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Apague y vámonos

El mortal ataque a una caravana del Ejército en Norte de Santander, ocurrida horas después de que el ELN decretará una tregua unilateral, obliga al Gobierno a replantear su estrategia

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
1 de marzo de 2018

En su comprensible anhelo por lograr una “paz integral”, el Presidente pasa por alto lecciones clarísimas del proceso de paz adelantado con las FARC. La primera de ellas proviene del fallido despeje del Caguán. Hoy se sabe que el Estado negociaba con grados altos de ingenuidad y un gran desconocimiento de los fines que su contraparte perseguía. En esencia, ésta simulaba negociar mientras se fortalecía en términos militares y económicos. La agenda pactada era un mero inventario de temas carente de toda concreción; por este motivo, al igual que sucede con el simulacro de negociaciones quiteñas, jamás se pudo avanzar en ningún tema sustantivo.

Una seguidilla de actos atroces, y el desgaste que ellos generaron en la Administración Pastrana, la obligaron a poner fin al proceso, y a iniciar, en el 2001, una estrategia de modernización de la Fuerza Pública que, al cabo de los años, rindió sus frutos: condujo de nuevo a esa guerrilla a la mesa de conversaciones, ahora sí con intenciones serias de negociar un acuerdo de paz que implicara su desmovilización y desarme.

La segunda lección tiene que ver con la forma en que se condujo el proceso en La Habana, el cual transcurrió, durante un largo periodo, en medio del conflicto. Las reiteradas solicitudes de las FARC de una tregua bilateral fueron, con razón, rechazadas. Fue entonces claro que cuando el Estado se encuentra en una posición de ventaja militar, no tiene sentido, en principio, que disminuya la presión sobre el adversario. Ella impuso a las FARC la necesidad de avanzar en la negociación y a decretar, para demostrar su buena fe, un cese al fuego unilateral, el cual fue seguido, luego de juiciosa evaluación, por un gesto equivalente del Gobierno. Esa convergencia de compromisos unilaterales duró hasta cuando la firma del acuerdo era ya inminente y se pudo decretar un alto al fuego bilateral.

Así las cosas, es difícil entender por qué el Gobierno se comprometió con el ELN en una tregua recíproca cuyo deleznable fundamento fue la visita del Papa a Colombia; ese evento no podía ser un dinamizador de la negociación dado que el “conflicto” nada tiene que ver con diferencias religiosas. El único resultado positivo de ese experimento, que culminó el 31 de enero, fue la fugaz suspensión de los atentados dinamiteros contra el oleoducto, que ya se han reactivado. Como no se realizaron compromisos verificables de cese de las acciones delictivas y concentración de alzados en armas, la guerrilla fue el absoluto ganador en ese negocio. El asesinato de un dirigente indígena en el Chocó, y otras violaciones graves a los compromisos asumidos no tuvieron consecuencia alguna. De entonces para acá la estrategia guerrillera ha consistido en presionar un nuevo cese bilateral mediante la escalada de actos terroristas que ahora padecemos.

Acceder a una nueva tregua bilateral bajo las actuales condiciones sería una claudicación inadmisible del Estado. Esa conducta tendría efectos demoledores sobre la moral de los soldados y policías que se juegan la vida cumpliendo el deber de proteger las nuestras; nunca podrían entender que el enemigo de hoy mañana no lo sea, pero que pase a serlo de nuevo pocos días después al vaivén de las treguas y sus violaciones recurrentes. Peor aún: implicaría postergar, hasta que se posesione el nuevo gobierno, las acciones enérgicas que se requieren para enfrentar a los violentos. Los costos de una paz transitoria serían enormes y tendríamos que pagarlos a la vuelta de pocos meses.

Cierto es que el Presidente y otros altos funcionarios, ante cada nuevo atentado - es decir, casi todos los días - han salido a decir que la guerrilla no es coherente con sus discursos y que, mientras esa incongruencia se mantenga, no es posible restablecer los diálogos. No obstante, se mantiene abierta la mesa de Quito, lo cual permite sospechar que si se realizaran algunos mínimos gestos por la guerrilla habría disposición para mandar de vuelta al equipo negociador. No es esta la posición firme que el país reclama. Ante los terroristas no hay opción distinta a enfrentarlos, sobre todo si se tiene la sólida convicción de que no hay posibilidad de un acuerdo razonable. España, por ejemplo, nunca se doblegó ante la ETA, ni Italia lo hizo ante las Brigadas Rojas.

He consolidado mi escepticismo luego de escuchar a personas que han tenido o tienen responsabilidades en las negociaciones con el ELN. De ellas sacó en claro que su objetivo es fortalecerse sustituyendo a las FARC en las lucrativas actividades de narcotráfico, las que refuerzan con los negocios de minería ilegal y contrabando de combustibles desde Venezuela. Que la protección que las autoridades de ese país le conceden al otro lado de la frontera constituye un escudo eficaz. Que están encantados con la figuración internacional de que ahora gozan como interlocutores habituales de Naciones Unidas y de los “países amigos”, entre los cuales aún figura (¡por favor!) Venezuela. También me han confirmado que no existe unidad de mando y que el frente del Chocó, que se ha enriquecido con el tráfico de drogas, jamás ha participado en las negociaciones.

Briznas poéticas. En la Ilíada, una y otra vez, Homero convierte en poesía la tragedia de la guerra: “…y como muchas ovejas balan sin cesar en el establo de un hombre opulento, cuando al ser ordeñadas oyen la voz de los corderos, de la misma manera elevábase un confuso vocerío en el ejército…”

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