, “toda exageración es insignificante”: es que además la exageración reduce su objeto a la insignificancia: y así la violación se reduce a simple mala educación.

Esa exageración es la que veo en la discusión de estos días en torno al productor de Hollywood y al presidente. No se está hablando de la situación de las mujeres en Afganistán o en Arabia, ni de los secuestros de niñas por el grupo Boko Haram en Nigeria para convertirlas en esclavas sexuales: se habla de Hollywood y de Nueva York. Y de Bogotá, por cuenta de mi columna. (Y me asombra que por cuenta de una columna de prensa quede yo convertido en paradigma de abusador sexual en el país de Diomedes y de Maluma). Sí, soy hombre. O, más pertinentemente en este caso, no soy mujer. Entre las muchas cosas que he leído al respecto en estos días encontré una sobre el “oído musical” del que carecemos los hombres en estos asuntos simplemente por no ser mujeres y no poder ponernos en su lugar: por falta de empatía.

Sin duda hay algo de eso, pero no creo que nos deba estar vedado a los hombres hablar de las mujeres, ni tampoco viceversa. En mi columna de hace ocho días, como lo hago en todas, daba mi propia opinión desde mi propio punto de vista, que no es tampoco el de todos los demás hombres, como presuponen algunos y algunas de mis críticos y críticas: es solo el mío. Y resulta que a mí me pasa que, contrariamente a lo acostumbrado en este país de Diomedes y Maluma, no considero que las mujeres sean inferiores, ni que no se puedan defender y sean necesariamente víctimas. Creo que el trato entre hombres y mujeres es un trato entre iguales. No creo que las actrices de Hollywood sean tan indefensas como las niñas raptadas por Boko Haram. Y me parece que está de sobra claro que no estoy defendiendo a los agresores: simplemente estoy criticando el victimismo de sus víctimas, que en estos casos específicos de los que estamos hablando me parece excesivo. Por carencia tal vez de finura de oído musical. O porque mi oído percibe otras músicas.

Como me parece excesivo también el otro salto cualitativo que se está dando en la discusión para llevarla a la categoría de crítica de la sociedad injusta en que vivimos. Una sociedad machista y patriarcal que se remonta, dicen los mitógrafos, a cuando hace unos 10.000 años la Gran Diosa única de la primitiva sociedad feminista y matriarcal de los 10.000 anteriores fue sustituida en la adoración de los hombres y de las mujeres por múltiples y rivales dioses machos: Zeus, Shiva, Jehová, Huitzlipochtli.

Con esto no quiero decir que el machismo sea un progreso con respecto al feminismo, ni que el uno o el otro sea bueno y el otro malo, o viceversa, sino que existen los dos: el machismo es, como el feminismo, una manera de ser. Hay mujeres machistas, como hay hombres feministas. Y creo que el feminismo y el machismo no están condenados a enfrentarse, sino que pueden pacíficamente coexistir.

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