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Bomba de tiempo

Daniel Coronell
4 de septiembre de 2005

Pocos se imaginan el clima anticolombiano que ha empezado a crecer en Ecuador. El país vecino que tradicionalmente veía a Colombia como un entrañable hermano y recibía a nuestros nacionales con cordialidad y deferencia, ha empezado a percibirnos como la fuente de sus mayores problemas. Lo más grave es que los motivos de los ecuatorianos son válidos en gran medida y que algunos interesados se preparan para pescar en este río revuelto.

Colombia históricamente ha manejado con cierto menosprecio las relaciones con su tercer socio. El apoyo ecuatoriano durante mucho tiempo se ha dado por descontado. No se ha hecho nada efectivo por equilibrar la balanza comercial de los dos países. Cada año, ese balance marca un saldo en rojo de 400 millones de dólares, en contra de Ecuador.

Para citar un solo ejemplo, los licores ecuatorianos no han podido entrar a Colombia, por cuenta del sistema cuasi feudal de rentas departamentales. Un sistema secuestrado en muchas regiones por la politiquería, diseñado para conservar monopolios, apacentar clientelas y pagar favores. Ecuador encuentra incomprensible que sus productos estén sometidos a un camino tortuoso de trabas e impuestos locales, que les quitan cualquier posibilidad de competir.

Sin embargo, todo se quedaría en diferencias comerciales si el asunto no estuviera además sazonado por las consecuencias del conflicto interno colombiano. Un conflicto cuya existencia el gobierno nacional niega con empeño.

El desplazamiento forzado por las acciones de guerrilleros y paramilitares llega a Ecuador convertido en inmigración ilegal. La cancillería ecuatoriana estima en 600.000 el número de ciudadanos colombianos que viven irregularmente en ese país.

El discurso de muchos políticos ecuatorianos asocia la llegada masiva de colombianos con la creciente inseguridad de sus ciudades. En algunos casos como el de Guayaquil, donde la delincuencia ha sido un problema endémico, esa asociación no parece tener asidero. Pero no hay semana en la que no sea capturado un colombiano como responsable de robo, homicidio o secuestro.

Los 640 kilómetros de frontera se han convertido en motivo de mutuas recriminaciones. Colombia y Ecuador se culpan recíprocamente de descuidar la vigilancia en la zona limítrofe. Incluso hay voces de este lado que sindican a Ecuador de ser tolerante frente al tránsito de guerrilleros, al abastecimiento de armas, explosivos y precursores químicos.

Quito afirma que ha apostado 12.000 soldados en las bases fronterizas -descuidando incluso sus también críticos límites con Perú- sin que Colombia haga lo propio. Bogotá alega que tiene brigadas móviles operando cerca de la zona limítrofe, pero Ecuador pide presencia militar fija y mayor.

La fumigación con glifosato, en cuya inocuidad no creen allá, saltó a los primeros renglones de la agenda binacional. Ellos sostienen -con pruebas sólidas- que sus ciudadanos y cultivos legales se afectan por la aspersión en la frontera y exigen una franja de protección de 10 kilómetros. El canciller Antonio Parra ha afirmado que si la situación prosigue, Ecuador acudirá a una corte de justicia internacional.

El recién nombrado ministro de Defensa, general Oswaldo Jarrín, dijo esta semana que Ecuador no considera terroristas a las Farc. La afirmación es un claro anuncio de lo que se puede venir y del cambio de posición de un sector que se consideraba afín a la política de seguridad del gobierno colombiano. El propio general Jarrín, un militar de línea dura, había afrontado severas críticas cuando públicamente defendió el Plan Colombia.

Como si le faltaran ingredientes a esta receta explosiva, es creciente la influencia del presidente de Venezuela, Hugo Chávez, en Ecuador. Un acuerdo de refinación subsidiada del petróleo ecuatoriano en plantas venezolanas podría significar ingresos extras de 800 millones de dólares anuales para la necesitada economía ecuatoriana.

La tenaza se está formando y probablemente Colombia sólo la sentirá cuando se cierre.

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