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Un payaso triunfal

Ser un payaso megalomaníaco gusta en un país colectivamente megalomaníaco, convencido de su ‘destino manifiesto’ de gobernar el universo.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
8 de agosto de 2015

Hace un mes dije aquí que Donald Trump se puede fácilmente convertir en el próximo presidente de los Estados Unidos. Acababa de lanzar su nombre a la precandidatura por el Partido Republicano con insultos a los mexicanos. Es decir, en la conciencia íntima de los estadounidenses, hacia todas las razas inferiores del sur del Río Grande.

¿O es que algún lector cree de verdad que allá arriba distinguen a los mexicanos de los dominicanos, a los ecuatorianos de los paraguayos, a los nicaragüenses de los colombianos? No hace mucho que Hillary Clinton, hoy candidata presidencial ella también, confundió a Colombia con México por el asunto de la droga: y era entonces secretaria de Estado: la encargada de las relaciones internacionales de su país. La ignorancia y el desprecio son los mismos. Pero solo Donald Trump los expresa sin ambages. Por eso gusta: dice en voz alta lo que todos piensan.

Y por eso encabeza con ventaja las encuestas entre los precandidatos del Partido Republicano, con un 26 por ciento de favoritismo a la hora en que esto escribo (en la tarde del jueves 6 de agosto, poco antes de que empiece el debate televisado entre diez de los 17 aspirantes). Habrá quien se burle de las cifras en nombre de la sensatez. Pero la sensatez no tiene mucho que ver con la aritmética política electoral, que se alimenta de pasiones, y no de reflexiones.

Y las pasiones políticas van hacia allá en los Estados Unidos. Es la habitual ley del péndulo. En términos de popularidad los ocho años de gobierno de Barack Obama han sido decepcionantemente fallidos desde el punto de vista de los demócratas e indignantemente exitosos desde el de los republicanos: solo dos guerras y media, y la negativa a emprender una tercera contra Irán; a medio domar la inmensa crisis económica desatada bajo Bush; y a medias favorecidas las clases medias con la reforma democrática de la salud. Y por eso los votantes vuelven a la nostalgia de los ocho años anteriores, de agresividad imperial y rigor capitalista cuyos fracasos ya están olvidados. Y entonces salta Donald Trump, flexionando los músculos como lo hacía Ronald Reagan frente al blando Jimmy Carter, y proclama desde el eslogan de su cachucha de baseball de campaña: “Make America Great Again!” (“¡Hagamos otra vez grandes a los Estados Unidos!”). Y eso gusta.

Un payaso megalomaníaco, lo llaman los analistas políticos sensatos. Pero eso gusta en un país colectivamente megalomaníaco, convencido de lo que uno de sus presidentes megalómanos llamó su “Destino Manifiesto” de gobernar el universo, convencido por otro de ser “el país de Dios”, y por 20 más de su “excepcionalismo” y su “uniqueness” (uniquicidad) que lo convierten en lo que el Evangelio llama “la ciudad de la colina” (“the city upon the hill”): la Luz del Mundo. Como gusta también que a sus posibles rivales los llame cobardes, débiles, flojos, incompetentes, fracasados, perdedores. No “winners”, ganadores, como es él. Sino “losers”, perdedores. Y encima pobres. ¡Pobres! No ricos, como él, que es uno de los hombres más ricos de ese país de hombres ricos que son los Estados Unidos. País de hombres ricos (todos los candidatos republicanos lo son, y los demócratas también; aunque no en el grado de Trump), y en donde todos quieren serlo. En eso consiste el “american dream”, el sueño americano, que no encuentra ninguna medida de sueño distinta de la riqueza.

Vuelve el péndulo, pues. Pasa de un negro medio extranjero y medio pacifista que encarnaba esperanzas altruistas a un blanco xenófobo belicista que encarna sueños egoístas. Gana Donald Trump.

Salvo que, en los largos meses que todavía faltan para la selección de candidatos y para las elecciones presidenciales, Trump calcule que le puede salir mejor negocio, en plata, quedarse de precandidato que buscar en serio la Presidencia.

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