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Enterrar la historia

Es famosa la observación de que, si bien ni los dioses mismos pueden cambiar la historia, los historiadores sí, pero resulta que después vienen otros historiadores.

Revista Semana
17 de junio de 2017

Ahora quieren sacar al generalísimo Franco, último dictador de España, de su tumba en el Valle de los Caídos. Pero ¿y por qué no se han llevado también a Felipe II de la cripta de El Escorial? Hace poco retiraron de su pedestal en Nueva Orleans la estatua del general Robert E. Lee, jefe de los ejércitos esclavistas del Sur en la guerra de Secesión norteamericana. En Caracas tumbaron una estatua de Colón, porque a juicio de los socialistas del siglo XXI había sido el promotor del genocidio de los indígenas americanos. Hace ya tiempo desalojaron a Stalin, que durante medio siglo fue el venerado padrecito de sus pueblos, del mausoleo de la Plaza Roja de Moscú: descubrieron que había sido un tirano. Y lo primero que hicieron las tropas norteamericanas cuando tomaron Bagdad fue derrocar las estatuas de Sadam Huseín para tomarse la foto (una de las primeras selfis) aún antes de haberlo derrocado a él.

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Mucho más se demoraron los fanáticos talibanes de Afganistán en dinamitar las colosales estatuas de Buda talladas en la roca de Bamiyán: más de 1.000 años. Pero la idea es la misma: borrar de la historia lo que no nos gusta. El budismo milenario anterior a la centenaria conquista del islam, o los 40 años del franquismo anteriores a la llamada “transición democrática”, o los tres siglos de la colonia española en América. ¿Sucederá otro tanto, cuando se haya evaporado el actual imperio, con las descomunales cabezas de presidentes de los Estados Unidos esculpidas en el Monte Rushmore? ¿Habrá tiempo bastante para terminar de labrar, en la parte de la montaña que todavía está intacta, la cabezota de Donald Trump con su entretejida melena de hojaldre? Yo sería partidario de que dinamitaran también el inmenso Cristo con ascensor incorporado y cara de gobernador de Santander que hizo erigir sobre el cañón del Chicamocha el gobernador de Santander. Pero no se trata de satisfacer caprichos personales, sino de una posición de principio ante el registro de la historia.

No es cosa nueva, por supuesto, esta manía de querer borrar la historia cuando cambia la opinión: hace más de 30 siglos los egipcios trataron de enterrar para siempre la memoria del faraón hereje Akenatón destruyendo sus monumentos y obliterando su nombre; y a cada rato, tercamente, vuelve a aflorar a la superficie, por no decir que resucita. Y con él resucita su invento criminal, el mismo que entonces se quiso relegar al olvido: el monoteísmo. En nombre del cual, y hasta hoy, se han librado todas las guerras de la historia, reales y simbólicas. Así el papa Pío V pretendió aplastar la memoria del paganismo plantándole una estatua de san Pedro a la Columna de Trajano, en sustitución de la del antiguo emperador. Pero en cambio la estatua del apóstol que se venera en su basílica es una que representaba a Júpiter Capitolino. La historia suprimida reaparece siempre por entre las rendijas.

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Es famosa la observación de que, si bien ni los dioses mismos pueden cambiar la historia, los historiadores sí. Sí: pero resulta que después vienen otros historiadores. Hace apenas 25 años un politólogo al servicio del Departamento de Estado de los Estados Unidos publicó un libro de pretencioso título: El fin de la historia, marcado, según él, por la hegemonía de la democracia capitalista de los Estados Unidos. Lo mismo que dos siglos antes había postulado el filósofo Hegel sobre la final y definitiva encarnación del Espíritu en el Estado militarista de Prusia, a cuyo servicio se encontraba él. Y otros dos siglos más atrás el poeta Quevedo tenía exactamente la misma opinión sobre el gobierno universal de la casa de Austria, que le pagaba sus sueldos. Y así.

Para decirlo en la lengua muerta del extinto Imperio romano: sic transit gloria mundi. Así pasan las glorias del mundo.

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Ah, pero también la lengua. Tanto como en los monumentos, las tumbas, las estatuas, las filosofías, en las palabras mismas de la lengua se retratan las glorias transitorias de la historia. Leí en estos días que la Corte Constitucional de Colombia dedica sus desvelos a legislar sobre asuntos semánticos que, en su opinión, resultan prioritarios en este país. Parece ser que hay en el diccionario palabras ofensivas, surgidas de la historia como lo son todas las palabras de la lengua, que deben ser proscritas por fallo judicial de tan alta corte. “Indio”, por ejemplo, o “negro”. Son discriminatorias, y hay que sustituirlas por “nativo americano”, o por “afrocolombiano”. También resulta peyorativa, por ejemplo, la palabra “discapacitado”. Así que la corte dictaminó, de acuerdo con la Procuraduría y con el Ministerio de Justicia, que hay que cambiarla por la expresión “persona en condición de discapacidad”. Y hay que eliminar del Código Civil, por ofensiva, la palabra “mentecato”.

Pregunto –con todo respeto, desde luego–: ¿a los altos magistrados judiciales que a estas alturas de la disolución de la justicia se ponen en esas se les puede llamar mentecatos? 

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