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Verdad, justicia, etcétera

No es el negocio de la droga lo que ha corrompido moralmente a las FARC. Es el negocio inhumano del secuestro.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
8 de noviembre de 2014

Pedro Atrato, uno de los nuevos negociadores de las FARC en La Habana, hizo hace unos días lo que algunos han tomado como un “mea culpa” de la guerrilla frente a sus víctimas. Pero no es un inequívoco y contundente “mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa”, sino apenas un “mea minima culpa” blindado de precauciones oratorias. “Aplican restricciones”, como dicen ahora  esos anuncios de fraudes que los locutores leen por radio a toda velocidad, para que no se entiendan.

Así, dice Atrato  que “como fuerza político militar (…) es evidente que hemos (…) impactado al adversario y de alguna manera afectado a la población que ha vivido inmersa en la guerra”. Pero a continuación añade: “La población no ha sido ni blanco principal ni blanco secundario de las acciones defensivas u ofensivas de nuestras estructuras armadas, es decir, nunca ha existido en las Farc una política de determinación subjetiva para la victimización sistemática y deliberada de la población (…) Nuestro accionar ha afectado a civiles (…) pero jamás como parte de nuestra razón de ser”.

Y el reclutamiento de niños para la guerra ¿no ha sido “sistemático y deliberado”? Y las tomas de pueblos, y los atentados con bomba, y la siembra de minas quiebrapatas que han mutilado por igual a soldados y civiles, a niños y adultos ¿no eran deliberadas tácticas “defensivas u ofensivas”?

Pero, sobre todo, ¿qué han sido los secuestros? En el curso de su larga guerra las Farc han secuestrado de manera deliberada y sistemática a decenas de miles de civiles de todas las clases sociales para cobrar rescate, y cientos de ellos han muerto en cautiverio, entre los cuales muchos asesinados por intentar la fuga o en el curso de una fallida operación militar de rescate, en cumplimiento de la nebulosa pero implacable “juridicidad guerrillera” a la que de pasada alude Pablo Atrato y de la que los colombianos solo conocemos la “ley 002” que establece un impuesto destinado a financiar los costos del aparato armado de la guerrilla. Pues puede ser que no haya existido en las Farc esa farragosa “política de determinación subjetiva para la victimización sistemática y deliberada contra la población (…) como parte de nuestra razón de ser”. Pero sí ha existido como parte fundamental de su razón de subsistir. La principal, sin duda, hasta que encontraron fuentes de ingresos más caudalosas en el negocio de las drogas ilícitas.

Lo de las drogas no es grave desde un punto de vista moral: es solo un pecadillo venial. Ese jugoso tráfico es un simple negocio de contrabando, convertido en inmensamente rentable a la vez que en “flagelo contra la humanidad” solo porque la juridicidad imperial de los Estados Unidos así lo dispuso. Tan poco grave es lo de la droga que de ella vienen también los fondos que financian la lucha antiguerrillera:

Ese fue el origen, o más bien el pretexto, del “Plan Colombia” de Clinton y Pastrana que permitió la recuperación en pie de fuerza y armamento de las Fuerzas Armadas de Colombia, recuperación que a su vez permitió la agresiva política de “seguridad democrática” de los gobiernos de Uribe, la cual debilitó a las Farc y las condujo a negociar con el de Santos. No es el negocio de la droga lo que ha corrompido moralmente a las Farc. Es el negocio inhumano del secuestro.

No fueron sus fines los que pervirtieron a las Farc y las privaron de la autoridad moral que podía tener su lucha: Eran fines políticos perfectamente válidos, incluido, claro está, el de la revolución. Ni tampoco el mismo alzamiento en armas, que no es otra cosa –para repetir la manida definición de Von Clausewitz-  que la continuación de la política por otros medios. (Aunque tal vez, a la luz de la historia, se debería invertir la frase: la política es la continuación  de la guerra por otros medios, menos brutales. Y es justamente cambiar los medios de la guerra por los de la política lo que ahora quieren las Farc). Lo que las corrompió y minó su legitimidad de origen y de propósito fue la utilización del método atroz del secuestro: su recurso inmoral y predilecto para el mantenimiento de su maquinaria de guerra.

Porque esta guerra interna colombiana no se degeneró por sí sola, como un fenómeno natural que se sale de madre: como la fumarola de un volcán se convierte en erupción de lava. No se degeneró “en función de la rebelión”, como dicen las Farc hablando de la droga, ni en función del mantenimiento del orden. Se degeneró porque así lo quisieron de manera consciente los participantes. Las Farc por una parte, pero no solo ellas. Como dice otro de sus representantes, Pacho Chino, “las responsabilidades son múltiples”; y así como existen las guerrilleras, también hay que reconocer “la responsabilidad principal del Estado”, incluidas “las de las Fuerzas Militares y de Policía”. Las cuales, por lo demás, están siendo reconocidas, y juzgadas, desde hace ya tiempo. Lo han empezado a ser los “falsos positivos” del Ejército, por los cuales han sido condenados incluso generales de la República. Las atrocidades de los paramilitares, a medias castigadas por la manguiancha ley de Justicia y  Paz de Uribe. Las complicidades de los parapolíticos. Es decir que de los tres puntales de la paz posible, que han sido definidos como verdad, justicia y reparación, el de la verdad está empezando a afirmarse; y el mini  “mea culpa” de las Farc, por incipiente que sea, contribuye a su consolidación. Faltan la justicia, de la cual supongo que no irá demasiado lejos, y la reparación, de la que temo que se quedará en veremos.

Como ha sucedido en todas las guerras de la historia.

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