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En la duda, se deberían cerrar todas las facultades de derecho del país, que son cerca de 500. Y de pasada, también la Selección Colombia

Antonio Caballero
16 de julio de 2001

Al Distrito de Bogotá le acaban de aparecer 5.000 demandas de daños y perjuicios por despidos mal hechos, que le van a costar 400.000 millones de pesos en indemnizaciones: siete veces más que los 66.000 millones que ahorró con los despidos.

Y es porque los abogados del Distrito no saben cómo se hace un despido. O lo saben demasiado bien: y se conchaban con el funcionario deliberadamente mal despedido para repartirse la indemnización. Como se hizo en Foncolpuertos, para mencionar un caso que le suena a todo el mundo.

Lo mismo pasa con los contratos de obras. Las que sean: remiendos de la malla urbana, construcción de carreteras o instalación de electrificadoras. Tanto con los contratos que hace el Distrito (y sea cual sea el alcalde), como con los que hace la Nación, o los departamentos, o los institutos descentralizados. Todos quedan mal hechos. Desde el del Metro de Medellín, cuyos costos extraordinarios todavía colean, hasta el de Commsa, pasando por el de TermoRío. Todos los contratos quedan mal hechos, y siempre hay que pagarles decenas de miles de millones de extras a los contratistas, que por añadidura suelen haber hecho mal la obra contratada, o no haberla hecho. Pasa con todos los actos del Estado. ¿Han oído ustedes hablar de lo que nos han costado las privatizaciones de entidades públicas —financieras, de salud, de servicios— que tanto iban a darles que ganar a la Nación, a los departamentos, a los municipios?

Pasa también con las leyes. Siempre quedan mal hechas. Aquella, tan ingeniosa, de la extinción de dominio para los narcos, de la cual dije en esta columna cuando fue expedida que jamás podría ser aplicada. Y que no lo ha sido. Porque los abogados de los narcos expropiados, que son mejores abogados que los redactores de la ley (o que quizás son los mismos), han conseguido siempre demostrar que la extinción de dominio había sido jurídicamente mal hecha. Al Estado le corresponde entonces devolver los bienes (después de restaurar los daños causados por el abandono y el saqueo), pagar las costas, y apoquinar con las indemnizaciones. En eso se van, según informa periódicamente la Contraloría, todos los recursos extraordinarios obtenidos mediante las sucesivas reformas tributarias, que hacen a un ritmo promedio de dos por cada ministro los sucesivos ministros de Hacienda. Tales reformas, por supuesto, también están siempre mal hechas, y son declaradas inconstitucionales en cuanto alguien (a veces el propio ex ministro, ahora abogado litigante) las demanda. Y no es ningún consuelo que suceda lo mismo con los informes periódicos de la Contraloría: como siempre están mal hechos, cuando los acusados en ellos presentan un recurso lo ganan. Y también a ellos hay que indemnizarlos.

Así ocurre en el campo de lo civil, de lo administrativo, de lo penal, de lo constitucional, de lo canónico. Porque es verdad que somos un país de juristas, como se ha dicho siempre. En Colombia se exige (por ley, claro) ser jurista titulado hasta para ser personero de un municipio de tercera, de los que ni siquiera tienen agua potable. Y todos los organismos del Estado —el Congreso, la Presidencia de la República, el Viceministerio de la Juventud, las brigadas móviles, hasta las licoreras departamentales— tienen, por ley, un nutrido equipo de asesores jurídicos a quienes se les paga para que las cosas queden jurídicamente bien hechas. Pero no quedan. Por lo demás, cuando hay demanda los asesores se declaran siempre impedidos; y es necesario nombrar un tribunal de arbitramento que siempre falla en contra del Estado. Siempre hay juristas de sobra para tales tribunales ad hoc, porque somos un país de juristas. Pero de pésimos juristas, que hacen mal todas las leyes y todas las reformas y todos los contratos y todos los despidos, y pierden siempre todas las demandas que se entablan contra el Estado. Ni que formaran parte de la selección de fútbol.

O al revés: un país de magníficos juristas, que ganan siempre para ellos mismos todas las demandas que pierde el Estado y paga la Nación. ¿Acaso la Selección Colombia no pierde siempre todos sus partidos por autogol?

En la duda, sin embargo, y por razones de higiene pública y de ahorro fiscal, se deberían cerrar todas las facultades de derecho del país, que son cerca de 500. Y, de pasada, habría que disolver también la Selección Colombia.

Pero mucho me temo que sería una medida contraria a las leyes y a la Constitución, de manera que alguien la tumbaría de inmediato, con la consiguiente generación de multimillonarias indemnizaciones y pagos de minutas jurídicas. La tumbaría un juzgado promiscuo municipal, o el Tribunal Superior de Cundinamarca, o el Consejo de Estado, o la Corte Suprema, o…

Porque en alguna parte hay que darles puesto y sueldo a las miríadas de juristas que egresan cada año de las miríadas de facultades de derecho que hay en Colombia.

Gracias a Dios, futbolistas hay menos. Por eso no nos salen tan caros. Aunque no sé ahora, con este embeleco de la Copa América.