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Una protesta contra la destrucción de España

Son igualmente fascistas Junqueras y su president Carles Puigdemont y su gobierno regional, que quieren imponer a todo trance la voluntad de sus votos que, sean legales o ilegales, son reconocidamente minoritarios.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
7 de octubre de 2017

Velázquez tiene varios retratos de bufones y de locos. Los estamos viendo resucitar en la grotesca realidad contemporánea de la política española. ¿Han visto a Oriol Junqueras, el vicepresident de la Generalitat de Catalunya? Es exactamente igual al “Niño de Vallecas”, el enano que Velázquez pintó despatarrado, con los ojos perdidos y la boca entreabierta.

Decía el poeta León Felipe:

Este es el orden, Sancho. De aquí no se va nadie.
Mientras esta cabeza rota del Niño de Vallecas exista,
De aquí no se va nadie. Nadie.
Ni el místico ni el suicida.

Y miren al presidente del gobierno español, Mariano Rajoy, que físicamente se parece mucho a otro payaso descerebrado pintado premonitoriamente por Velázquez: el apodado “don Juan de Austria”. Un arrogante y pomposo pasmarote. Se ha comparado a Rajoy con un célebre torero cómico de hace un siglo, “don Tancredo”, cuya única gracia consistía en que se quedaba quieto parado en una mesa delante de un toro bravo. Hasta que el toro se aburría y tumbaba la mesa de un cabezazo, y don Tancredo salía corriendo a refugiarse en los brazos de la Guardia Civil, que a tiros mataba al toro. Los políticos catalanes de hoy son como esos toros malhumorados de entonces: a cornadas de furia están volviendo astillas la gran mesa de España. Frente a lo cual Rajoy no torea, sino que se queda parado y quieto: como recomendaba su coterráneo el generalísimo Francisco Franco, Rajoy “no se mete en política”. Recurre, como aquel, a la Guardia Civil: a la fuerza bruta. Se niega a entender que un problema político no tiene una solución jurídica, sino, si es que la tiene, política. Como él dice, y es cierto, el referéndum convocado por los catalanes es inconstitucional. Pero las Constituciones no son sagradas, como lo muestra la existencia misma de esta que Rajoy invoca, pactada hace 40 años en sustitución de la franquista Ley Orgánica del Estado que rigió a España durante otros 40. El curso de la historia suele ser inconstitucional.

Junqueras y sus compinches independentistas catalanes, y Rajoy y sus compinches centralistas españoles, y el rey Felipe VI, en teoría árbitro neutral por encima de los partidos y de las nacionalidades pero en la práctica, por lo que se vio en su enérgico aunque chato discurso, juguete dócil del ciego centralismo del Partido Popular en el gobierno, están destruyendo a España.

No me extraña: a destruir a España se han dedicado los gobernantes de España desde que España existe. Hayan sido gobernadores romanos, monarcas visigodos, reyes moros de taifas, intrusos flamencos como Carlos de Austria o usurpadores franceses como Felipe de Anjou o José Bonaparte. Un príncipe italiano traído casi a la fuerza no quiso entrar en ese juego ibérico de destrucción y renunció a la corona exclamando: “¡Per Bacco! ¡No entiendo nada!”. En cuanto a los nativos, no digamos: desde el tartesio andaluz Argantonio hasta el general gallego Franco. No me extraña, digo; pero protesto, como hemos protestado siempre los españoles –yo lo soy– contra nuestros destructores gobiernos.

Protesto porque la destrucción de España es una mala cosa para todos: para los catalanes en primer lugar, pero también para los andaluces y para los vascos y para los castellanos, y para todos los muchos pueblos distintos y mezclados que conforman España: la más mestiza de las naciones de Europa. Y la más hospitalaria. Lo ha sido para los fenicios y los cartagineses, los griegos y los romanos, los judíos de la diáspora de Nabucodonosor, los árabes de la yihad de Mahoma, hasta para los franceses de la Ilustración: media España ha sido siempre afrancesada, mientras la otra media enarbolaba la bandera nacionalista de la exclusión: “¡Gabacho, ni hembra ni macho!”. Y, por supuesto, para los latinoamericanos que en el siglo XX buscaron refugio de las dictaduras locales.

Hoy hay en España cuatro y medio millones de inmigrantes – africanos, rumanos, sudacas, chinos: una décima parte de la población – sin que haya surgido un partido antiinmigrantes, como ha sucedido en todos los demás países ricos de Europa. Cuando hablo de hospitalidad me refiero a la de la gente española. Los gobernantes de España –vuelvo a ellos– han sido lo contrario: tradicionalmente perseguidores y expulsores de quienes han considerado distintos: los judíos, los moros, los rojos.

Ahora los gobernantes de Barcelona y de Madrid se acusan de fascistas los unos a los otros. Con razón de lado y lado. El fascismo es, por encima de cualquier otra definición, el recurso prioritario a la violencia. Son sin duda fascistas Mariano Rajoy y su gobierno central, que recurren a la fuerza ciega de la policía antimotines –900 heridos, y milagrosamente ningún muerto– para sofocar los votos del referéndum. Cuando los votos se inventaron para evitar la violencia. Son igualmente fascistas Junqueras y su president Carles Puigdemont y su gobierno regional, que quieren imponer a todo trance la voluntad de sus votos que, sean legales o ilegales, son reconocidamente minoritarios.

La Generalitat ha anunciado que este lunes que viene, 9 de octubre, proclamará oficialmente la independencia dando por ganado el referéndum. Pero ¿una independencia que la mitad de la población de Cataluña no aprueba?

Tendrá que imponerla por la fuerza.

Advertía el poeta César Vallejo:

Niños del mundo:

Si cae España –digo, es un decir…

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