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Bogotá, al trote

Eso quisiera yo para Bogotá: trazar la ruta arquitectónica para los domingos de ciclovía, así como han puesto de moda el 'tour' por La Candelaria o el que persigue arte urbano.

Poly Martínez, Poly Martínez
8 de agosto de 2017

Agosto es el mes de Bogotá. El del viento y cometas ahí colgadas, esperando a volar, parqueadas en las vías de escape de la ciudad. Siempre aparecen atadas a un alambre que las retiene, a veces disputándose el espacio con las camisetas de Santafecitolindo y Millonarios, antes de un nuevo desencuentro. Cometas y fútbol, dos clásicos de por acá.

Recorrer una ciudad es la mejor forma de conocerla, de conquistarla. A mí me encanta correr por todos lados, montañas, pueblos y ciudades. Y por la mía, en especial. Es la forma de tomarle el pulso, de verla libre de la congestión diaria que nos paraliza. Afortunadamente existen los amaneceres, los lunes festivos y la ciclovía, momento en que los corredores nos tomamos las calles. Porque hay que reconocer que Bogotá es un desastre para caminantes y trotadores: las aceras son una trampa continua, con ese modito tan propio de esta capital.

Dejo la ruta de crítica y me paso al otro lado, al andén con sol, donde se siente menos el frío del viento que en esta época se cuela por esta ciudad, un chorro de aire que se siente en el punto de encuentro entre Monserrate y Guadalupe o cuando uno va corriendo por los lados de la Séptima con 104 y se descuelga desde el alto de Patios e inunda el Cantón Norte; o ese otro viento que se escurre por la Avenida Chile y sacude a tantos oficinistas que salen a pasear el almuerzo y el tedio. Son las grietas naturales de Bogotá, aire fresco tan necesario siempre.

Uno quiere a las ciudades en pasado. Re-correr a Bogotá significa volver sobre ciertos lugares, como en la canción, para no despedirse insensiblemente de pequeñas cosas. Colecciono arte urbano, llevo años y kilómetros y cientos de fotos que registran ese paso permanente por la ciudad; sé qué muros cambian, dónde quitaron, pintaron, tumbaron porque una ciudad se construye y se habita en la memoria.

Tengo puntos favoritos, trazados que son mi íntimo peregrinaje; nuevas rutas que invento tratando de regresar a mi casa, a mi barrio, para asomarme por la cuadra donde vivía ese alguien. He hecho al trote el camino hasta la universidad, he desandado mis pasos hasta el colegio. Todo cambia de dimensión y algunos puntos, como los recuerdos, van quedándose atrás y se hacen pequeños en su significado cuando los miro de nuevo. Esa casa inmensa, ahora apenas una casita con antejardín apretado, donde no cabe ningún carro de los de ahora, así como el concepto de antejardín se marchita en los nuevos trazados de la ciudad.

Corro por todas las lomas que van de la carrera Séptima hacia las montañas. Subo y bajo, veo cómo se elevan edificios nuevos y caen viejas casas, abandonadas, ya sin gracia, rendidas a la densidad de la ciudad, a la voracidad de unos dueños varados sin saber qué hacer con ellas. Dicen que valen por el lote, que no suman los años de habitarlas, el patrimonio o la memoria que aportan a una ciudad rígida en formatos de conservación pero blandengue en el cuidado del espacio; tan escuelera, burocrática y fofa que hace insostenibles nuevos usos que la protejan, lo que termina por acabar con todo, incluidas muchas preciosas fachadas.

Hay una Bogotá invisible. La ciudad de perros y lavaderos en las azoteas, absolutamente fascinantes, valientes ladrando desde las alturas, pero gozques a la hora de dar la cara. Pero cada vez hay menos, así como se acaban las porterías viejas, con una señora eternamente ahí, vestida de azul oscuro, con un saco medio abotonado, siempre apurada (excepto para abrir la puerta), mientras “herve” al fondo el olor a sopa. La dueña de las matas, ama y señora del corredor, de los chismes de edificio. Hay que ir a Teusaquillo, a La Soledad, al Park Way para recuperarla y sacarla al sol, airearla.

Eso quisiera yo para Bogotá: trazar la ruta arquitectónica para los domingos de ciclovía, así como han puesto de moda el tour por La Candelaria o el que persigue arte urbano. Un recorrido calificado y narrado al paso, un viaje que permita a corredores y ciclistas conocer otra cara de la ciudad, re-conocerla. Algo parecido a la Guía de Arquitectura y Paisaje de Bogotá y la Sabana , pero más ligero, ojalá apoyado por ProBogotá y la Cámara de Comercio.

La guía para hacer trotecitos entre barrios, por ejemplo: de Niza a El Polo, atravesando La Castellana. O Saltar de parque en parque y zonas verdes en el eje del de los Novios, el Simón Bolívar, Ciudad Salitre, pasar por Pablo VI. Otro día bajar por la 80 hasta la Ciudadela Colsubsidio y El Cortijo, que desde Los Héroes no alcanzan a ser 8 kilómetros. O perderse por entre Palermo y Santa Teresita e ir a darle una vuelta a la Ciudad Universitaria, todas esas son zonas llenas de joyas, de arte urbano, de forja y rejas trabajadas como ya no se ve. Vida de barrio a nuestros pies. En Semana Santa, por ejemplo, hago una ruta que conecta iglesias y así doy gracias por tener, durante pocos días, una ciudad casi desocupada y correr por entre una gran maqueta.

Cada quien tiene un mapa de su ciudad, me refiero al que obedece a rutas emocionales, al recorrido de la vida. Sé que los arquitectos, como los abogados, nunca se ponen de acuerdo, y que Bogotá no es exactamente París, Praga, Nueva York o La Habana. Sin embargo, consulté con varios amigos arquitectos y urbanistas para contrastar mis gustos con algo de teoría.
Así hice una ruta básica el domingo pasado, para celebrar el cumpleaños de Bogotá. El registro está en la cuenta de Instagram (@polyrun2017). Ida y vuelta sobre la carrera 7 entre calles 116 y el Edificio Quintana o el Murillo Toro, donde está el MinTic, son 24 kilómetros en los que se ve de todo: zonas verdes inmensas, como la que va de la 116 a la calle 94; otras inmundas, como el tramo entre la 59 y el Parque Nacional, en la 39, ruta que será peor con el TransMilenio que quieren embutir allí. A ese tramo solo le gana el muladar que arranca en la 26 y afortunadamente se despeja en la Avenida Jiménez, lo más cercano a Ciudad Gótica que tendremos. De ahí hasta la plaza de Bolívar es un paseo lleno de edificios para admirar.

No solo hay que entrenar las piernas, también la mirada. Esta es una invitación para agosto, o cuando quieran, abierta al público: vayan a la casa de infancia, échense un trote hasta el colegio, pasen por la puerta de la novia aquella, visiten otro barrio. Vayan y vuelvan por Bogotá, la ciudad los espera.

* @Polymarti en Twitter

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