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Asamblea de copropietarios

Por andar atentos a las movidas electorales hemos olvidado otro de los asuntos más agotadores de estos meses y que sucede a lo largo y ancho del país sin distingo de filiación política, situación económica o estado mental: la asamblea de copropietarios.

Poly Martínez, Poly Martínez
23 de marzo de 2018

Si alguien –un extranjero que viene a hacer negocios, por ejemplo- quisiera conocer la idiosincrasia colombiana, que vaya a una asamblea de copropietarios. Estamos en plena temporada y excepto la política actual, pocas cosas dividen más a una comunidad que una reunión de esas. Y pocas cosas producen más jartera.

Nunca falta la abogada sagaz que hace preguntas capciosas como antesala para explicar en qué ha cambiado la norma de la copropiedad. O el que pregunta por el cambio de los tapetes de la entrada y cuánto duraron los anteriores, “porque hace nada los cambiaron, ¿no?”. La administradora explica, AZ en mano y tres cotizaciones (ciertas o chiviadas, no importa mientras presente tres) que ya habían cumplido cinco años. Alguien comenta en voz alta que “si hubieran cotizado con mi empresa tal vez habrían salido más baratos”.

La reunión se va llenado de ruido: “¿Subió el precio del kilovatio o qué pasó? ¿No fue para ahorrar que pusimos los leds? Pero como aquí se prende todo con mover el carrito del mercado…”, reflexiona en voz alta otra dueña de metros cuadrados y de la verdad. Representa al colombiano que bufa con amargura y deja el mensaje de que todos los esfuerzos son fallidos y más costosos que mantener las cosas como estaban, así funcionen mal.

Aunque en teoría improbable, en toda asamblea de copropietarios hay un contador siempre listo a preguntar si los libros se llevan atendiendo la norma internacional “aunque no es obligatorio para las copropiedades”. Los asistentes se acomodan en las Rimax. “¿Y esos 220.000 de papelería y taxis, por qué?”. Baldado de sospecha. La administradora responde que “toca voltear por el problema del restaurante que pusieron al lado, ir a la curaduría para ver usos del suelo; las fotocopias corresponden a los informes de estados financieros que ustedes pidieron en papel”. 

Y en esa capacidad de digresión al infinito que tenemos los colombianos, otra señora interrumpe para manifestar su gran molestia por el tamaño de la letra del informe, que le impide leer y comentar adecuadamente, marcando así otro punto que nos une como colombianos: el derecho al inciso. Un propietario abogado se mete por esa rendija para anotar los errores en la redacción de algunos párrafos y recuerda otras fallas similares en el manual de convivencia. 

Ha pasado una hora y seguimos en la misma página; alegan más de lo que avanzamos, cosa muy colombiana también. Todos tienen una queja, una pelea o causa propia que patean hacia adelante de asamblea en asamblea, nunca satisfechos con la respuesta o la solución. Siempre sobre la mesa, como tantos temas del país que no logramos superar.

Sigue viva la humedad del quinto piso y abiertas las heridas. Para sanarlas, los dueños del apartamento con el problema consideran que lo más sano es meterle abogado a la reunión: “¿Qué pasó con la garantía de la impermeabilización? ¿Quién va a pagar el arreglo?  Toca intervenir la fachada”. Los del quinto piso no sueltan la palabra, se paran, se sientan, caminan, alegan. El abogado supervisa la puesta en escena: todo está cuadrado para que entre a liquidar tras agotarnos con una hora de perorata. Tenemos la casa por cárcel.

Para señalar los defectos ocultos del edificio entra a escena el ingeniero-arquitecto, que tampoco pueden faltar en propiedad horizontal que se respete. “Esa modificación a la fachada hay que llevarla a la curaduría”, sentencia. Más taxis, más fotocopias y la tramitomanía nacional. Media hora de teoría para lo que sabemos en la práctica: edificio que nace con humedad muere con humedad; las humedades caminan por la estructura, suben y bajan escaleras, entran a los apartamentos y si se amañan, se quedan.

“¿Quiénes integran hoy la comisión de verificación?”. Todos escurrimos el bulto para no tener que participar. Eso sí que está en el ADN del colombiano: listos a poner quejas, flojos para hacer seguimiento y mañosos para el trabajo en equipo.

Volvemos, como en cada asamblea, a la millonaria deuda del dueño del apartamento 201.  “Años sin pagar ni un peso. ¿Si es bueno seguir con el pleito después de tanto tiempo?”, se pregunta el del 304. Aparece otra característica muy nuestra: el que debe no paga y sigue tranquilo pues sabe que puede agotar a la contraparte hasta lograr que castigue el balance y no sus acciones. Todos pagamos la administración, pero al que no terminan dándole gabelas, como pasa con los evasores de impuestos y ahora se plantea para las disidencias de las Farc. ¿Opciones? Embargar, reducir penas, mirar para otro lado, como hace la justicia en este país.

La cuota extraordinaria nunca se ve. El arreglo del ascensor es inaplazable. En ese punto del orden del día se va otra media hora para revisar el presupuesto. A más de uno se le sale el electricista y el plomero que lleva adentro. Hablan de niples, de la chumacera; todos somos pintores, estucadores, maestros.

Se acerca el final. Una vecina pide la palabra. Lee enardecida los últimos ocho correos que ha enviado a la administración, a los cuales afirma que no le dieron ni media respuesta. Alguien cita a la Corte Constitucional -nada más colombiano que citar sentencias de la corte- y recita la 675 de 2001 que establece el régimen de propiedad horizontal. La cosa se caldea. ¿La corte sable de niples, emboquillados, chumaceras y led?

Entonces entramos al asunto del cuarto de motobombas, que es como llegar al infierno, allá en las profundidades junto al cuarto de basura. Otro problema que nos desborda, sin solución. Como el país: nadie responde. La garantía se vence la víspera del daño. Las fallas en la administración no incluyen renuncia. La culpa es de otro. Medianoche ya y cinco horas de reunión mientras se deterioran un poco más las áreas comunes y la convivencia.